SOBRE LA BELLEZA

SOBRE LA BELLEZA

11 de agosto de 2022 0 Por Ángulo_muerto
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Guillermo Mas

  1. Belleza

Sólo la belleza puede salvarnos. Aserto heideggeriano, éste, que parece llevar esculpido en la mirada —si la viéramos— el protagonista del célebre óleo Caminante sobre un mar de nubes (1818) pintado por Caspar David Friedrich. Ahora bien, ese hombre cuyo rostro se halla perdido en el horizonte, ¿es acaso un romántico o un reaccionario? Con un libro estándar de Historia del Arte en la mano se suele contestar lo primero; sin embargo, huérfanos de cualquier referente académico la respuesta no resulta evidente. Tratemos de entender primero lo que de idéntico y de dispar tienen ambos términos.

Friedrich Nietzsche define al romántico de la siguiente manera: “Un romántico aparta la mirada de sí y de su mundo, mira hacia atrás”. Por su parte, Nicolás Gómez Dávila hace lo propio con el reaccionario: “El reaccionario no es el soñador nostálgico de pasados abolidos, sino el cazador de sombras sagradas sobre las colinas eternas”. Los respectivos anhelos de románticos y reaccionarios acostumbran a confluir en su intento por trascender el decadente panorama ofrecido por la modernidad. El romántico mira lo que fue y se perdió; el reaccionario sueña lo que no podemos concebir pero aún somos capaces de imaginar. Ninguno de los dos puede permitirse caer en ese vicio intelectual tan extendido —la pereza del pensamiento— que es el estatismo.

Pensadores europeos como Adalbert Stifter, Otto Weininger o August Strindberg; y personajes literarios tales como Martin Eden, Harry Haller o Andrés Hurtado, ¿son, entonces, románticos o reaccionarios? De Cervantes a Houellebecq (pasando por Dostoievski), los grandes escritores de los últimos siglos han sido sin excepción reaccionarios. Lo mismo puede decirse de las más memorables criaturas de la literatura: románticos con nostalgia del absoluto como Don Juan, Josef K. o David Lurie. Perdidos en los vericuetos del pasado u ocupados cazando la eternidad, su sino resulta idéntico. No importa tanto la categoría que se quiera adoptar como la espontánea necesidad de salir a buscar algo mejor que la uniformidad que nos rodea.

La verdad es popular, llana, inconfundible. Aparece siempre bajo la apariencia de lo simple. La verdad está a la vista de quien sabe mirar lo concreto sin caer en los trampantojos de la falsedad. La belleza, sin embargo, se encuentra igualmente expuesta pero resulta mucho más difícil de apreciar. Sólo los espíritus aristocráticos saben encontrarla. Porque el arte va más allá de la simple verdad: sublima su esencia a través del ingenio. Embriaga nuestro espíritu, que apenas si se despereza con la verdad. Por eso es cierto que la verdad nos hará libres pero sólo la belleza puede salvarnos.

La guerra en la que románticos y reaccionarios comparten estandarte es contra la fealdad monocromática del presente. Más que una batalla cultural, se trata de una lucha por el imaginario. Porque podemos mirar al pasado o soñar con la eternidad somos humanos. Porque podemos conjugar con el lenguaje aquello que hemos observado allende la frontera delimitada por nuestras ruinas, decimos que aún hay esperanza. Para que el paseante del citado óleo no se convierta en otro protagonista más de una estampa añeja, hay que evitar la comodidad caricaturesca del tópico inmovilista. La belleza hay que salir a encontrarla al borde de un acantilado.

  1. Carne

Hace tiempo que lo real dejó de ser un denominador común. Cuando la realidad se confunde con una falaz ficción únicamente la auténtica ficción metanarrativa puede señalar con claridad la verdadera faz de la realidad. Los bárbaros sólo están esperando la llegada de un metaverso lo suficientemente complejo como para disolverse en él. Deseosos de abrazar la Mátrix en constante progresión de una hiperrealidad que alterna sin distinción el Espectáculo con el Simulacro, ocupan sus días soñando los interminables multiversos pirotécnicos diseñados indistintamente por los medios de comunicación o por Marvel, Disney y Netflix.

