MARAVILLAS Y PUERTAS
28 de septiembre de 2024Lecturas totales 847 , Lecturas hoy 22
JOAQUÍN ALBAICÍN
Había dedicado la mañana a leer la correspondencia -de finales de los años 40 o principios de los 50 y publicada en un número reciente de La Puerta– entre Louis Cattiaux, aquel pintor que devoraba viejos tratados de alquimia en la Biblioteca del Arsenal de París mientras mordisqueaba manzanas, y el Barón belga Emmanuel d´Hooghvorst, quien había llegado a venerar a Cristo a partir de su devoción por la mitología grecolatina y, por entonces, vivía entusiasmado con El Mensaje reencontrado, el libro que su amigo estaba entonces a punto de publicar. Además, Cattiaux le vaticinaba que el Conde de Cagliostro -fallecido hacía más de medio siglo- estaba para aparecérsele en cualquier momento con la encomienda de hacerle entrega de la piedra filosofal. En estas misivas encuentra uno frecuentes alusiones a las sociedades secretas y al don de d´Hooghvorst de recibir sueños proféticos. “Dime francamente”, le escribe Cattiaux, “qué tipo de sueño tuviste conmigo. Eres muy receptivo y mediúmnico y captas muchas cosas ocultas … Eres muy afortunado de tener sueños iniciáticos”.
Sumergido andaba como lector en ese mundo cuando llegó a mis manos El espejo de lo maravilloso, un ensayo publicado por Atalanta de un contemporáneo de ambos, Pierre Mabille, médico y estudioso del esoterismo interesado como los antedichos en Nostradamus, la alquimia y lo onírico, en la astrología y la geomancia, en el vudú y la Cábala y amigo de los surrealistas, de cuyo grupo puede decirse que formó parte con sus aportaciones a la revista Minotaure. De hecho, es André Breton -quien se refiere a él como “hombre de grandes secretos”– el prologuista de la obra. Es curioso que no se incluya en ella ni una foto de un hombre que a buen seguro llevó una intensa vida social y que una búsqueda en el ciberespacio apenas arroje resultados, más allá de unos pocos retratos en formato podríamos decir que de fotomatón.
También la obra pictórica de Cattiaux presenta notables concomitancias estéticas con la de los surrealistas. Es sólo una entre muchas coincidencias y caminos que se cruzan, porque no había para Mabille, que se inclinaba, como Ramana Maharshi, a “no separar nunca el sueño del acto consciente”, ninguna diferencia “entre lo perceptible y lo imaginable”. Lector y sagaz intérprete de Lewis Carroll, sentíase seducido por el infinito sartal de preguntas inquietantes que inevitablemente suscita ver la propia imagen reflejada en el espejo, donde a veces aparecen “imágenes que no se corresponden con ningún objeto exterior” -a los espejos está dedicado otro número de La Puerta– y son como espacios sobre los que uno se yergue -o se apoca- cara a cara con el intramundo, el inframundo y el trasmundo.
A Mabille le interesaban las hadas, como a d´Hooghvorst, y no escatimaba crédito -como tampoco Cattiaux- a ciertas videntes, como aquella mujer que allá por 1938 se apareció en la carretera a varios intelectuales de Montmartre para anunciarles la inminente muerte de Hitler. Y su libro es en buena medida una miscelánea de fragmentos comentados procedentes de obras tan de nuestro gusto como Las Bodas Químicas de Christian Rosenkreutz, las Leyes de Manú, Isabel de Egipto de Ludwig Achim von Arnim o El monje de Matthew Lewis.
Señalaba entonces la aún hoy vigente “antinomia definitiva entre los caminos de lo maravilloso y los de las ciencias” debido a “la profusión de interpretaciones erróneas” achacables a la ignorancia de unos profesores a quienes no “parece necesaria ninguna transformación interior para comprender un teorema o seguir una curva en el espacio”. Y que las imágenes universales recurrentes perpetuadas por el folklore en forma de cuentos de hadas y canciones son para quienes sepan abrirlas, subraya, una de las más notorias puertas hacia lo maravilloso. ¡Nosotros aún recordamos los tiempos en que salíamos a la calle sin ninguna clase de teléfono encima, a pecho descubierto, como salía Pierre Mabille… y los añoramos!
Fue, pues, la mía una mañana plácida, sugerente, verdosa y en la que, antes de ordenar servir al gato su pertinente lata de sardinas, terminé preguntándome por qué costa sería en esta temporada la más idónea para esperar rescatar de sus aguas alguna de las vasijas de cobre en las que, con sello de plomo, encerró Salomón a tantos de los genios rebelados contra él. Formulé mis consultas y aguardo respuesta de un momento a otro.