PALABRAS

PALABRAS

9 de noviembre de 2023 1 Por Ángulo_muerto
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Guillermo Mas Arellano

Ya no se puede escribir otra cosa que una cita de una cita del comentario de Walter Benjamin sobre un cuadro de Paul Klee en el que un ángel aparece mirando hacia el pasado. Y lo cierto es que del pasado menos que de nada se comprende hoy algo. Estamos atrapados en una nostalgia perpetua acerca de algo que estamos lejos de entender bien. Esta es la cita: “Así es como imaginamos al ángel de la historia. Vuelto hacia el pasado. Donde vemos una cadena de acontecimientos, él ve una única catástrofe que no hace más que amontonar escombros a sus pies. El ángel desearía quedarse, despertar a los muertos y recomponer lo que se ha venido abajo”. Pero ¿qué es lo que encontramos exactamente en nuestro pasado?

Es necesario ir más atrás, remontarnos en la corriente incalculable del tiempo hasta una época anterior a la invención de las palabras y de los conceptos, lejana a toda cronología humana y toda capacidad de comprensión terrestre. Se hace preciso cancelar toda noción temporal: en los mitos no es posible diferenciar el antes del después, puesto que todo acontece en un instante único de presente. Por eso tenemos que decir que ningún autor es interesante por sus aclaraciones sobre el pasado, sino más bien por sus revelaciones del futuro. Y que lo que en verdad buscamos estudiando el pasado es precisamente la aparición de alguna de esas revelaciones sobre el futuro. Se trata de un origen abierto a perpetuidad. Qué duda cabe de que aquello que nos aguarda en el futuro no es otra cosa que lo innombrable tal y como está inscrito en el primer fundamento hoy extraviado. Muchos presentimos la magnitud de esa calamidad pero prácticamente nadie sabe decir bien en qué consiste. Hemos perdido la facultad de conjugar ese tipo de habla que en otro tiempo resultó esencial.

El origen no tiene fecha de caducidad: su cualidad de sublime por naturaleza lo posiciona por encima de todas las cosas, en el principio y el final de cada acontecimiento. Y eso es algo que el Progreso nos induce a olvidar, sin resultar claro con el coste que tan profundo acto de desarraigo conllevará. Quizás es por eso que en la Modernidad estamos condenados a añorar algo que no terminamos de conocer, al tiempo que vivimos obsesionados con la perspectiva de un ocaso mucho mayor al que circunscribe a esa cosa tan insignificante a la que llamamos existencia individual. El Progreso y su falsa, degrada mitología ha terminado por mostrar su verdadera faz tras arrancarse esa falsa pátina de optimismo: es la desesperanza total lo que abunda en su interior. La Teología Negativa es quizás la última forma de pensamiento moderno habilitado para comprender el verdadero significado que términos como “nada” o “vacío” tienen dentro del amplio marco de una espiritualidad esotérica. El pensamiento contemporáneo no puede decir cosa alguna sobre cómo de la nada puede surgir algo, y en esas limitaciones elementales es donde se muestra su verdadera faz ignorante, a pesar del progreso puntual que muestra en ciertos ámbitos concretos del conocimiento. Hemos conseguido, gracias al Progreso, reducir la grandeza de nuestro ser a nada, al tiempo que somos escrutados por el vacío, nadeando en una terminología abstrusa que se escurre de renglón en renglón sin llegar a rozar siquiera una partícula de auténtica sabiduría.

Nuestra existencia se encuentra lastrada de un significado verdadero precisamente porque vivimos encadenados a la nostalgia de lo efímero. Buscamos en el pasado el origen extraviado que resignifique nuestro presente, pero no encontramos las palabras adecuadas para conjugarlo y conjurarlo porque hemos sustituido los mitos de la antigüedad por las falsas mitologías del Progreso. La muerte, el no-ser que lo envuelve todo, deja de ser un rito de paso hacia otra vida y se convierte en una gigantesca totalidad que poco a poco lo envuelve todo hasta terminar de consumir la enormidad inabarcable del cosmos. Sin algo anterior al mundo, un ser esencial que resista el paso del tiempo, la totalidad de lo vivo camina a pasos agigantados hacia la destrucción y el olvido: nadie que reflexione seriamente acerca de esto puede resistir una vida ética bajo dicha perspectiva sin enloquecer. El pensamiento contra-ontológico que domina a Occidente desde la segunda mitad del siglo XX en adelante se debe, en buena medida, a ese olvido de la dimensión ontológica del ser humano, a su negación del origen tal y como quedó establecido en nuestros símbolos y mitos fundamentales. Durante algunas décadas el mundo desarrollado ha mejorado su estilo de vida al tiempo que ha cercenado su esencia. Vivimos más pero no vivimos mejor porque hemos perdido el sentido. Las guerras europeas han llenado el continente de cadáveres y, sobre todo, nos han dejado sumidos en una profunda sombra que es tanto epistemológica como metafísica. Desde la batalla de Waterloo en adelante los europeos no hemos hecho otra cosa que vivir a oscuras.

