HISPANIDAD GUERRERA

HISPANIDAD GUERRERA

28 de mayo de 2022 0 Por Ángulo_muerto
Spread the love

Lecturas totales 751 , Lecturas hoy 1 

Guillermo Mas

Si Dios está de nuestra parte, ¿quién estará contra nosotros? (Romanos 8: 31)

Escribió Edward Bulwer-Lytton que “la pluma es más fuerte que la espada” (The pen is mightier than the sword). Y no mentía: las guerras de propaganda son más prolongadas y más definitorias, a la larga, que las que se deciden “a sangre y fuego”, como han sabido siempre los anglosajones. La innegable Leyenda Negra que llevamos cientos de años padeciendo es una buena prueba de ello. Quizás esa es la clave: que los grandes intelectuales alemanes, franceses o ingleses, nuestros más tenaces enemigos históricos, han llenado sus cartillas con las posaderas bien asentadas frente a un escritorio de roble macizo. No ocurre así en la historia de España, cuyos grandes autores han sido la pluma pero también la espada del pueblo, y han escrito algunas de las más excelsas páginas concebidas por el hombre entre fragores bélicos. El último nombre que debemos incluir en esa gloriosa nómina es el de Lope de Vega, combatiente en la Armada Invencible.

Nuestra literatura nace oficialmente con la historia de un guerrero, el Cid Campeador, que, a diferencia de su homólogo francés Rolando, no es de linaje real porque es tan vasallo como aquellos que recibían su historia de labios de un juglar, y por ello lucha por redimir su apellido. Don Juan Manuel, autor de El Conde Lucanor, era un noble y un militar. Lo mismo se puede decir de Jorge Manrique, soldado a semejanza de su padre, a cuya muerte le brindó sus inmarcesibles Coplas. Según Ferlosio, quien –este sí–, a diferencia de su padre era poco sospechoso de patriota, la más alta prosa española de todos los tiempos, la que mejor emplea el recurso de la hipotaxis —el opuesto a la parataxis azoriniana—, es la utilizada en las Crónicas de la conquista de América por Bernal Díaz del Castillo.

A Garcilaso, primer poeta moderno español, le mataron de una fatal pedrada mientras expugnaba una fortaleza; Calderón luchó con bravura en los tercios; Cervantes combatió con honor en Lepanto y puso en la boca de Don Quijote el mejor discurso sobre “las armas y las letras” que se haya concebido; Quevedo escribió sobre su experiencia de soldado: “Cuánto es más eficaz mandar con el ejemplo que con mandato”; Lope, como se ha dicho, luchó en La Invencible; y encontramos a otros muchos integrantes (Ignacio de Loyola; Diego Hurtado de Mendoza; Alonso de Ercilla; Francisco de Aldana; José Cadalso; o el propio Rafael Sánchez Mazas), hasta llegar al siglo XX, donde todavía hay valerosos ejemplos de escritores-soldados, o de soldados-escritores, como lo fue el falangista Rafael García Serrano, que padeció amargas heridas a consecuencia de su participación en una de las más cruentas contiendas de nuestra guerra, la batalla de Teruel, y por las que penó una larga convalecencia, como relata él mismo en sus excelentes memorias La gran esperanza.

De estar vivos hoy nuestros grandes escritores no perdonarían la felonía del Gobierno de España al indultar a los mayores enemigos de la Patria; y no solo se levantarían en armas sin dudarlo un momento, sino que también lucharían desde la literatura. Nuestros “intelectuales” contemporáneos, por contra, son más dados a firmar manifiestos con un gin tonic en la mano, alertando del “regreso del fascismo”, que a denunciar el intento institucional por fragmentar España. Ser español no es solo una contingente circunstancia administrativa, como ellos creen; es un auténtico modus vivendi, como bien escribiera Miguel de Unamuno: “Pues sí: soy español de nacimiento, de educación, de cuerpo y espíritu, de lengua y hasta de profesión y de oficio…”. Los escritorzuelos subvencionados y bien financiados no saben escribir en un español decente, y es normal que no se sientan españoles ni, por lo tanto, aludidos a la hora de conservar España. La mayor lección que podemos aprender de nuestros escritores clásicos es que la defensa de España debe darse por las armas, llegada la ocasión. La tradición que nos lo ha dado todo sin exigir nada a cambio requiere ahora de nosotros para que seamos su adarve. Y no podemos traicionarla.

Para Georges Dumézil, la matriz histórica del mitologema del guerrero se encuentra en los pueblos Indoeuropeos de cuya lengua común e imaginario social descienden los nuestros. Ese pueblo encarnaría como ningún otro, en un tiempo fuera del tiempo, un “hogar común” o Urheimat euroasiático como el que han tratado de reconstruir algunos de nuestros contemporáneos más penetrantes tales como Alain de Benoist o Alexander Dugin. Se trataría de una mítica civilización hiperbórea que tuvo que desplazarse en busca del Sol y huyendo de las inclemencias climáticas del frío.

