LA MANDARINA DE SAMBALPUR
21 de marzo de 2023Lecturas totales 1,377 , Lecturas hoy 1
Joaquín Albaicín
¿Se puede usar una grúa para pelar una mandarina? Obvio que no. ¡Le quitaría todo el encanto! Por eso me sigue gustando transitar -y que se me ayude a ello- por paisajes hoy utópicos que antaño fueron normales. Porque pasa con muchas cosas más, no sólo con la mandarina, el tocino y la velocidad, en un mundo movido por un inaudito, histérico y devastador impulso institucional hacia lo absurdo donde han sido anatematizados los cuentos de hadas y, como ideal, el sapo ha reemplazado al príncipe. Muy comprensible es -¿verdad?- que quiera uno huir de un panorama donde hay -lo he leído- hasta reinas ateas.
Porque una reina atea, debe decirse, vendría a ser como una reina con las trompas ligadas, si no peor, pues a la postre siempre un sobrino, hermano o primo del rey puede, a la muerte de éste, liarse el armiño y ceñirse a las sienes la corona y salvar la continuidad de la dinastía en el trono, en tanto una reina atea vendría a ser como una reina de Podemos o un rey de Queremos, un querer y no poder, un error tan grave como innecesario, pues sólo puede atraer hacia su país la ira del Cielo, desgracias e ignominia, empezando por la conversión del pueblo en rezongante piara. Es por ello que, para evitar que tales cosas acaezcan, la maharani de Sambalpur -ejemplo a seguir- acude cada mañana, a la salida del sol, a rendir culto en el templo.
Este reino, mencionado ya por Ptolomeo como Sambalaka y rico en minas de diamantes, no cae por el norte de India, del que se acuerda Jerónimo Maya en los Tangos del Punjab por él grabados hace poco, más o menos coincidiendo con las noticias literarias de Sambalpur que motivan estás líneas y algo antes de salir a la calle Pureza y solera, su nuevo disco con Satélite K. Queda, en efecto, en el este, pegado a la bahía de Bengala. Pero es -era- un Estado principesco donde, al ver pasar el cuerpo del rey mientras es conducido hacia la pira funeraria, los elefantes lloran, como sin duda harían también los de Punjab de escuchar esos tangos de Jerónimo.
Y es que, ¿cómo no se va a llorar por un maharaja que rompe en sollozos cuando se entera de que ha sido asesinado uno de sus hijos, pese a tener tres legítimos y en línea de sucesión y otros doscientos cincuenta y seis más con sus concubinas? ¿Por hijos será? Pero aún así, no deja de derramar lágrimas por él ni de ordenar descubrir al criminal que se lo arrebató… Tampoco sería normal que la maharani no presentase cada amanecer sus respetos a los dioses en un reino conocido desde hace siglos como uno de los principales centros del culto a Jagannath, manifestación de Vishnú. Con mayor motivo en un lugar donde los maharajas son por tradición cazadores de tigres, como en cualquier otro reino serio y de verdad, pues deber de cuna de todo monarca es -si de garantizar la estabilidad del país y la prosperidad de sus súbditos se trata- enfrentarse a fieras y, de ser menester, incluso a dragones y demás criaturas mitológicas. ¡Sólo una sociedad tan enferma como la occidental de hogaño puede concebir que la decadencia de un monarca dé comienzo con la caza por él de una fiera!
Allá por 1920, en tiempos de la Compañía de las Indias Orientales y del Jorge V que abandonó a su suerte a Nicolás II y su familia, tuvo lugar -era a lo que íbamos- un asesinato en Sambalpur, o eso imagina Abir Mukherjee en Los príncipes de Sambalpur, segunda novela por él dedicada -con Salamandra, como El hombre de Calcuta– a las andanzas detectivesca del opiómano capitán Wyndham. Y en la que vuelve éste a protagonizar la sucesión de lances mano a mano con la hermosa angloindia Annie Grant, a quien bien podría poner físico Gal Gadot en caso de llegar estas novelas a la pantalla en formato de serie, en la que desde luego, de firmarse ese contrato, no debería faltar un papel -el de la maharani– para Shabana Azmi, descubierta por Satyajit Ray en Los jugadores de ajedrez, a quien también vimos en La noche bengalí -una adaptación de la novela de Mircea Eliade- y, por encima de todo, una de las más bellas mujeres que han existido y pisado un plató.
Abhir Mukherjee despliega a sus personajes con la destreza de los buenos autores de novela negra popular del pasado para ponernos en pie una India postvictoriana adaptada a Netflix, mas no por ello sin su sustancia y por supuesto que envuelta en encanto literario. ¿Qué quieren? Es agradable y tranquilizador poder regresar -siquiera durante lo que dura la lectura de una novela- a tiempos y reinos inteligibles para el sentido común, volver a esas Indias literarias y cinematográficas que nos transportan de inmediato y desde la primera página a nuestra infancia como cuando pelamos una mandarina con los dedos. Buenas mandarinas, las de Sambalpur…