Cuanto más alejados nos encontramos del origen, menos capaces somos de inventar una forma verdaderamente novedosa de hablar a los hombres. Las dos grandes ideologías del Progreso son la del Reino de los Cielos y la de la utopía. Se trata de dos desviaciones del judaísmo, dos secularizaciones progresivas nacidas de una religión que pudo nombrar a Dios y que se creyó capaz de concebir un Gólem igual que el hombre fue concebido antes por un Creador. Su principio de esperanza es humanista por definición: del hombre-dios de los primeros cristiano el universalismo pasó, por medio del socialismo y otros engendros ideológicos derivados de la teología, al dios-hombre que defiende el transhumanismo en la actualidad. La burguesía ha hecho suyo el ideal universalista, sea en su versión religiosa, sea en su versión secular, para mejor propagar a lo largo del orbe una teleología economicista basada en la confluencia entre el Comercio y la Técnica; entre industrialización y especulación. El resultado es el avance imparable del materialismo más desesperanzado desde Occidente hasta el cada vez más degradado Oriente.

El ser humano es un animal de palabra. Su primer cuerpo, su relación con el mundo, está construido a través de una estructura gramatical de oraciones que con el paso del tiempo aprendimos a transmitir de generación en generación por medio del lenguaje escrito. Alentando y transmitiendo ese fuego secreto del lenguaje en el que va inscrito el origen del mundo. La principal particularidad de ese lenguaje es que sabemos conjugar por medio de él aquello que no está presente: el origen que ya pasó; y también, aquello hacia lo que estamos Destinados pero aún no ha llegado. Algo que el mesianismo supo generar orientándose hacia el futuro creando la noción de milenarismo. Bajo la aparente capa de optimismo que luce el Progreso, en realidad hay una profunda desesperanza obsesionada con el fin del mundo. Esas imágenes de destrucción sustituyen paulatinamente nuestra relación verbal con el origen hecho de palabras. Poco a poco el mundo se va inscribiendo cada vez más en un registro de imágenes mientras deja a su espalda el profundo legado de sabiduría que contienen las palabras. El cuerpo verbal es sustituido por el cuerpo visual. La Encarnación del Verbo y sus posteriores secuelas nos dejan poco a poco encerrados en un mutismo creciente. Cuando el mundo deja de ser poético el materialismo muestra su verdadera ambición sobre él: la necesidad de convertirlo en un producto listo para ser consumido en nombre de la rentabilidad.

Desplazada la esperanza del centro de la cosmovisión universalista, a la cosmovisión burguesa le conviene un nuevo ídolo de barro: la seguridad. Conveniente para enlazar al Estado, en cuanto que Leviatán garante de la protección del ciudadano mediante un contrato social, con la Técnica y el Mercado. El individuo moderno se convierte así en un sujeto tutelado para mejor producir y tributar. El marco social, la comunidad, se ve reemplazado por una relación contractual con los distintos mecanismos del Estado. Y el sentimiento de pertenencia se ve sustituido por el de una servidumbre voluntaria conveniente desde el punto de vista material. El trabajo, la propiedad, las demandas del Estado y demás focos de la vida moderna se convierten en la nueva forma de socialización. Para refrendar esta visión del mundo, cada vez más lejana de su origen cristiano y humanista, nacen las autodenominadas “ciencias sociales” como la estadística o la sociología, prestas a llenar el vacío dejado por las formas vetustas de entender la realidad en común. Con ellas la vuelta al hogar poético, forjado a través del ordenamiento de palabras que termina por conformar un recipiente textual del espíritu, resulta cada vez más ardua.