Para esos pueblos indoeuropeos, sólo un tipo social era capaz de enfrentarse a los titanes: los héroes. Es la lucha de David contra el gigante Goliath; el enfrentamiento a muerte entre Mitra y el toro: cultos sureños que, si tenemos en cuenta la obra de Eliade o de Dumézil, tuvieron su origen en el mundo indoeuropeo. El propio Dumézil dejó escrito que todas las sociedades indoeuropeas estaban fundadas sobre una tríada trifuncional básica: una casta sacerdotal, una casta campesina (o ganadera) y una casta guerrera. Se trata del mismo esquema que se extendería por Europa y por Asia dando forma a sociedades tan consistentes como la romana o la hindú. Frente a esas tres castas se encontraba la figura del mercader, aquel consagrado al “nec-otium” (aquello que no es ocio), que debía de ocuparse de sus transacciones fuera de la polis puesto que no se encontraban bien vistas por la comunidad.

Según el filósofo español Higinio Marín, el guerrero homérico encarna, con su ideal aristocrático de vida, el génesis de la idea de individuo que ha formado social, política y culturalmente a Occidente. Y mucho más allá: del gladiador romano que Ridley Scott inmortalizara para el cine en la película protagonizada por Russell Crowe al bushidō samurái como código de honor por el que Yukio Mishima se quitó la vida, pasando por el Kshatriya de la casta guerrera hindú y los Berserker vikingos encurtidos en una piel de lobo como en las imágenes de The Northman (2022). El mitologema del guerrero estaba presente en el poema épico de Gilgamesh y ha seguido vivo en las grandes obras de nuestra época tales como Centauros del desierto (The Searchers, 1956).

Y, por supuesto, siempre ha estado presente en la literatura hispana que nació con la narración de la vida de Rodrigo Díaz de Vivar, alcanzó su punto culminante con las malandanzas de Don Quijote de la Mancha, evolucionó hasta el Pirata de Espronceda y conoció su crepúsculo con la descripción de las peripecias de Gabriel Araceli o de las aventuras de Zalacaín. Porque tras el desmoronamiento de un mundo, el hispano, que durante siglos resistió casi en soledad contra las embestidas de una Modernidad incipiente pero en constante expansión, ha sobrevivido un código de honor personal que Manuel García Morente consideró el propio del Caballero Cristiano que alumbró la Hispanidad. Una civilización que alumbró para su Historia a personajes tan excesivos como Lope de Aguirre y a héroes tan innegables como Hernán Cortés. Tierra de conquistadores: donde se puede alentar al tiranicidio, según los escritos carcelarios de Francisco Suárez, o a la hermandad universal, según una concepción inalienable de la espiritualidad propia de Francisco de Vitoria.

Ramiro de Maeztu, autor de Defensa de la Hispanidad, no diferenciaba el proyecto comunitario de Hispanidad como destino Imperial del proyecto individual de Hispanidad como destino personal: “El drama se opera, por supuesto, en la región medianera, que es la de las almas. A ellas corresponde nutrirse del espíritu, para espiritualizar con él la tierra y conservar y acrecentar el tesoro espiritual, para que las nuevas generaciones se alimenten con él. Ellas son las que han de conservar izada la bandera. El espíritu no puede morir, pero la patria, sí, por abandonarlo o traicionarlo o cambiar sus valores por disvalores que envenenen las almas. También en este plano del espíritu ser es defenderse. Ser es defender la Hispanidad de nuestras almas. La Hispanidad, como toda patria, es una permanente posibilidad. Así como sobre el individuo se alza la guadaña de la muerte, como una fatalidad inevitable, la patria, en cambio, como la rueda de la Fortuna, es permanente posibilidad. Puede morir, puede ser inmortal, por lo menos mientras no venga el fin del mundo: todo depende de nosotros que, a nuestra vez, no realizaremos nuestros destinos personales como abandonemos lo que nos señala, como corriente histórica que apunta al provenir, la tradición de nuestra patria”.

En otras palabras: lo más básico y nuclear del despertar espiritual que compone la base de toda rebelión contra el mundo moderno se encuentra en aquello que Julián Marías denominaba como “vocación” dentro de su Breve tratado de la ilusión. Es decir, que el autoconocimiento en constante perfeccionamiento es lo que nos conduce hacia el conocimiento exterior del mundo: en el momento en el que descubrimos para qué hemos sido llamados al mundo es cuando en verdad empezamos a dejar nuestra mínima impronta en él. Jacob Taubes lo supo entender asimismo: “Como el orden externo del universo ha perdido significado, la única dimensión en la que el hombre puede tener su lugar para vivir es en su propio ser”. De nuevo Maeztu: “ser es defenderse”.