Atrapados en la náusea de lo idéntico que siempre se muestra bajo una nueva apariencia, los que aún nos consideramos a nosotros mismos como refractarios debemos celebrar la llegada a las librerías de una novela atrevida y distinta, El deber de lo bello, que propone ahondar en nuestro presente proyectando su fatal previsión en un futuro cercano. Se trata de aquello que Jameson llamó “arqueología del futuro” y que camina en un sentido divergente al trillado costumbrismo carente de imaginación que todavía hoy, como en tiempos de Pereda, Palacio Valdés o Varela abunda entre nuestros más ínclitos plumillas, tales como Aramburu, Cercas o Vilas. Se trata de anticipar el futuro, para prevenir, mejor que reconstruyendo los elementos trillados de nuestro pasado.

Javier Ruiz Portella tiene una trayectoria textual asentada, tras la escritura de dos gloriosas obras como lo son Los esclavos felices de la libertad y El abismo democrático, sobre una forma narrativa de desplegar su personalísimo corpus intelectual. Sin duda alguna, El deber de lo bello, su novela más reciente, es la muestra definitiva de esta característica, al punto de que se trata de la mayor novela de denuncia contra el pensamiento WOKE publicada hasta la fecha en nuestra lengua. Completando una trilogía filosófico-literaria que permite conocer en profundidad los grandes males de nuestro tiempo, El deber de lo bello manifiesta una vez más la transgresión latente en la Tradición que Ruiz Portella lleva años empeñado en recopilar con su escritura.

La última novela de Javier Ruiz Portella retoma su inconfundible estilo musical con un tono picaresco propio del Siglo de Oro español y dominado por la voz de Héctor, su protagonista, un “libertino-conservador” venido a menos y al borde de la ruina despechado tras varias relaciones con, sucesivamente, Cristina, Carlota y Angélica; y posteriormente atrapado en un triángulo amoroso junto a su amigo Álvaro y a la mujer de un importante empresario, Margot. Muchos son los temas acuciantes que aparecen en El deber de lo bello: la pandemia, la crisis económica, la islamización, el feminismo, la corrección política… Y sobre todo el triunfo de la fealdad estética y del borreguismo moral. La perversión espiritual de la mujer y también de nuestros dirigentes, sin embargo, destacan sobre los demás por su relevancia. Incluso la antes citada Margot, una mujer sadiana como lo era la Ariadna de Nietzsche; y, más aún, una aristócrata con sensibilidad estética a la manera de los grandes promotores artísticos del Renacimiento, finalmente cae en el aburguesamiento flaubertiano que confluye en lo sexual con el puritanismo cristiano y con la represión victoriana.

De Boccaccio y Chaucer a Cabrera Infante y Updike, pasando por Rabelais y por Houellebecq; por Bellow y Malamud; por Bataille y Crowley; hasta llegar a Philip Roth y J.M. Coetzee, la literatura antimoderna que, al decir de Compagnon y Berardinelli, es plenamente moderna, se encuentra plagada de inmoralistas ilustres entre los cuales podemos incluir a Héctor, protagonista de El deber de lo bello. Ortega lo dijo: la modernidad nace del cristianismo. De su idealismo irreal, negador de la materia. Precisamente por eso la reacción antimoderna ha sido también, en muchos casos, anticristiana. Sus máximos exponentes, Nietzsche en la filosofía y Sade en la literatura, así lo han probado. Anticipando, en ambos casos, el errado camino de la Ilustración y los peligros ínsitos a la oclocracia. El “fracaso del absoluto”, como lo llama Žižek, se ha saldado con la afirmación de la voluntad y de su deseo desbocado. Por eso es que el correlato literario del Übermensch nietzscheano situado “más allá del Bien y del Mal” es la figura del libertino entendida como un Don Juan sin temor al Infierno, consagrado a la transgresión por medio de la belleza y último exponente —decadente— de la aristocracia estética que se ha manifestado en Europa durante siglos, antes de la definitiva y total degeneración: aquella narrada en El deber de lo bello. El catecismo, siguiendo una evidente estela paulina que se remonta al propio Jesús (“El Espíritu es el que da la vida, la carne no vale para nada”), enfrenta Carne a Espíritu al punto de declararlos enemigos irreconciliables. Frente a ese pensamiento predominante durante la Cristiandad y también durante la Modernidad, los sadianos de la literatura han contrapuesto con sagacidad la descripción fisiológica y anímica de “los infortunios de la virtud” y de “las prosperidades del vicio”.