Nadie ha sabido explicar todavía por qué si venimos de la nada no nos hemos quedado varados a perpetuidad, como la lógica más elemental indica, en ella. Los mismos magos negros revestidos de batas blancas de signo tecnocientífico que niegan la existencia de una Creación pretenden erigirse ellos mismos como creadores de una Inteligencia Artificial y hasta de una nueva humanidad hibridada. Nombraron a Dios para mejor destronarle; y han ensoñado al Gólem para poder tutelarle como a un ciudadano más. O, incluso, para ser tutelados por Él, como si de una Segunda Venida gnóstico-materialista se tratara. Las humanidades sirven desde hace centurias a ese juego macabro del demonio: concentrando sus energías en ahondar en lo subterráneo en vez de en aspirar hacia cualquier forma de elevación. La psicología es el cristianismo de los no-creyentes. Su instrumento letal de demolición resulta conveniente para crear sujetos débiles así como para camuflar problemas sociales compartidos y dramas espirituales que surgen a consecuencia de la época. Pretendiendo curar alimentan a la peor bestia de cada hombre: el Ego. A cambio de unos billetes mensuales ese engendro puede desplegar sus traumas para mejor evitar el despertar de aquello que conecta al pobre cuerpo tumbado sobre el diván con lo eterno. El consumo y el trabajo, la producción y la tributación, son los únicos pálidos consuelos de las psiques enfermas, cada vez más encerradas en el egoísmo y, por ende, en la incomunicación. La esquizofrenia del productor-consumidor que es sujeto y objeto de sus Amos tecnocientíficos escogidos, nos dicen, es la mejor solución para todas nuestras patologías. No saben que el Amor, el contacto con el Otro, haría por ellos aquello que el terapeuta o la comunicación no pueden hacer: ayudarles a trascender su repugnante ego.

En el Antiguo Testamento Dios le concede a Adán la posibilidad de nombrar el mundo sin saber, quizás, o sabiendo ya de antemano, puesto que para eso es Dios, que algún día los hombres le darán el nombre de Yahvé a él, y que en ese acto de nombrar, indistinguible al de poseer, estarán arrancándole su legitimidad divina y, con ello, su propia esencia de Creador. En otras palabras: el verbo, en lo relativo al Origen y al Padre de todas las cosas, es lo que habilita una potencial conversión del hombre en el centro del Universo. Solo que, con la pérdida del lenguaje, incluso del intelecto, por parte de las distintas generaciones humanas de deicidas posteriores a ese acontecimiento trágico en el devenir del mundo, puramente característico del Kali Yuga, incoa una época en la que la técnica alcanza un estatus ontológico independiente al de los hombres y, con ello, aspira a destronar la visión humanista del Cosmos para a cambio encontrar una visión posthumana más ambiciosa. Porque también la máquina puede someter al hombre con sus propias herramientas. Es el mitologema de Prometeo, del monstruo de Frankenstein, la terrible historia de la Caída en la que el creador humano termina por arrepentirse de su soberbia infernal. Lo único que puede salvar al hombre de ese escollo se encuentra en aquello que lo precede y que está por encima de él: la metafísica codificada en verdaderos mitos, en símbolos de poder, en llaves que conducen hacia el origen extraviado.

Eliminar la perspectiva metafísica del mundo ha supuesto eliminar toda posibilidad de otredad que haga salir al hombre de sus propias limitaciones espacio-temporales. De la fe en un Reino de los Cielos se pasó a la fe en una utopía terrenal para acabar redundando en la imposibilidad de cualquier tipo de esperanza. Todas las religiones tienen, más allá de sus diferencias exotéricas, un fondo esotérico común que el arte y ciertas sociedades secretas también han manifestado de forma más iniciática. Cancelar toda metafísica del pensamiento humano, por medio de la formulación, a partir de Kant, Comte y de Darwin, de una filosofía racionalista y de una ciencia profana, nos alejó de toda apertura trascendente a ese gran Otro que puede otorgarle sentido existencial a las peripecias del ser humano como individuo particular y como conjunto a través de las épocas. El pecado del pensamiento humano consiste en que ha pasado de comentar mitos a generar sus propias versiones degradadas de una versión secular y desnaturalizada de esos mismos mitos. Olvidando, en el camino, su trasfondo metafísico profundo. En el mundo metafísico de la Tradición cada objeto, animal o elemento de la Naturaleza tiene su propia esencia profunda, su deidad escondida, su ser eterno; todo eso es arrancado en el mundo materialista, donde todo lo existente se encuentra despojado de luz y, por lo tanto, sumido en la más profunda de las tinieblas. Lo que tiene un claro parangón lingüístico: la caída en el relativismo entre el significado y el significante.