En palabras de Marías: “Cuando la vocación se hace concreta, aunque originariamente sea genérica y nazca del encuentro de ella en la sociedad, realizada en otros, se liga a la propia personalidad, se entrelaza con la trayectoria vital y se convierte en una dimensión de ella. Ya no se trata de la vocación esquemática de médico, sino de este médico individual, definido por una situación no intercambiable y un proyecto personal que transforma la vocación genérica. Tal vez el labrador individualiza la profesión milenaria, ejercida por millones y millones de hombres en todas partes y en todas las épocas, al adscribirla a su tierra. La función de la madre de familia adquiere un carácter único y archipersonal porque se trata de esta familia insustituible. En ambos casos, el quehacer cotidiano adquiere el dramatismo que pertenece a la vida como tal y no se puede separar de su configuración. Es quizá la justificación del uso lingüístico que en español usa el verbo «ser» y no el «hacer» para designar la profesión: ¿Qué es usted?, y no qué hace (…). Lo que más puede descubrir a nuestros propios ojos quién somos verdaderamente, es decir, quién pretendemos ser últimamente, es el balance insobornable de nuestra ilusión. ¿En qué tenemos puestas nuestras ilusiones, y con qué fuerza? ¿Qué empresa o quehacer llena nuestra vida y nos hace sentir que por un momento somos nosotros mismos? ¿Qué presencia orienta nuestra expectativa, qué anticipación nos polariza, tensa el arco de nuestra proyección, se convierte en el blanco involuntario e irremediable de ella? ”.

Podemos sintetizar diciendo que cualquiera que se disponga a experimentar un despertar espiritual ante la crisis occidental deberá desarrollar una sensibilidad crítica contra la Modernidad por la cual busque aquello que todo en el mundo secularizado conspira por arrebatarle: la sacralidad que trasciende la materia partiendo de aquello que se encuentra más fuertemente incrustado en ella: el espíritu o soplo divino. Para ello se hace necesario defender, teóricamente pero también en el día a día, todo aquello que trascienda al hombre: la patria, el honor, la religión, los ideales, la comunidad, la espiritualidad ínsita a todo ser humano o la tradición sapiencial. Que nos religa con lo elevado y nos ayuda a releer lo presente a la luz de lo pasado.

Debemos entender que los seres humanos hemos sido creados con unas aspiraciones que sobrepasan con mucho las perspectivas vitales ofrecidas por nuestro tiempo. Y no estoy haciendo referencia a términos cuantitativos, sino cualitativos: somos seres anhelantes de sentido. Por lo tanto, el despertar espiritual no supone un paso forzado o un esfuerzo ímprobo, sino que consiste en la más natural de las demandas humanas: la necesidad de hallar una finalidad que le dé sentido a la muerte, esto es, a nuestro insignificante paso por la vida.

En relación con lo que se acaba de mencionar y haciéndose eco de Huizinga, Pedro Laín Entralgo plantea una serie de preguntas tan fundamentales como perfectamente actuales: “…En su nervio más íntimo, en esto consistió la crisis de la Edad Media; crisis que no terminará hasta que en la primera mitad del siglo XVII Galileo y Descartes inicien formalmente la mentalidad moderna. Visto desde nuestro siglo —es decir, desde la situación creada por la crisis—, ¿qué ha sido el mundo moderno, considerado como solución de la crisis que comenzó en la vida europea durante el tiempo que desde Huizinga es tópico llamar otoño de la Edad Media? Y por otra parte, ¿en qué ha consistido la crisis de él que desde nuestros abuelos estamos viviendo los hombres de Occidente, y por extensión los hombres todos? Tal ahora es nuestro problema”. Por supuesto, lo sigue siendo con más intensidad que antes.

Si la crisis de nuestro tiempo comenzaba con la negación de la Edad Media a través de la imposición de una leyenda oscurantista y del todo falsaria, se hace necesario retornar una vez más a la Edad Media, desde una óptica del todo imparcial, para poder volver a una dimensión antropológica pre-moderna. Para lo que se hace necesario recurrir a una aclaración de Luis Díez del Corral: “La Edad Media representa la afirmación en grado máximo de la particularidad, del individualismo y de la subjetividad frente al principio de la unidad, que no es negado, sino mantenido idealmente como término de referencia y contrapunto en la forma peculiar del Imperio medieval. El feudalismo es justamente un sistema que trata de cohonestar en la medida de lo posible los dos principios contrapuestos, una sutil y vasta red de relaciones humanas entre la aldea y el Imperio (…). Cierto es que algunos períodos de la Edad Media, en ciertas corrientes espirituales al menos, el hombre parece volver las espaldas al mundo e interpretar estática, conclusamente el orden de la naturaleza, cuya realidad queda esfumada en una interpretación simbolicista. La felicidad no es buscada en este mundo, sino en el más allá; preténdese un bienestar futuro, ultramundano, que se contrapone al malestar presente del mundo; pero, en el fondo, no es una huida del mundo, una dejación de los deberes humanos de configurar el mismo, aunque al contrario, en términos generales, el ímpetu de la trascendencia es condición imprescindible para reobrar un enérgico sobre el mundo, como lo prueba en plena Edad Media el impulso de realización técnica que, desde la arquitectura a la agricultura, demuestran los centros sociales más representativos de su mentalidad religiosa

Uno de los pilares de la filosofía católica es la creencia en el libre albedrío, que se encuentra plenamente integrada en lo más granado de la literatura hispánica a modo de bastión inexpugnable contra el mundo moderno. Los grandes clásicos literarios de la Hispanidad la han defendido frente a los embates del determinismo moderno heredado de la Reforma. Somos libres para hacernos merecedores de la gracia y de la salvación a través de nuestros actos. Leyendo a Cervantes, Javier García Gibert descubre hasta qué punto es relevante dicha cuestión dentro de la obra del autor del Quijote: “Ese camino que cada cual recorre en virtud de su albedrío puede conducirse a escenas y estaciones de salvación o de perdición moral. Pocos axiomas hay más importantes en el humanismo cervantino que el que postula que el albedrío lleva consigo, como nota aledaña e inexcusable, la responsabilidad moral, que determina el mérito o el demérito de las actuaciones humanas. La proverbial benevolencia de Cervantes jamás significa, por tanto, una exención del merecido castigo por las malas acciones y los errores morales cometidos en virtud del libre albedrío. Ningún grave desafuero ético se comete en su obra a beneficio de inventario”.