La metafísica o emana de la pasión, de la carne, o no es nada. Una metafísica que no se pregunte por el ser de las cosas partiendo, ante todo, de la materialidad y de la realidad de lo estudiado, no puede albergar ontología alguna dentro de sí. En una de las mayores novelas sobre la pasión jamás escritas, El inocente, el aristócrata Gabriele D’Annunzio dejó dicho: “¿Qué somos, qué sabemos, qué queremos? Ninguno ha obtenido jamás aquello que hubiese amado; nadie obtendrá lo que amaría. Anhelamos la bondad, la virtud, el entusiasmo, la pasión que llenará nuestra alma, la fe que calmará nuestra inquietud, la idea que defenderemos con todo nuestro valor, la obra por la cual trabajaremos, la causa a la cual sacrificaremos con alegría nuestra vida. Y el fin de todos nuestros esfuerzos es un cansancio vacuo, el sentimiento de la fuerza que se pierde y del tiempo que desaparece…. Todo hombre alimenta un secreto sueño, que no es la bondad ni el amor, sino un desenfrenado deseo de placer y egoísmo”.

Todas las novelas del Marqués de Sade siguen, como señaló con acierto Barthes, una estructura muy similar: a cada orgía le sigue un diálogo filosófico, y viceversa. Se trata de una estructura-tipo, en la estela de El Decamerón o de Los Cuentos de Canterbury, muy conveniente a la hora de explicitar su teoría: después del ejemplo práctico se discuten sus vicisitudes. Escribe Sade en uno de sus excursos: “¡Oh desdichada humanidad!, ¡qué grado de extravagancia te ha hecho alcanzar tu amor propio! Y, ¿cuándo, liberado de todas estas quimeras, verás por fin en ti mismo a un animal, a tu Dios como el non plus ultra de la extravagancia humana, y el curso de esta vida como un paso que te está permitido recorrer tanto en el seno del vicio como el de la virtud? (…) ¡Que deje de atemorizarte el Infierno y de helar tus placeres! No hay más Infierno para el hombre que la estupidez y la maldad de sus semejantes; pero, en cuanto ha dejado de vivir, todo está dicho: su desaparición es eterna y nada le sobrevive. ¡Qué absurdo sería, pues, que le negara nada a sus pasiones!”.

La cosmovisión sadiana es, en lo fundamental, una filosofía de la Naturaleza. Cuyas conclusiones antropológicas resultan evidentes. Si en la Naturaleza se encuentran las enfermedades degenerativas y las enfermedades hereditarias, esto es, las más horribles aberraciones morales que se pueda imaginar, el ser humano debe dirigir su voluntad hacia aquello que desea y que se encuentra también contenido en ella, haciendo caso omiso a las restricciones morales que las sociedades han erigido en nombre de deidades imaginarias y de costumbres arraigadas sin ser sometidas a cuestionamiento alguno. Escribe Sade, de nuevo, anunciando el Romanticismo que nacería de las aristas más tenebrosas de la Ilustración: “La naturaleza no ha creado a los hombres sino para que se diviertan con todo sobre la Tierra; es su ley más preciada, será siempre la de mi corazón (…). El espíritu humano es sólo la acción del Mal sobre una materia sutil, una materia que sólo puede moldearse por el Mal”.

Igual que Juliette y Justine, esas dos hermanas entregadas al placer por vías muy distintas, Héctor, protagonista de El deber de lo bello, ha sido capaz de desarrollar una filosofía del erotismo que sabe conjugar hedonismo con reverencia hacia la trascendencia. Ruiz Portella ha sabido limar, en la línea política trazada por Camus y Pasolini, lo que de abyecto y de moderno hay precisamente en la filosofía del tocador sadiana. Recuperando la conciencia trágica de los límites. Es decir, recuperando lo que de Tradición hay en la transgresión. Y la transgresión que alberga en su seno la Tradición. Explorando la conciliación de contrarios que rechaza ese modelo ortodoxo dedicado a encumbrar la pureza victoriana y puritana. En eso, precisamente, consiste el alma europea intemporal: en una elevación espiritual que nace del individuo y que arraiga en su entorno a través de las acciones, con o sin el salto definitivo de la fe. Trascender la materialidad más inmediata y contradictoria de la vida sin necesidad de impugnarla: eso es el paganismo en su sustancia más depurada.

