BANINE Y LEHANE

BANINE Y LEHANE

2 de octubre de 2023 0 Por Ángulo_muerto
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JOAQUÍN ALBAICÍN

  Me place a esta hora, sepa o no el porqué, emparejar aquí una ciudad y un escritor de ayer con otra ciudad y escritora de hoy o, en el caso de la segunda urbe, con una metrópoli sumida en los 90, años que, siquiera sea por querencia, algunos -Sin creernos por ello obligados a dar explicaciones a nadie- seguimos o apetecemos continuar sintiendo como nuestro hoy. Nos autopercibimos en los 90, y ya está.

¿Quién me brinda la ocasión? Pues acaba de publicar Salamandra Black la nueva novela -gracias, Claudia Cucchiaratto- de Dennis Lehane, o nueva aquí, pues en rigor fue la primera por él escrita, un relato de todas, todas para ser leído junto a la piscina… aparte de por mi suegra haberme convencido hace tiempo de que la piscina no es menos bien de primera necesidad que el pan o el agua potable, por razón de que -pese a desarrollarse su argumento en los hoteles de lujo frecuentados en Boston por los políticos, contrapunto de los fumaderos de crack de los ghettos de pandilleros- no deja de rezumar ese aroma a Florida -y, por tanto, a piscina- de la anterior suya leída por nosotros -Ese mundo desaparecido, una de gangsters de Tampa- y también aroma al Harper playero al que diera vida cinematográfica Paul Newman… Y ello pese a transcurrir, ya digo, en aquella década en que aún nos manejábamos con los ademanes y recursos de una cierta cultura y recordábamos todos una película titulada El hombre elefante que a la gente ahora de treinta o treinta y cinco años no le suena.

  Si esta Un trago antes de la guerra de Lehane hay que leerla a la vera de la piscina y en período electoral, pues nos subraya a qué sirven en realidad los partidos y sus congresistas, lo nuevo que de parte de Siruela nos manda Elena Palacios de Banine -el segundo volumen de sus memorias- hay que leerlo en el Orient Express, ese tren del que ya sólo subsiste un remedo pijo en cuyo interior -algo impensable en el de verdad- no se permite fumar. ¡Soberana mentecatez! Porque, ¿cómo iban el Aga Khan, Marlene Dietrich, Stefan Zweig, Hércules Poirot, Mauricio Wiesenthal -quien mejor ha “biografiado” al Tren de Trenes– o la propia Banine a haber viajado en un convoy de lujo en cuyos vagones rigiera la prohibición del uso del tabaco?

  ¡Los días de París, que sigue a Los días del Cáucaso! Así se titula. Banine, su autora, fue -ya lo saben ustedes- una hija y nieta de magnates del petróleo azerí empujada por la Revolución de Octubre al exilio y a cambiar el velo islámico por las pasarelas de moda de París, donde llegó en verano y vivió en el 40 de la Rue Lauriston, por lo que fue vecina de mi tía María Dalbaïcin y su marido Aimé Simon-Girard, a quienes debió conocer. Aquel dramático, pero sofisticado encuentro de civilizaciones a orillas del Sena al que la pesadilla leninista catapultó a los emigrados rusos tiene, cierto, poco en común con el choque entre bandas y los chistecillos racistas del Boston de Lehane, triunfador en el cine al ser llevados a la pantalla títulos suyos como Mystic River o Shutter Island. De hecho, los personajes de Lehane -coreografías del dolor, cicatrices que nunca desaparecen- se preguntan: “¿Esta es mi vida?”… en tanto Banine se limita a, sin acritud ni depresiones, contar la suya, fluyente a un son mucho menos truculento.

Por eso Lehane, en una entrevista de hace un par de años y para referirse a las razones de ese tremendismo que caracteriza a los subsuelos -tanto a los de los potentados como a los de los desheredados- de la sociedad occidental, se pronunciaba: “Somos la cárcel en que estamos prisioneros”… Para Banine, que no anhelaba secuestrar y violar niños, la cárcel de la que huir se limita a algo tan prosaico -pero con su maravillosa prosa, claro- como un matrimonio sin sentido, un primo tonto, un padre que sólo ganaba jugando al solitario… Y, si en los suburbios de Boston cantan a cada rato su tétrica serenata las armas automáticas, lo más arriesgado que hace en su París Banine es ver a los emigrados caucásicos bailar la danza del puñal en las fiestas de un Montmartre donde torea de salón entre ovaciones un pintor español que llama de usted a los gatos.

Los protagonistas de una y otra novela afrontan migraciones derivadas, claro, de muy dispares circunstancias. Mientras los de Banine pasan de vivir en la opulencia a la necesidad de, en otro continente, ganarse el pan por medio de esa desconocida habilidad llamada trabajo, los de Lehane son descendientes de africanos arrancados de su tierra por el cuello para mudar la libertad por la esclavitud que ahora, cada vez que su ghetto sucumbe a la especulación codiciosa de los ricos para ser reciclado en un barrio normal de la ciudad, “emigran” a las viviendas ruinosas y deshabitadas de los territorios colindantes, acomodadas como su nueva reserva india de protección oficial. Su danza del sable es un hip hop a cuyo compás jamás bailaron Grandes Duques de Armenia o Georgia. Tampoco ninguno de esos emigrantes cíclicos hijos de la miseria es amigo, como lo fue Banine, de los equivalentes en el Boston de los 90 de Marguerite Yourcenar, Ernst Jünger, Paul Éluard, Ivan Bunin o Marina Tsvetaieva.

Su ambiente es otro, mas, para compensar tal falla divisoria, Banine no tiene a mano la menor oportunidad de triunfar realmente en el Séptimo Arte o la television, al revés que Lehane, que escribe sus novelas pensando en Di Caprio, Kevin Bacon o Laura Linney. Porque lo de Banine, no existiendo ya -aparte del Orient Express ni Greta Garbo, ni Claudette Colbert ni Charles Boyer carece de todo sentido pensar en llevarlo con propiedad a la pantalla, grande o pequeña.

Son los personajes de Lehane y de Banine gente que viaja o a la que -más bien- viajan, pero muy distinta entre sí. La historia de unos y la de los otros puede, sin embargo, resultar igual de fascinante de ser, tal es el caso, narrada por plumas dotadas del embrujo del arte, destellante en las tres páginas en que Banine recrea el clima de los cabarets gitano-rusos de París, como aquel Scheherezade -número 3 de la Rue de Liège, abierto todos los días desde las diez de la noche hasta el amanecer- en que se inspiró Anatole Litvak para su -nuestra- Anastasia de 1956. En sitios como aquel no tomaban copas los detectives de Dennis Lehane ni trapicheaban ni soltaban bravatas sus camellos. ¡Los porteros -antiguos coraceros de Nicolás II y algunos, lo más seguro, cosacos ucranianos conscientes de la catástrofe a que ha conducido a su patria la sangrienta mascarada puesta en pie para salvar al hijo de Biden las dolidas posaderas- ni siquiera hubiesen dejado franquear su umbral al congresista estadounidense que, en su novela, pone cara a la corrupción sistémica!

Las páginas de estos dos relatos -uno para leer en sudadera, el otro mientras fuma uno un khedive– sí son, en cambio, pórticos a atravesar por todo degustador de la buena literatura, viva o no en los 90 o los 20 y 30 del pasado siglo nuestro. Nadie, pase crack o hable ruso, le prohibirá la entrada. Es más, yo mismo les invito a traspasarla.