Otro importante teórico de la Hispanidad, Manuel García Morente, destacó otro de los ideales que rellenan el corpus del caballero cristiano tal y como lo define la Hispanidad a través de sus grandes obras literarias y de sus mayores gestas históricas: “El caballero cristiano cultiva con amoroso cuidado su honra. ¡Como que la honra es propiamente el reconocimiento en forma exterior y visible de la valía individual interior e invisible! El honrado es el que recibe honores, esto es, signos exteriores que reconocen y manifiestan el valor interno de su persona. El mecanismo psicológico del sentimiento de honor consiste en lo siguiente: entre lo que cada uno de los hombres es realmente y lo que en el fondo de su alma quisiera ser, hay un abismo. Ennoblécese, empero, nuestra vida real por el continuo esfuerzo de acercar lo que en efecto somos a ese ser ideal que quisiéramos ser. En la tierra la limitación humana no permite al hombre realizar la perfección, esto es, la identificación entre el ser real que efectivamente somos y el ser ideal que quisiéramos llegar a ser; por eso justamente la vida humana consiste en una imitación o recuerdo imperfecto de la vida ideal divina: limitación de Cristo. Honra es, pues, toda aquella manifestación externa que alienta al hombre en su afán y propósito de perfección, ocultando en lo posible entre la maldad real y la bondad ideal, el caballero cumplido. La honra, el honor es, pues, ese reconocimiento externo del valor interior de la persona. En cambio, el menosprecio es todo acto o manifestación externa que hace patente bien a las claras el abismo entre el ser real y el ser ideal perfecto, y que tiene por consecuencia su menor aprecio de la persona individual. Puede, pues, una persona deshonrarse o ser deshonrada. Se deshonra cuando es ella misma, por su conducta o sus palabras, la que pone de manifiesto su menor valía o menor aprecio, el abismo entre la realidad íntima de su persona y el ideal a cuyo servicio está o debe estar”.

La Hispanidad es tanto un hecho histórico, al decir del historiador y mitólogo Gonzalo Rodríguez, como un hecho literario. Su esencia ha sido compilada en las páginas de obras teatrales, cuentos y novelas, crónicas y sonetos, cuadros y construcciones. Posteriormente, ha sido fielmente transcrita a la palabra por medio de pensadores enormes. Es por eso que nuestra filosofía es mucho menos dialéctica que literaria: se encierra en metáforas, analogías y parábolas.

Una de esas características de la Hispanidad que hacen confluir el mito, la literatura y la historia es el levantamiento. El pueblo que, con el lusitano Viriato, inventó la guerrilla, posteriormente fue capaz de ponerla en práctica con numerosos ejércitos: Roma o Al-Ándalus; Napoleón o Azaña sufieron de manera directa el revés que lo popular siempre le ha reservado a lo avasallador o a ilustrado en todo tiempo y lugar. El mundo parlamentario-británico nos resulta del todo ajeno: rechazamos el Estado y sus organismos de manera natural. Desde la heroica resistencia en Numancia, pasando por las revueltas de los comuneros y hasta los anarquistas finiseculares que asesinaron a, entre otros, el liberal-conservador Cánovas del Castillo. No en vano somos la patria con más Golpes de Estado de origen militar; la tierra sobre la que el anarquismo, por encima del socialismo o del fascismo, ha arraigado de manera más evidente. Tenemos un problema con la autoridad que emana del talante quijotesco: no queremos que nadie arregle el mundo porque estamos dispuestos a salir a arreglarlo. Sólo somos capaces de unirnos para blindar una idea trascendente y universal: el poder espiritual encarnado en la Monarquía Hispánica de los Reyes Católicos que se funda sobre el lema latín “plus ultra”.