La espiritualidad emana de la carnalidad de la misma forma que lo trascendente se encuentra inserto en lo mundano. Ambas ideas están presentes tanto en una película como La Gran Belleza de Paolo Sorrentino como en una novela como El deber de lo bello de Javier Ruiz Portella. La mercantilización en curso del erotismo no está tratando con menos banalidad a la condición humana de lo que lo hacían las religiones no-paganas en el pasado. Ambas vacían de misterio los hallazgos de la carne. Fuimos, seremos y somos “polvo enamorado”. Sirvientes de Eros, como se autodenominaba David Lurie en Desgracia, entendido dicho Eros como esa fuerza mística y (re)creadora que nos mueve y que canalizamos esencialmente bajo dos impulsos: el sexual y el artístico. Aquellos que nos trascienden partiendo del refinamiento de lo sensible y no de ninguna elucubración abstracta propia de los cultos del desierto. La voluptuosidad y la ironía, en definitiva, son dos recursos vitales pero también filosófico-literarios con los que abrirse paso a través de la existencia. Ellos ayudan a componer la sonrisa triste del vencedor que apuesta por la belleza.

  1. Espíritu

Una de las mayores bestias negras del credo convencional es el teólogo Joachim de Fiore. Influencia determinante sobre la obra de Dante Alighieri, el visionario De Fiore postuló en la Edad Media que después de la Edad del Padre y de la Edad del Hijo arribaría la Edad del Espíritu. Sobre qué características presentaría esa Edad del Espíritu no se especificó demasiado, salvo que sería la religión de una época irreligiosa (de Kali Yuga, diríamos). Esa de la que Europa está necesitada hoy más que nunca para volver a la unidad perdida.

Un tiempo posterior a los cultos del desierto, a las religiones del Libro, a la prosternación del hombre ante la Ley que en realidad supondría la vuelta al estadio originario anterior: libre, místico y pagano. Tras la culpa y la represión del “último hombre” crucificado, arribaría el “Superhombre” situado más allá de toda doctrina moral. Una vez vaciados los altares, vuelve a llenarse el Olimpo. Deidades nórdicas, mitos o arquetipos indoeuropeos y un concepto grecolatino de lo sacro que trae consigo de vuelta la metafísica a Occidente. Son algunos de los materiales que servirían de soporte para una reconstrucción de la espiritualidad europea.

Después de la disolución llega siempre la reconstrucción: una revolución que regresa al conocimiento perenne que alberga un ciclo anterior. Un nuevo culto a la Physis griega o al dios panteísta de Spinoza que los antiguos identificaban con un concepto de Naturaleza muy superior al manejado por la ciencia positivista. El Caos donde antes había Orden: lo femenino completando a lo masculino tras siglos de dominación, de imposición y de ocultamiento. Donde, una vez cancelada la preeminencia del mundo suprasensible sobre el reino de lo sensorial, desaparece toda moralina ascética para ser sustituida, a cambio, por la desinhibición sensual y voluptuosa de los instintos. Nuestros cuerpos, antes desechados como meras prisiones de lo inmaterial, se convierten en templos esotéricos de la Voluntad que nos mueve.

Nietzsche fue su profeta: “Es la música que hay en nuestra conciencia, el baile que hay en nuestro espíritu, lo que no quiere armonizar con ninguna letanía puritana, con ningún sermón moral”. Derrocada la Ley y clausurado el Libro, se impone la inercia experiencial de la Vida. La materia deja de ser una realidad contingente opuesta a la del espíritu para que microcosmos y macrocosmos puedan confluir en nuestros cuerpos. No sólo Nietzsche lo desveló, muchos otros han sido albaceas del mismo mensaje después: Heidegger, Cirlot, Jung, Hadot, Paglia, Trías, Graves, Mujica, Neumann, Prieto… Se trata de una nueva concepción de lo sagrado: en realidad, la más antigua; y, por ende, cercana al origen. Mucho más próxima al hinduismo que al mahometanismo; al Tantra que a la Torá; a la verdad que a la fantasía.

Un amor al Destino que es trágico y dionisíaco al mismo tiempo; atávico y moderno; apolíneo y carnavalesco de una sola vez. Heroico intento por “cabalgar el tigre”, al decir de Evola, inaugurando caminos nuevos, realizados machadianamente al andar, descubriendo el itinerario escondido tras el último velo de Isis que compone el verdadero “sendero siniestro de la mano izquierda”. Aquel que descubre el rostro de Nefertiti, el de Venus y el de la Diosa Blanca que el cristianismo quiso revestir de falsos ropajes virginales. Donde, al decir de Crowley, “Cada hombre y cada mujer es una estrella”. Ya no habrá más religiones masificadas: el individuo debe pasar de la genuflexión pasiva y de la letanía gregaria a la acción unipersonal henchida de vocación trascendente.

