Cae con persistencia la lluvia y, por alguna razón en que no me paro a pensar, abro la puerta corrediza que da al jardín y, para escribir esta crónica, pongo como música de fondo a mi folio en blanco “Alegría de vivir” de Ray Heredia. Quizá, sí, porque cerró su disco con el eco de Manolo “Caracol” regustándose en un fandango a la brasa.
¿Por dónde empiezo? Pues por donde todo se cuece, por las bambalinas, que son las entrañas de la función. Lo suyo, se supone, es disfrutar de ella desde el patio de butacas o un palco bien surtido de champán, pues desde esos asientos forrados de terciopelo se goza de una visión más panorámica. Pero como el flamenco no es el cine y, en él, la apoteosis se alcanza al dejar el artista al descubierto el latido, el pulso de sus entrañas, derechos hacia las bambalinas que nos vamos.
Y es que en el Teatro “López de Ayala” de Badajoz se ha puesto en pie -en calidad de estreno y con expectativas de gira- una velada concebida por Salomé Pavón a modo de homenaje a su abuelo, Manolo “Caracol”, gitano siempre con mirada de toro bravo, con motivo de ir a cumplirse exactamente medio siglo de su partida de este mundo prendido en las astas de ese otro toro que llaman el de la carretera. Cantaor sin amansar, sin desbravar, sin doma posible, cada vez que su garganta se cernía por siguiriyas tardaba mucho en volver a crecer la hierba. Salomé Pavón es sin duda la artista ideal para inspirar este espectáculo, para el que ha querido contar con flamencos a quienes juzga, cree, sabe que a su abuelo hubiera gustado conocer y a los que habría admirado.
El mundo de yunques y pañuelos de “Caracol” emanaba colorido, pasión, sones gitanos y un bien medido aliño de acentos digamos por convención que más o menos morunos y en armonía con las fantasías orientales del Hollywood de los 40, y con todo eso nos perfuman oído y vista los artistas de este musical, a fuer de con destellos vanguardistas que no deben faltar en un montaje en honor de quien, alimentado, sí, como cantaor a los pechos de Manuel “Torre”, fue un baluarte de la tradición, pero también punta de lanza de la innovación cuando, luego de pegar cuatro muletazos de inédito cuño al toro de los tientos, sacó de la chistera esa “delicatessen” musical llamada zambra. Tenía, pues, también un talante “art nouveau” que ha reflejado muy bien el gran Jerome Pradet en el retrato suyo que preside la portada del nuevo número de nuestra revista “Cultural Flamenca Extremeña”.
De todo ello hay en el “show”, desde el vestido turquesa y los pendientes a lo María Montez de Salomé Pavón a las centelleantes falsetas por jaleos aportadas por Jerónimo Maya -¡qué solo de guitarra el suyo, además, qué delicadísima rotundidad y qué ensoñador rumor fluye de sus yemas!- o el protagonismo jugado en este palo por el violín de un carismático David Moreira, los aderezos jazzísticos aportados a la zambra por Pablo Suárez al piano o el tan estilizadísimo danzar de José Maya, asimismo por jaleos y con espíritu de derviche. ¡Y es que estamos en la tierra de “Porrina”, artista con tantísimo en común con “Caracol”! Por lo demás, no nos extrañemos de que, a poco que este extraordinario baile suyo -antes ha impactado también por siguiriyas- suba a las redes sociales, un fascinado sinnúmero de bailaores se ponga en fila india a coreografiar por ese son, por la mayoría olvidado tanto ha.
Salomé Pavón canta con corazón y deleite por tonás, así como -con tan gran sonanta a su izquierda- la flamenquísima sevillana de Pareja Obregón dedicada a su familia, fandangos caracoleros cuya elegancia realza el acompañamiento de violín y flauta, un villancico sentido y preciosista que humedece más de una mejilla y -secundada por el piano- las zambras de su abuelo con pasión, encendido paladar, especial mimo, polícromo eco y, sobre todo, con su tan flamenca voz, pues pocas cosas hay peores que tratar de imitar o parecerse a otro. Y con Duende, ese ángel que nunca la abandona y merced al cual cosecha los olés de sus numerosos seguidores.
Ocultos tras la cortina, recorremos con las pupilas el escenario y, como el resto del público, intuimos revolotear en torno nuestro el vuelo del capote de “Cagancho” barriendo el albero ante el hocico de uno del Duque de Tovar, a Arturo Pavón ajustándose la pajarita, a “La Moreno” haciendo compas en un cuarto de la Alameda y las olas salpicando la quilla del barco a América. Y, por otro extremo de las bambalinas, intrigado por el piano de Pablo Suárez, vemos asomarse curioso y satisfecho a Erik Satie, melancólico impenitente.
Esta conseguidísima suma de vanguardia y tradición es patente asimismo en el juego de voces lucido en el “Carcelero, carcelero” por un Paulo Molina y un “Pechuguita” recios y vibrantes o en la acaramelada flauta -uno de los pilares del montaje- de Ostalinda Suárez, el siempre oportuno y justísimo clarinete de Esther Rodríguez Viñuelas y la siempre sabrosa percusión de Josué Suárez. Todos ellos envuelven con sus notas, en brillante papel de regalo, estampado de estrellas y soles y planetas como aquellos chalecos de “Porrina”, unos melismas que van de la fragua de los “Cagancho” a “Nouna” pasando por Quintero, León y Quiroga: el bombón de licor caro que, en suma, se nos antoja cada número de una propuesta escénica que, por encima de conmemoraciones, no tiene nada de nostálgica y ha sorprendido por su temperatura y aliento poéticos y por la elegancia con que sin duda va a llenar muchas carteleras en la temporada en ciernes.