El pueblo de Las Navas de Tolosa y de Lepanto, que libró a Europa de la islamización, también es el pueblo que resistió de manera más exacerbada contra la Reforma luterana y sus múltiples variaciones: el calvinismo o el anglicanismo. La estética pareja de dicha acción política es el Barroco: una reivindicación carnal de la espiritualidad como no se había visto en Occidente desde los tiempos de la tragedia griega más sublime. Su teatro, su lírica y su novela, género este último que inventó Cervantes, mezcla con audacia innovación y arraigo; vanguardismo formal y tradición en el contenido. Mitos como el de Segismundo o Fuenteovejuna conforman un imaginario imperecedero que incluye tanto una filosofía de la comunidad como una compleja estructura que reflexiona acerca de la libertad personal. El humanismo católico que vertebra la moralidad hispana no puede concebir que Dios nos haya creado desde antes de nuestro nacimiento para la salvación o la condena, como proponen los protestantes. Tampoco que el fin de nuestra existencia sea la acumulación material de propiedades ni la mejora incesante de las condiciones materiales. Ninguna raza o cultura puede ser superior a otra ni está legitimada para dominar o exterminar. No hemos venido a construir una carrera material o para nadar en la prosperidad. La vida no es una cuestión de calidad sino de cantidad: su fin es el autoconocimiento y su duración es efímera al tiempo que perenne. Puesto que se muere por la eternidad no se tiene miedo a vivir por nada.

Muy crítico con la Modernidad, Manuel García Morente opuso a los valores cartesianos y racionalistas el ideal del Caballero Cristiano que se encuentra en el corazón mismo de la Hispanidad y que fue inmortalizado por Velázquez en sucesivas telas. Frente al historicismo puramente fenomenológico y de corte germánico imperante en los tiempos de Morente, éste reivindicaba una Historia de las Ideas con los ojos puestos en lo eterno, esto es, continuando con la aproximación incoada con Marcelino Menéndez y Pelayo tanto en su Historia de los heterodoxos españoles (1880) como en Historia de las ideas estéticas en España (1883). Se trata de una alternativa al utopismo característico del idealismo nacido en el Renacimiento y potenciado a partir de la articulación de un liberalismo afirmador de la autonomía intelectual del sujeto frente a la conciencia de límites que tenía el hombre perteneciente a una sociedad pre-moderna. Oponiéndose al proyecto único de la Historia que defienden los grandes adalides de la Modernidad, Morente defendía un arquetipo único en el que todos los hombres de todas las épocas pueden mirarse por igual: el caballero cristiano y español.

Tras el desastre que supuso la pérdida de las colonias en 1898, hubo distintas reacciones desde nuestras élites intelectuales: el pesimismo de intelectuales como Ortega, que pensaban que la solución era europea; propuestas “regeneracionistas” de corte nacionalista (Joaquín Costa), secesionista (Prat de la Riba) e incluso pedagógicas (Francisco Giner de los Ríos). Todas esas propuestas sin excepción partían de un sesgo negrolegendario e hispanófobo: se legitimaban sobre ideologías post-ilustradas. La denuncia de autores como Julián Juderías o Emilia Pardo Bazán no caló en el pueblo y nuestras élites, como ha demostrado Elvira Roca Barea en Fracasología, acabaron en manos de ideales modernos. Si el romanticismo es, en términos políticos, una “nostalgia de la autenticidad”; la Hispanidad es una respuesta personalista, en una línea muy cercana a la que también desde el cristianismo defendería años después Emmanuel Mounier, a ese deseo de autenticidad propio de aquel que se niega a conformarse con una vida mediocre, inane y carente de trascendencia: propia del burócrata.

Igual que hay una metafísica, existe una metapolítica. Es aquella cifrada por Juan Donoso Cortés, autor neoplatónico que supuso el equivalente intelectual del proyecto carlista como alternativa al liberalismo: “En toda cuestión política va siempre envuelta una cuestión teológica”. Practicada por muchos de sus más grandes discípulos: Carl Schmitt, Leonardo Castellani o Alexander Dugin. Y también por aquellos que fueron sus maestros, empezando por el reaccionario Joseph De Maistre o por el mordaz Francisco de Quevedo. Tras el fracaso de las reacciones anti-liberales que encarnan el socialismo y el fascismo, Maeztu tuvo la grandeza de miras que no albergó ningún otro coetáneo anti-moderno: la solución no se encontraba en ninguna tentación mesiánica. Su teología política le llevó al pasado para mejor impulsarse hacia el futuro: “Ante el fracaso de los países extranjeros, que nos venían sirviendo de orientación y guía, los pueblos hispánicos no tendrán más remedio que preguntarse lo que son, lo que anhelaban, lo que querían ser. A esta interrogación no puede contestar más que la Historia. ¿Cuál no será entonces la sorpresa de los pueblos hispanos, al encontrar lo que más necesitan, que es una norma para el porvenir, en su propio pasado, no el de España precisamente, sino en el de la Hispanidad en sus dos siglos creadores, el XVI y el XVII? Así es, sin embargo”.

Escribe Alexander Dugin: “La modernidad europea, que abolió la religión, la fe en el Rey y en el Padre Celestial, las castas, la sagrada comprensión del mundo y esencialmente el patriarcado, fue el comienzo de la caída de la civilización indoeuropea. El capitalismo, el materialismo, el igualitarismo y el economismo son la venganza de aquellas sociedades contra las cuales los indoeuropeos hicieron la guerra, subyugaban y se esforzaban por corregir, lo que componía la esencia de toda la historia de los pueblos indoeuropeos. La modernidad fue el fin de la civilización indoeuropea. Esto no es una abstracción, porque nos afecta de la manera más directa”. Lo que coincide con la cita de Nietzsche a propósito del aspecto moral de la Modernidad: “Un orden legal pensado como soberano y universal, no como un medio en la lucha entre estructuras de poder sino como un medio para prevenir toda lucha en general sería un principio contrario a la vida, un agente de disolución y de destrucción del hombre, el intento de asesinar el futuro del hombre, un signo de hastío, un camino secreto hacia la nada”. Una cita que recoge las consecuencias antropológicas de la pérdida del orden tradicional que estructuraba las sociedades indoeuropeas.