Una vez se ha negado lo divino, al menos en su concepción convencional, sólo queda elevar lo humano sin abandonar a cambio la realidad. Cuando al fin se está más allá del Bien y del Mal no hay vuelta posible. Sólo resta, pues, el retorno de las brujas en refutación del platonismo hegemónico. Sin “Alta Magia” que nos religue y nos trascienda, únicamente cabe una destrucción de la dualidad fundante de Occidente mediante la operación alquímica de conciliación de opuestos. Cancelada la secuenciación heredada según la cual el Cosmos vino después del Caos, imponiendo con ello el Orden, todo se desmorona: se trata del eterno retorno de lo idéntico que tiene lugar en el interior de cada hombre, constantemente, día tras día hasta que lo vivo es sacrificado en el rito implacable de la muerte, para que la rueda de la Creación pueda seguir girando impasible. Saturno siempre se encuentra devorando a sus hijos. En la voraz marcha del Uno, del Todo autogenerado, se halla también la armonía de aquello que está simétricamente proporcionado.

Y, con ello, la fundición entre alma y cuerpo; entre espíritu y materia; entre instinto y decisión, resulta inevitable. Lo inferior elevado al rango de lo superior, después de su negación anterior: eso es el satanismo, tan criticado por el ortodoxo Guénon, en su sentido más literal. Escrito está por Angelus Silesius: “La rosa es sin porqué. Florece porque florece”. Y por el Maestro Eckhart: “La eternidad es ahora o no es en absoluto”. La filosofía aparejada a ese descubrimiento fue calificada por Nietzsche como Voluntad de Poder. La Auténtica Voluntad renombrada por Crowley. Ese “llegar a ser el que se es”, mediante la sublimación del Ser, después de “demoler a martillazos” todo aquello espurio y que simplemente resulta “devenir”; esto es, despojo inauténtico de lo que en esencia somos. Máscaras de lo obscuro. Sin embargo, el temor a la amarga verdad no debe paralizarnos: “Valerosos, despreocupados, irónicos, violentos, así nos quiere la naturaleza”. El cinismo, como dijera ese sarcástico escritor llamado Ambrose Bierce, es ese defecto ocular que padece quien no confunde su deseo o el deber-ser con la realidad.

La genialidad filosófica de Thomas Ligotti, heredero de Camus y Cioran, reside en la capacidad de reconocer en H.P. Lovecraft al gran pensador del “horror cósmico”. Creador de una mitología gnóstica capaz de sintetizar las luces de la razón y los monstruos contenidos en ellas; Lovecraft fue, como sintetiza bien Ligotti, mucho más allá de lo que ningún existencialismo de posguerra posterior pudo llegar jamás. A la manera de los lienzos de Goya, de Ensor o de Van Gogh. Si “la conciencia es la pesadilla de la naturaleza” porque “ningún nuevo horror puede ser más terrible que la tortura diaria de lo cotidiano”, no debemos encaminarnos a meditar sobre el suicidio, como proponía el célebre intelectual argelino, sino que debemos encontrar la manera de llegar hasta nuestro Destino para vivir con él y desde él. Con honestidad, pulcritud y coraje.

El absoluto mora dentro de nosotros: su verdad interior espejea con el mundo exterior en cuanto que éste constituye espacio para la representación y la manifestación. Lo escribió Cormac McCarthy: “Dios no existe y nosotros somos sus profetas”. En el marco del universo sinsentido desvelado por Nietzsche, Walt Whitman supo hallar el auténtico significado de la existencia: “Que existe la vida y la identidad, que prosigue el poderoso drama, y que tú puedes contribuir con un verso”. Erigirnos en poetas de una verdad desasosegante es la heroica tarea que a los hombres de esta Edad del Espíritu nos ha sido concedida. Y el rastro efímero que dejamos en nuestro breve y brutal paso por el mundo constituye un glorioso intento por lograrlo. Una senda que puede llegar a ser digna y bella pero que en cualquier caso estará condenada al desbarrancadero.