El lenguaje se ha pervertido hasta verse reducido a una simple herramienta de masturbación posmoderna. Ya no poetizamos: nuestras obras literarias y nuestras interacciones comunicativas ahondan cada vez más en la grisura autista del sujeto aislado que se pajea sobre la página en blanco o en el formato audiovisual más conveniente. Hemos sido arrancados de la Naturaleza para a cambio caer en brazos de lo artificial y ya no sabemos salir de nuestro propio laberinto de artilugios asfixiantes. Por eso cunden la medicación y el entretenimiento, fármacos de la época que dejan en agua de borrajas las mentiras antaño arrojadas desde el púlpito eclesial, como formas de escapismo del horror existencial. Nadie habla de los costes del Progreso: salud física amenazada por unos daños que nadie se atreve a calcular; y, sobre todo, daños espirituales cuyas resonancias profundas aún no somos capaces de evaluar. También la promesa burguesa del confort y el bienestar ha tocado a su fin: depauperación material y angustia existencial que el ciudadano medio apenas es capaz de disimular. Con el poco futuro imaginable empeñado en nombre de los siempre postergados frutos del Progreso, que de momento sólo hace que brindar formas cada vez más rimbombantes y pirotécnicas del encadenamiento forzado. El sacrificio no es una vuelta ritual al origen, sino su sacrificio en nombre de un culto ancestral cuya vertiente esotérica nunca llega a ser revelada con total claridad.

Al perder toda esperanza de autenticidad, todo motivo justificador de la vida, hemos quedado varados en las etapas subterráneas del ser. Ni siquiera somos capaces de alcanzar lo trascendente a través de lo inmanente: el psicoanálisis y las ideologías nos han sumido en los apartados más bajos y desprovistos de sentido de la existencia humana. Las grandes religiones han claudicado de sus principios tradicionales; y los nuevos cultos resultan confusos en sus formas exotéricas y vacíos en su contenido esotérico profundo. El arte ha sido devorado por el periodismo y la industria. Y las sociedades secretas, lejos de ser recipientes de un hermetismo sacro procedente del Antiguo Egipto o de la Grecia Arcaica, son en buena medida generadoras del problema gracias a su maltrecho paso de la metafísica especulativa a la metafísica operativa, para acabar redundando en las mayores aberraciones seculares modernas. Todo ello se debe a un alejamiento de las sociedades modernas hacia sus poetas; y de una incomprensión de esos mismos poetas hacia los mitos fundacionales en los que está inscrito el origen metafísico del mundo. Por eso es que lo más interesante del pensamiento moderno es la deconstrucción, que no tiene ni principio, ni final, ni fundamento, sino únicamente negación a partir de un discurso ajeno. Escribe George Steiner: “en la deconstrucción derridiana no existen ni padres ni principios”. Para el sujeto moderno una construcción poética no es otra cosa que una manera de escapismo no muy distinta, aunque sí mucho más exigente, de la ofertada por las distintas variantes disponibles de realidad virtual.

Toda palabra remite a un concepto previo, a un conjunto de habla ya estipulado en el que busca inscribirse; y sin embargo, ya no hay perspectiva celestial o utópica para el común de los mortales; su contenido esotérico y hasta gnóstico se encuentra reservado para una minoría neo-ilustrada de sacerdotes seculares. El común de los mortales debe conformarse con la mera comodidad que el Mercado, la Técnica o el Estado brindan con sus supuestos avances. Pero nada en esa renuncia escatológica puede ser inocente: en el subsuelo de las mega-urbes modernas crece un gigantesco continente de terror bregando por emerger. Nuestros ojos buscan el comienzo en busca de un marco al que poder agarrarnos; aunque el intento de salvación resulta vano, puesto que todas sus tentativas de arraigo resultan inútiles. Estamos condenados a mirar al pasado sin saber bien qué es lo que hemos perdido en él. Quizás el deseo por enfrentarnos al futuro. Nuestro conocimiento preciso del mundo crece a cada hora mientras que nuestra sabiduría general sobre la existencia merma y se resiente de forma exponencial a cada instante. Los mitos de la tecnociencia resultan vanos porque carecen de vida ni están abiertos a la trascendencia. La creencia de que el Universo parte de la nada ya nos coarta a la hora de aspirar a algo más elevado que el más ramplón de los nihilismos. No hay ser posible en aquello que simplemente está. A nuestros contemporáneos sólo cabe espetarles: ¡disfruten de lo cosechado! Todas las renuncias de la Historia reciente terminan por hacer llegar su factura. Al menos tengan la decencia de hacer llegar al verdugo las 30 monedas de rigor que exigen sus emolumentos.