Frente a la opción finalmente alumbrada por otro guerrero, Ernst Jünger, al postular “la emboscadura” como opción final del anti-moderno a la hora de afrontar el tiempo para el que ha sido llamado; Ramiro de Maeztu o Manuel García Morente reivindican algo mucho más sólido que cualquier esbozo geopolítico o programa democrático: un código moral en la línea del bushidō japonés. Defensor del realismo frente al idealismo; de la generosidad frente al afán de lucro; compasión frente a despotismo; valentía frente a indecisión; corazón frente al deseo de medrar; honor y templanza frente a la comodidad y la extravagancia. Pero, sobre todo, la ausencia de miedo a la muerte frente al temor nihilista de quién teme el fin puesto que le arrebataría su vida vana.

También Julius Evola, uno de los máximos teóricos para un “hombre en tiempos de crisis”, habló en términos bastante gratos a la comparación de una “vía autónoma hacia la trascendencia” consistente en “cabalgar el tigre” pero no cerrado sobre sí en ninguna fórmula apolillada del pasado. El guerrero, al fin y a la postre, es el mitologema que ha llevado a Occidente a ser lo que realmente es; y el guerrero, en definitiva, es el que une de manera más inextricable a todas las grandes civilizaciones que en la tierra han sido. Y la última gran manifestación concreta, desde un punto de vista cronológico, de ese ideal universal y metafísica que es el guerrero ha sido la encarnada por el caballero hispano. Es la mayor alternativa mítica que nos queda frente a la perspectiva de devenir todos burgueses. Desde que el irracionalista Nietzsche propusiera el sendero del Übermensch y su “voluntad de poder” como vía alternativa a “la moral de los esclavos”, el código de honor castrense que se entrega en nombre de un fin superior sigue siendo una alternativa vital válida a la Modernidad: así lo entendió también el escritor texano Robert E. Howard.

No en vano, J. R. R. Tolkien fue capaz de crear una mitología gigantesca y levantada en honor de lo trascendente, en pleno siglo XX, donde la figura castrense del montaraz Aragorn resulta metáfora perfecta del defensor de la Tradición que debe transmitir el fuego y reforjar la espada como actualización de la lucha diaria con el dragón, a pesar de las dificultades. Algo que puso por escrito Mircea Eliade en un breve pero enjundioso libro titulado Oceanografía (1993) que recientemente ha sido publicado por vez primera en nuestro idioma: “Todo esto demuestra falta de virilidad. Hay pánico a la desesperación, una manía colectiva ante el mal, una histeria ante lo efímero, un miedo obsesivo ante la nada. Todas esas gentes contemplan con terrible dolor las tinieblas y el caos. Tienen miedo de la luz porque ésta significa superación continúa, vida continúa. La oscuridad y la negación son mucho más cómodas. Son mucho menos responsables. Hace falta menos valor para desesperarse que esperar contra toda evidencia y toda esperanza”. Poner orden en el caos, nos dice Jordan Peterson, es la tarea del héroe: eso encarnan personajes imborrables del imaginario común tales como San Jorge o San Miguel Arcángel.

Escribió Homero que los dioses brindan desgracias a los hombres para que los aedos tengan algo que cantar. Rafael García Serrano fue, ante todo, el aedo de su generación, el cantor de una guerra que no era la de Troya pero donde también se batían en duelo los pueblos hermanos. ¿Acaso no se trataba del Jünger español, del Hemingway patrio? Más bien era un escritor extraído del Siglo de Oro; un soldado entregado a la literatura y un poeta entregado a la guerra, como sus maestros literarios, en la mejor tradición barroca de “dar la vida y el alma a un desengaño” y de proclamar “soy un fue, y un será, y un es cansado”. Su idealismo quijotesco le hizo desear ser Eugenio Lostau Román, su amigo y su Eneas, o alguno de los otros muchos mártires a los que conoció y en cuyo honor cantó, pero en su lugar acabó viviendo lo suficiente como para ser maldecido por Franco, que en 1957 le expulsó del diario Arriba pero al que, sin embargo, defendió con gallardía tras su muerte; por el acomplejado y semi-analfabeto Suárez, que en 1980 le expulsó de Prensa de Estado; y por el clero, que prohibió su novela La fiel infantería justo después de que le otorgaran el Premio Nacional de Literatura que no ganó La familia de Pascual Duarte.