  1. Imagen

Cuando los cines de Madrid echan el cierre, como lleva tiempo sucediendo y ahora en plena ola de calor casi se termina de certificar, uno se ve obligado a tratar de trasladar al hogar la experiencia embriagadora de lo audiovisual. Aún con sus limitaciones evidentes es posible redescubrir antiguos placeres desde la oscuridad inculpable. Compartiendo la vieja crítica que Cabrera Infante, el gran escritor en español del séptimo arte, le hacía a la imagen en movimiento: el haber constreñido la belleza de los cuerpos al encapsulado margen de las dos dimensiones. Degustando, a su vez, los privilegios que esa misma distancia ofrece a los sentidos, y también al pensamiento. En esencia el cine es, antes de la muerte y en justa equivalencia con el sueño, la verdadera noche oscura del alma.

No sólo el espacio físico del ritual cinematográfico está desapareciendo; también lo está haciendo esa categoría tan cuestionable y artificial como necesaria que es el “cine de autor”. La lógica del capitalismo y la lógica de la inteligencia artificial, si es que cabe la diferenciación, se encuentran cada día más cercanas a sustituir la figura del director de películas por un algoritmo o, en su defecto, por un humano que actúa creativamente como tal. El público hace tiempo que ya cayó en lo mismo y aquello que no está encaminado a ponerse al servicio del entretenimiento o de la propaganda es desechado sin contemplaciones en el actual mercado. La industria, como el mundo en el que se encuadra, se encuentra dominada por el inapelable poder de las grandes multinacionales. Por contra, la quietud del arte, esa paralización eterna del tiempo en constante sucesión, es por lo tanto más subversiva que nunca en una época donde la hegemonía de cualquier composición artística es la utilidad. Una arquitectura, pues, que refulge entre desechos.

Nuestro concepto de “límite” viene de limes, que en latín significa “frontera”. La posmodernidad es una época que periclita, en palabras de Lyotard, los llamados “grandes relatos”. Un tiempo de cuestionamiento de los valores morales mediante el empleo de “discursos críticos”, “topologías alternativas” y de novedosas “estéticas transfronterizas” que hibridan distintos formatos y con ello pulverizan todos los géneros y soportes previamente establecidos. Coincidiendo con la confusión entre realidad y ficción; entre corporeidad y virtualidad. Siguiendo la terminología de Gérard Imbert, hablar de cine posmoderno es hablar de una “crisis de valores”. Para Eugenio Trías, la labor del pensamiento consiste en ir a esos límites para superarlos y, así, comenzar a llenar el vacío, transformando la aparente crisis por la ausencia de significado en instante de renacimiento a través de la resignificación.

Nauseabundo, asqueroso, repulsivo: así es el arte en su brutalidad atávica, original. De cuya colisión con la (auto)conciencia humana nace la verdadera sacralidad bien provista de símbolos. Que pregunten a los talibanes las razones de su temor iconoclasta hacia las manifestaciones primitivas de Palmira. Se trata exactamente de aquello que rescatan películas como las de los grandes “autores” del cine: la maternal oscuridad de una Naturaleza imprevisible y mutable, tal y como la percibe el hombre en su ínsita fragilidad, que a pesar de todo se quiere seguir soñando inmortal gracias a la religión o a la ciencia. El prefijo “pos” del término “posmodernidad” anuncia, entonces, el desplazamiento constante de los límites que la Modernidad creía haber encontrado a modo de legitimidad inversa con la edad socio-histórica precedente. La obra propia del arte contemporáneo, con el cine a modo de vanguardia, sería una cita (alterada), un palimpsesto (borrado) y un sendero (rebosado) por el que se hará necesario volver a transitar; sin abandonar, por ello, la noción de todo lo anterior que ahora está siendo cuestionado, parodiado, simulado, recreado y desmontado.

El cine, entendido como forma de pensamiento narrativo “más allá de los límites”, permite a la reflexión autoconsciente y desprovista del constreñimiento dialéctico —sometido y encallado, dicho método, en platónicas, cristianas o hegelianas (y altamente estériles) dicotomías dialécticas del todo irreconciliables entre sí— cuya síntesis resulta poco menos que una entelequia; permite, asimismo, liberarse de toda atadura en busca de nuevos formatos y lenguajes que llevarán a reflexiones acordes al tiempo en que vivimos; sin dar la espalda, necesariamente, al objeto central de toda reflexión: la realidad circundante que apenas si ha cambiado, tanto si tomamos la condición humana como si estudiamos la escala de valores de las civilizaciones, desde el momento de su nacimiento.

