UN SUSPIRO POR RAFAEL CHICUELO
4 de abril de 2023Lecturas totales 1,620 , Lecturas hoy 1
JOAQUÍN ALBAICÍN
Foto Zouda. Archivo Familia Chicuelo
Cuando empiezo a escribir estas líneas Rafael Jiménez Chicuelo yace ya sedado, a espera de que el Ángel acuda a su lecho para conducirle junto a quienes fueron sus padres terrenales y al lado del Padre Eterno de todos nosotros. Ha disfrutado de una buena vida, marcada por la nobleza de su carácter, el amor de la familia y el arte por él sentido y portado como un tan natural don como la respiración.
Vástago de un torero imprescindible y pródigo en maravillosas intuiciones, Rafael se alzó a mediados de los años 50 como la gran esperanza novilleril de la afición sevillana y madrileña. Rafael El Gallo aseveró a Carnicerito de Málaga en la terraza de Los Corales que él, Chicuelo, era el novillero al que entonces había que ver, y por eso ya anciano viajó hasta Madrid para no perderse su debut en Las Ventas incensado de corazón por la pluma de Cañabate. ¡Triunfal fue asimismo su repetición en la Corte! La empresa de Sevilla lo había acartelado antes con un Chamaco que bajaba de Barcelona con carisma y vitola, y ambos salieron a hombros en tarde en que los cronistas se acordaron de Murillo y de Dalí. Fue en aquella arena y bajo aquel cielo de 1956 en que Gómez Bajuelo escribió que el toreo de Rafael Chicuelo “embriaga sin saciar, como un néctar angélico”...
Desde muy joven y de la mano de la leyenda que fue su padre, vivió Rafael las fiestas de Pepe Marchena y El Sevillano y las de cante azabache de Pastora y Tomás Pavón y La Moreno y las de los muchos flamencos que al amanecer recalaban a desayunar churros y tomar la penúltima en Los Majarones, el bar abierto por su progenitor en aquella Alameda en la que hasta hacía poco había vivido también Cagancho. Además de con El Gallo, se juntó también mucho desde muy joven con Manuel Ortega El Del Bulto, padre de Caracol y de quien guardaba anécdotas para llenar tres libros.
Supersticioso y genial, cazador con reclamo, nazareno del Gran Poder, comensal y anfitrión insuperable, albergó siempre en el pecho y en los avíos de torero, sin darse cuenta, las especias postreras esparcidas por los Gallos, Manolo de Huelva o Ramón Montoya en esa Alameda de Hércules de la que también él fue pilar y ciudadano ilustre.
Es por ello que, en una finca cerca de Sevilla donde acababa de matar un toro su hijo Curro, fue protagonista de uno de los más grandiosos momentos de torería contemplados por mis ojos. Se ponía el sol bañando de dorados y ocres los matorrales, dos avestruces ceñudos nos observaban y Rafael se abrió de capa. Le embestía haciendo de toro otro matador, Rafael Torres, y Chicuelo, el gran orfebre del oro fino, remató dos sedeñas verónicas con una media excepcional, inimitable, soñada en el Confín del mundo. ¡No le hacía falta ni toro! ¡Qué artista más grande! Ese mismo día, al rato de la media para la Historia, los diez o doce que íbamos hubimos de salir de un bar de Almadén de la Plata poco menos que huyendo de un enano con brazos de gorila que quería zurrarnos a todos porque le habían despedido de una cuadrilla de toreros cómicos o algo así. ¡Surrealismo! ¡De nuevo Dalí alternando con Murillo, como en el 56!
Durante unos años -con Curro Puya, Chaves Flores y Tito de San Bernardo- impartió Rafael clases en la escuela taurina de Sevilla, mas me temo que lo atesorado por él -el mejor par de muñecas de la historia del toreo junto con las del Divino Calvo, me dijo una vez Paula– era de la naturaleza de lo innato, perteneciente al dominio de eso no susceptible de ser enseñado. No es de extrañar que las figuras que en los ruedos y la calle alternaron con él -Curro, Camino, Litri, Ordóñez, César Girón, Manolo Vázquez…- no sólo le hayan querido, sino también admirado.
Mientras proseguimos escribiendo estás líneas, ya ha descendido y llegado el Ángel a despertar a Rafael. Curro Romero está en La Algaba, donde hoy le alzan una estatua en bronce, y se ha enterado… Rafael… En una corrida de 1960, con Ordóñez de padrino, ofició como testigo de la alternativa formal y, sobre todo, sentimental de Joaquín Cagancho hijo en San Feliu de Guíxols. Algo antes, en el 58, año de su alternativa y confirmación y justo cuando escalaba sin temblarle el piolet hacia la cumbre, las astas de los toros le habían castigado con gran dureza, retirándole por un tiempo. Vinieron años de asueto y paseíllos esporádicos, con una buenísima temporada azteca enmedio… hasta el espejismo de una breve reaparición en 1980 por insistencia y de la mano de Curro.
Van acercándose al velatorio las figuras –Espartaco, Dávila Miura, Emilio Muñoz…- a presentar sus condolencias a la familia de quien hasta hace sólo unas horas era el decano de los matadores hispalenses y en cuya casa sigue el dormitorio de plata maciza forjado para la Reina de Inglaterra y que al final se quedaron sus padres. Ahora, ocho de la noche y con Carmen Tello del brazo, entra Curro y una luz especial lo invade todo. ¿Qué luz es esa? Es el resplandor de Júpiter, el padre de los dioses de Roma que viene a despedir con un hasta pronto al amigo del alma y veroniqueador de excepción alumbrado por Dora La Cordobesita a la vera de las Columnas de Hércules. ¡Ya puede partir Rafael con el Ángel, ya todo está hablado en el Olimpo! Quedan aquí sus hijos para cuidar de sus aves y seguir contando a la posteridad cómo fue lo de aquellos naturales a Corchaíto que cambiaron para siempre el toreo en la tarde de la confirmación de Vicente Barrera, y las hazañas mexicanas con Dentista y Lapicero, reconstruidas y archivadas en su corazón por un hombre que, con la dedicación de un Giordano Bruno, consagró buena parte de sus alientos al arte de la memoria.
Venido al mundo en una familia y una casa con historia y aroma, deja Rafael entre sus paredes y en los día a día futuros de los suyos el poso de un perfume, el de sus abaniqueos renacentistas con la muleta y el del brillo picaresco de sus ojos claros, abono eterno para el solar de dioses del cante y del toreo que es esa Alameda hasta la que un día, ya lejano pero inolvidable, la afición le portó en volandas y entre vítores desde una Maestranza contigua al río en cuyas aguas verdes aún se reflejan sus lances de capa…
¡Buen viaje al Olimpo y hasta siempre, Rafael!