Fundador del SEU, el “hecho extraordinario” que cambió el destino de su vida fue escuchar a José Antonio Primo de Rivera, su mayor objeto de admiración y su Julio César, por el que más tarde decidiría alistarse en el Bando Nacional como falangista, para acabar herido de gravedad en una de las batallas más cruentas de la guerra, la de Teruel —muchos creen, equivocadamente, que fue en la del Ebro—, de la que surgirá su primera obra Eugenio o la proclamación de la primavera. García Serrano era, ante todo, un católico, un patriota y un cronista de efigie romana en la mejor estirpe de Tácito o de Bernal Díaz del Castillo. Su serie novelesca sobre la Guerra Civil, al estilo de unos “Nuevos Episodios Nacionales”, es un canto a la guerra y a la época; a la reconciliación nacional y al recuerdo de los caídos. Cuando se cumplió el centenario de su nacimiento en 2017 y los treinta años de su muerte justo un año después, se recomendaron distintas obras suyas —Plaza del Castillo, Las vacas de Olite, La ventana daba al río, Bailando hasta la cruz del sur, Concierto para máquina de escribir y cinco toques de corneta—, pero yo prefiero antes que todas ellas Diccionario para un macuto, su obra más voluminosa, más vitalista y que quizás suponga la mayor sinfonía escrita sobre la Guerra Civil a pie de frente.

Diccionario para un macuto ofrece una perspectiva “de trinchera” o, mejor dicho —dado que la Guerra Civil fue muchas cosas pero en ningún caso una guerra “de trincheras”—, “de frente”, en la que además se recopilan todas las grandes obras sobre la contienda escritas hasta la fecha —1964 en la primera edición—, muchas de las cuales hoy resultan del todo inencontrables. Diccionario para un macuto compone un caleidoscopio que bien puede pasar por novela, la Gran Novela sobre la Guerra Civil, en la línea de lo que Michael Shaara hizo con la Guerra de Secesión americana en Ángeles Asesinos, donde tampoco hay desquite ni resquemor alguno. Diccionario para un macuto supone un texto de raigambre galdosiana o barojiana, pleno de un lenguaje cuartelero y jalonado de expresiones populares cargadas de gracia y de ingenio, y que adereza en su conjunto un anecdotario tabernario digno del gran conversador que debió de ser Rafael García Serrano. El talento visual y verbal de su escritura, cercano a la vanguardia tanto en la forma como en el fondo, era capaz de atravesar las décadas de distancia con el momento evocado para volver a insuflar vida a esos días de guerra que el autor recrea, al más puro estilo cervantino de quién entrega su existencia a un ideal, con un humor desenfadado y acogedor. La variedad de nombres, imprecaciones, motes y chascarrillos recolectados acercan Diccionario para un macuto al costumbrismo de Larra, maestro de articulistas. La propia idea de escribir un Diccionario de argot bélico que en este caso no sigue el orden del abecedario sino un orden más sugestivo elegido por el autor —y que acerca el libro a esas novelas “de protagonista colectivo” como Las noches del Buen Retiro, Petersburgo o Manhattan Transfer—, supone el culmen estilístico de un autor que amaba el lenguaje, sobre todo el de uso popular, a la manera de Cervantes; un lenguaje que recogía y ampliaba, también como Homero, y que acabó construyendo un uso propio e inimitable del idioma español que amplió y dominó como pocos han sabido hacer en las letras hispanas del siglo XX.

Tanto en Diccionario para un macuto como en La gran esperanza, su autobiografía —y Premio Espejo de España—, mis dos obras preferidas del autor, Rafael García Serrano se encuentra, en el momento de escribirlas, condenado al ostracismo. Ya no es el joven prometedor cargado de talento y de trabajo que brilla en sus obras tempranas. Se trata de un autor resignado a haber amado un imposible, a haber dado “la vida y el alma a un desengaño”, el proyecto español de la falange, que sabe que no se materializó y que quizás nunca existió como tal. Pero no se arrepiente en absoluto y volvería a tomar el mismo camino en caso de tener que volver a hacerlo. Esa paradoja barroca y profundamente hispana es la que contagió a su hijo Eduardo —llamado así por un amigo de su padre asesinado y torturado a manos del Frente Popular—, a la sazón un Sancho Panza “quijotizado” en esa escena final ocurrida en 1988, donde, tras pedirle un trago de vino tinto a su hijo, García Serrano perdió la vida en el hospital militar Gómez Ulla de Madrid. El autor navarro de Cuando los dioses nacían en Extremadura murió con 71 años el 12 de octubre, Día de la Hispanidad y Fiesta Nacional de España. Hoy más que nunca es necesario volver a libros como Diccionario para un macuto para combatir la farsa histórica de ánimo revanchista y el español diarreico de importación anglosajona que nos quieren hacer tragar a los jóvenes españoles.

El término “vir denomina lo varonil en cuanto que se referiría a una rectitud que vertebra la masculinidad. Lo viril es lo virtuoso, de forma que “viri” era el nombre que recibía el soldado en Roma. En buena medida, ningún pensador de los últimos siglos ha hecho una apología mayor de la virilidad que Carl Schmitt al postular el concepto de “decisionismo”. Frente a la inconcreción característica del adolescente que Javier Gomá Lanzón ejemplifica con la imágen de un jóven Aquiles confinado en el Gineceo, la necesidad de tomar una postura y definirse resulta clara para Schmitt. Se trata de una postura política que extrae, a modo de consecuencia, del romanticismo estético alemán y su apología del individuo: depurando dicha concepción de todo rastro ilustrado que pudiera tener. Algo que, en buena medida, el pensador alemán había recogido de su admirado Donoso Cortés al considerar que “la excepción en jurisprudencia es análoga al milagro en teología”. Dicho en plata: quien ostenta el poder no puede someter todas las decisiones a sufragio puesto que hay algunas cuestiones fundamentales que deben ser resueltas previamente.