Desde Cabiria (Giovanni Pastrone, 1914) en adelante, el cine ha sido siempre el arte que mayor importancia ha concedido a la mujer; y aquel que con mejor pericia ha tratado de reconciliar técnica con poesía. Su expresionismo connatural ha sabido representar en escena de manera innovadora aquello que llevaba siglos reprimido y censurado. Poniendo la carne, lo corpóreo, en movimiento, al tiempo que explorando su interior, anticipando su anunciada fusión con la técnica. En el cine la erosión del tiempo sobre lo vivo puede ser captada en la plenitud trágica e irrisoria que otorgan la progresión y el retroceso. Dos películas estrenadas en el año 1968 cambiaron la Historia del Cine, su posterior desarrollo: Rosemary’s Baby (Roman Polanski, 1968) y 2001: A Space Odyssey (Stanley Kubrick, 1968). Con ellas, Polanski y Kubrick se adelantaron décadas, y puede que hasta centurias, a los derroteros por los que discurrirá el arte en la era de la técnica, del frenesí y del vacío.

En un mundo donde los humanos se comportan como objetos, lo artificial puede alcanzar, bajo la óptica adecuada, la grandeza espiritual de lo material: esa es la lección que Kubrick nos muestra con el Hal 9000 de la novela de Arthur C. Clarke o que manifiesta el célebre replicante de Blade Runner (Ridley Scott, 1982) en su discurso final. Y lo mismo sucede con Polanski: capaz de elevar el trauma psicológico producido por el embarazo de un matrimonio joven y prometedor a la categoría de danza macabra de lo siniestro. La experiencia cotidiana de Jack Nicholson en The Shining (1980), de Mia Farrow en Rosemary’s Baby (1968) y de Tom Cruise en Eyes Wide Shut (1999) resulta idéntica: la descomposición íntima de la familia narrada en clave pesadillesca, en el marco de una realidad que sólo puede resultar horrible. A partir de ahí, buena parte del “cine de autor” posterior ha seguido ahondando en el mismo territorio ignoto: títulos tan destacables, variados y sugerentes de la filmografía mundial reciente como Middsomar (Ari Aster, 2019), Annihilation (Alex Garland, 2018), Velvet Buzzsaw (Dan Gilroy, 2019) Arrival (Denis Villeneuve, 2016), Mulholland Drive (David Lynch, 2001), Melancholia (Lars von Trier, 2011), Titane (Julia Ducornau, 2021), Under the Skin (Jonathan Glazer, 2013) y The Neon Demon (Nicolas Winding Refn, 2016).

Una vez desmantelada la trascendencia y con el arte prácticamente encapsulado por entero en la melancolía surgida del sinsentido, el cine ha ahondado en los límites del cuerpo en clave neo-barroca. Ningún cineasta ha sabido preguntarse, sin embargo, por la consistencia de la condición humana en tiempos posthumanos como David Cronenberg. Su cine es una exploración del deseo y de la belleza que abarca desde el erotismo provocado por los coches hasta la antropofagia alimentada por la pasión sexual. En sus películas confluyen por igual las pulsiones animales y los delirios transhumanos; el miedo a la muerte y el anhelo de vida. Lo grotesco y lo científico se anudan de manera inextricable en un cine que ha bebido con acierto de géneros populares como el terror o la ciencia-ficción; así como de algunos ámbitos característicos de nuestra época como la televisión, la publicidad, la moda o la cirugía, siempre desde una comprensión posmoderna. Las respectivas filmografías de Polanski, Kubrick y Cronenberg ideadas en clave especulativa décadas atrás han adquirido, en pleno siglo XXI, un aura de realismo pleno; por lo tanto, las películas antes mencionadas que han seguido su estela, adquieren el estatus de documentos históricos de la realidad presente reduciendo al mínimo toda noción no-mimética. En otras palabras: lo pesadillesco se ha vuelto realista cuando la realidad ha devenido pesadilla.

