FOTONOVELAS DE AYER Y HOY
25 de julio de 2022Lecturas totales 1,481 , Lecturas hoy 1
JOAQUÍN ALBAICÍN
Fue a los once años y en el colegio cuando, ayudando en la biblioteca junto a un compañero de clase al anciano padre Manuel Crespo, nuestro profesor de historia, empecé a leer compulsivamente las novelas de Harry Stephen Keeler, un escritor de Chicago autor de argumentos policíacos delirantes y disparatados, sin pies ni cabeza, pero en los que sentía yo latir una lógica y coherencia tan irrebatibles como formalmente inexplicables. De una novela suya salía enganchado de antemano a la próxima aun sin, en el fondo, tener claro dónde y cómo encajaban entre sí los personajes que desfilaban en retahíla por sus páginas, dando forma -en un engarce de situaciones tan solemnes como ridículas- a una suerte de amalgama entre los Hermanos Marx y Fu Manchú. Leí todas.
En ellas pasa un poco como con El sueño eterno, una película de la que se ha dicho que ningún espectador ha abandonado el cine sabiendo en verdad de qué iba, lo que no obsta para considerarla un clásico. Cierto que por el momento -tiempo al tiempo, pues murió en 1967, ayer como quien dice- nadie atribuye esa condición a ninguna obra de Keeler, quien, según acabo de enterarme, pasó un año de su juventud como interno en un manicomio, lo que sin duda reforzó su talento. Pero debo decir, y quizá me convierta con ello en un precursor, que el capítulo de su novela Los cinco budas de plata titulado El caso singular de un tal Cedric Van Allen, ingeniero de África del Norte que compró el tercer buda me parece no sólo uno de los mejores relatos que he leído en mi vida, sino también un hito en la historia de la filosofía. Debe leerlo todo hombre con acusada tendencia a idealizar a su primer amor o, en general, a la mujer de sus desvelos.
Me he acordado de Keeler no sólo por haber hace poco vuelto a asomarme a sus inimitables novelas, ideales para sacar pecho y quemar toxinas si son leídas en Extremadura a más de cuarenta y seis grado centígrados a la sombra, sino por la salida a las librerías de Los asesinatos silenciosos, una publicada por Siruela a A. G. Macdonell, escocés nacido en India que la escribió en 1929, cuando ya tenía Keeler dos o tres en el mercado. Es una trama policíaca por la que pulula también gente con la que nadie cuenta, que nadie sabe a santo de qué aparece, que entra y sale de escena a un trepidante tuntún y en la que las situaciones saltan en cuestión de apenas un párrafo de una ciudad -o país, o continente- a otra, un señor se enamora de una señora sin razón plausible para ello, los vagabundos gastan comportamientos propios de potentados y los aristócratas se mueven por la vida con aires de Batman y Robin. Menos mal que, para poner un poco de orden, el asesino va numerando los cadáveres dejando junto a cada uno el correspondiente papelito.
¡Cierto! ¡Verdad de la buena! Los asesinatos silenciosos acaba de salir, arropado por esas cubiertas pulcras y nuevecitas que distinguen a Siruela, y los libros de Keeler viven en mi mente asociados de modo reflejo a la aspereza de sus tapas y la indestructible capa de polvo propia de las librerías de viejo. Y sí, el de Keeler es un mundo de restaurantes chinos, tatuajes enigmáticos, tiendas de antigüedades, redacciones de periódicos cutres y chicas guapas que no se enteran de lo que es el amor ni de qué hombre les conviene, y el de Macdonell uno de estaciones de tren, coches a manivela y oficinas de correos en una Inglaterra rural donde la atracción entre hombres y mujeres brilla por su ausencia. A uno le tira Capone y al otro Holmes. Pero a ninguno de los dos, miren ustedes, se puede dejar de leerlos, como no se puede dejar de ver hasta el final La ruta de Corinto de Clouzot, o esa de Mireille Darc, La rubia de Pekín, pese a que casi cada frase de los personajes deja al espectador perplejo. ¡Y es que nada hay, a veces, tan gratificante como una buena tomadura de pelo! Y no puede ser casual que, en el mismo año en que Macdonell repartía cadáveres numerados por una campiña inglesa que, la mires por donde la mires y no me preguntes por qué, te lleva directo a Sudáfrica y países aledaños, contribuyera Keeler con Los cinco budas de plata a la divulgación del Óctuple Sendero situando estatuillas de su fundador por las casas de subastas y las cajas fuertes de Chicago.
En nuestros días, una apuesta estética con tanta fuerza y dotada de tan notable complejo de superioridad sólo la he encontrado en la fotonovela Mondo difficile de Germán Pose, en especial en uno de sus capítulos, cuya moraleja viene a ser: “Ni se te ocurra liarte con una mujer que haga senderismo”… En ella no seguimos -como en Keeler- los pasos a periodistas de la Gran Depresión ni -como en Macdonell- saludamos a detectives eduardianos, pero sí disfrutamos de las dotes dramáticas de -entre otros- Javier de Juan, Alberto Gómez Font, Ambite de Los Pistones o Juan Estelrich, viejos lobos de aquella revista llamada El Canto de la Tripulación, gente a la que se puede considerar a grandes rasgos seria pero, al tiempo, rebosa capacidad para, en cierto momento, como sucede a los personajes de Keeler o Macdonell, transformarse en fugaces iconos, imágenes congeladas y perfiles fetiche a los que cualquier café cantante en decadencia contrataría para salvarse del cierre. No en vano Germán Pose, además de ser un guionista de altura, atesora más que envidiable experiencia en hostelería desde que abriera Chenel, aquel bar de copas que se llenaba hasta la bandera los domingos tras la corrida de Las Ventas o en aquellas madrugadas en que seguíamos en directo los combates de Poli Díaz.
Está claro que la coincidencia de este retorno mío a las obras de Keeler con la publicación prácticamente al unísono de Los asesinatos silenciosos de Macdonell y Mondo difficile de Germán Pose tampoco puede, querido Íker, de ningún modo ser casual. Es un misterio que hay que escrutar e investigar hasta descifrar sus claves y dejar al descubierto sus trastiendas oscuras. ¿Por qué los asesinatos de Macdonell son silenciosos? ¿Por qué los budas de plata son cinco, y no cuatro ni seis? ¿Por qué ha de rehuirse todo revolcón con una mujer adicta al senderismo? Hay aquí mucho bacalao que cortar. ¡Ayúdanos, Íker!