Uno de los mayores continuadores de Nietzsche, el pensador italiano Gianni Vattimo, postuló la idea de que el pensamiento democrático es “un pensamiento débil”. Falto de metafísica y de lo que, en oposición, el inglés Rusell Reno ha denominado, por oposición, “los dioses fuertes”. La identidad, en definitiva, propia de una civilización que ha renunciado a la idea de Padre: entregada a la proliferación de los papás. Así lo denunció Alain de Benoist en un lúcido artículo llamado “El reino de Narciso”. Escribió el filósofo francés: “De esta feminización tenemos ya testimonios: la primacía de la economía sobre la política, del consumo sobre la producción, de la discusión sobre la decisión, la declinación de la autoridad en provecho del diálogo. También la obsesión de la protección del niño, la exhibición en la plaza pública de la vida privada y las confesiones íntimas en los reality de la TV. La moda del humanitarismo y de la caridad mediática, poner el acento constantemente sobre los problemas de la sexualidad, de la procreación y de la salud. La obsesión por las apariencias, del querer agradar y del cuidado de sí mismo. La feminización de las profesiones. La importancia de las tareas de la comunicación y de los servicios. Y la sacralización del matrimonio por amor”.

Según Alain de Benoist, vivimos en “una sociedad dominada por el matriarcado mercantil”. Eso se debe a la hegemonía del narcisismo en nuestra cultura: “El narcisismo produce una obsesión de auto generación, en un mundo sin recuerdos ni promesas, en el cual pasado y futuro se encuentran igualmente replegados sobre un eterno presente en el cual cada uno se asume así mismo como objeto del propio deseo, pretendiendo escapar a las consecuencias de sus actos”. Donde el hombre y lo masculino, por contra, han sido ridiculizados y convertidos en equivalentes de lo desagradable.

Se puede pensar que esa feminización de la cultura es más o menos provocada pero lo cierto es que sus consecuencias son innegables. Lo masculino ha sido demonizado y eso ha provocado que lo femenino pierda su centro y se desequilibre: nunca los hombres parecieron menos a los hombres y nunca las mujeres fueron menos femeninas. Hoy más que nunca la familia, en tanto que núcleo patriarcal de la sociedad integrado por un hombre y por una mujer bien dispuestos, es el eje del despertar espiritual. En la necesidad acogedora de ser madre o en la voluntad paternal de conducir con seguridad una familia se levantan las mejores formas de resistencia contra el Estado y contra los valores promovidos por la Modernidad.

Los arquetipos del héroe y de la madre son sustituidos por una imagen narcisista y consumidora (la de la “mujer liberada” incoada en el Mayo del 68 y el “hombre afeminado” que desde hace décadas se promueve desde el mundo de la publicidad) que nos susurra al oído que ninguna renuncia o sacrificio valen por el placer de la egolatría; algo que es radicalmente falso y que resulta del todo inmoral. Por eso, dentro de la batalla de nuestro tiempo ninguna es tan relevante como la batalla por el ideal de mujer que conforme nuestras sociedades. Hay que liberar a las mujeres del nefasto influjo del Ministerio de Igualdad: a través de la lucha por el imaginario. El feminismo ha provocado, con su guerra contra la maternidad, la infelicidad de las mujeres, el descenso de la natalidad y el incremento del consumo. El hedonismo ha vuelto a las mujeres infelices, resentidas y alienadas: enfrentadas al hombre, a la biología y a su vocación natural. Sólo la familia puede conciliar aquello que el Estado, los medios de comunicación y la intelectualidad espuria han desunido. Los hombres y mujeres del siglo XXI debemos aprender de nuevo a ser madres y héroes o a morir en el intento.

Frente al revisionismo políticamente correcto imperante, una película como El hombre del norte (The northman, 2022) es una cristalización casi perfecta de todo lo anterior: una recuperación del imaginario indoeuropeo para tiempos post-europeos que representa a la madre como bruja y al héroe como guerrero berserker. El mismo reconocimiento sucede cuando se vuelve al texto fundacional de la literatura en español, El Cantar de mio Cid, que relata las gestas en el exilio de Rodrigo Díaz de Vivar. Los valores perennes que encarna el estilo de vida castrense como compromiso de honor con un código ancestral tradicional son, hoy como entonces, el mejor remedio que existe contra la Modernidad. La cosmovisión que esconde tras de sí el guerrero bajo toda apariencia y circunstancia remite siempre a una realidad metafísica que nos impele a luchar por ella. No en vano, como se suele decir, el hombre nació con dos brazos: uno para portar la espada y el otro para portar el escudo. Al grito del guerrero hispano Máximo Décimo Meridio que protagoniza Gladiator (2008), “¡Fuerza y Honor!”.