Desde que apareciera la filosofía posmoderna y su correlato estético en el “cine de autor”, el centro de la reflexión filosófica ha pasado de ser el objeto sobre el que se trata de conocer la verdad al propio lenguaje desde el que tratamos de indagar en la verdad. La sociedad reflejada por la cultura y la misma cultura modelada por la sociedad. Con la novedad estética anticipando de manera recurrente la novedad tecnocientífica y, con ello, también la antropológica. En eso consiste, expresado de manera muy sintética, la así llamada “deconstrucción”: en la disociación entre cosa y nombre; entre ente y concepto; entre materialidad y proyección; entre deseante, deseo y deseado sin saber muy bien el punto de llegada en el que se quiere aterrizar. Es la lógica de la transgresión empírica y nominal. Donde ya nada quiere decir lo que todo el mundo da por sentado. Que coincide, paradójicamente, con la necesidad constante de etiquetarlo todo con un glosario en constante ampliación. Cuestionamiento éste que, sin duda, anticipa las posibilidades que ofrece una novedad que, como ocurre en el caso del incipiente metaverso, amenaza con derribar nuestra percepción del mundo y, con ello, también nuestra propia autopercepción como sujetos. De esa interrogación abierta del yo en el límite de la hibridación técnica se habla de forma central en el cine surgido a partir de los años 60.

Confundir lo representado con una imagen moral del mundo que se pretende extender a otros: ese es el error interpretativo puritano que nos ha sumido en una nueva ola de dogmatismo artístico, de sospecha cultural constante y de identitarismo político. Sabemos que una parte fundamental de nuestro aprendizaje se produce por medio de la mímesis, esto es, a través de la construcción del yo en torno a las constantes y heterogéneas proyecciones del sujeto en el imaginario social: desde los avatares virtuales que fingimos ser en redes sociales y las distintas personas a modo de máscaras por las que nos deslizamos en nuestros vínculos y afectos, hasta los personajes de ficción con los que nos identificamos y a los que pretendemos imitar como en el pasado se hacía con las imágenes icónicas del santoral. Sin embargo, confundir las ficciones al otro lado de la pantalla con manuales morales para dirigirse por el mundo entraña un peligro mortal para la libertad creativa: también se rebela contra eso la complejidad (a)moral interna propuesta por el cine que de manera más acuciante aparece como contemporáneo.

Escribe Gérard Imbert: “El cine es la vida, en su heterogeneidad, complejidad e incompletitud, en su capacidad de interpelación y de cuestionamiento, en la formulación del deseo y de sus límites. El cine de hoy se sitúa plenamente en estas encrucijadas entre el deseo y la realidad, entre lo posible, lo imaginario y lo virtual”. Y eso es, por encima de todo, el experimento artístico inclasificable que desde sus albores ha tratado de inmortalizar multitud de cuerpos esculpidos en celuloide: cine. Material audiovisual autoconsciente y posmoderno más allá de todo límite: ahondando con atrevimiento en la crisis de valores y en la transgresión de lo humano. Una exploración artística neobarroca que con justicia proclama: Caravaggio reloaded.

Como nota final me permito añadir que la próxima película de Cronenberg, titulada de manera sugerente como Crímenes del futuro (2022) y estrenada en la última edición del Festival de Cannes este mismo año, cuyo motivo central parece ser la exploración del cuerpo humano, demasiado humano, llegará este año a la cartelera. Desconocemos si todavía quedará algún cine en pie en España donde se pueda estrenar.

  1. Palabra

La pobreza es el Infierno de la religión capitalista. Y los pobres, esos infelices fracasados, son sus pecadores irredentos.

Para los devotos del comercio, permanecer desposeído es estar condenado a la perdición. Sin el combate constante que encarna la tentadora serpiente que simboliza la ascética renuncia a la acumulación, la extenuante vida del yuppie, entregada a un constante movimiento, carecería de sentido. La lógica de la transgresión que de manera perenne exige un modelo nuevo pero efímero a modo de salvación, esto es, de disfrute de un producto novedoso, no podría existir careciendo de un contrario totalmente opuesto al que demonizar. En eso más que en otra cosa el capitalismo se parece al cristianismo: es la necesidad de evangelizar preconizando un modelo de comportamiento que se pretende universal.

El nihilismo es un concepto antropológico cristiano que posteriormente, desde la Reforma luterana hasta nuestros días, ha devenido utópico.

Ningún escritor ha entendido eso como Chuck Palahniuk. Por esa razón El club de la lucha es, como su hermana literaria American Psycho, una obra maestra acerca de las perspectivas vitales que ofrece esta fase tardía de la Modernidad: “Somos los hijos malditos de la Historia: desarraigados y sin objetivos. Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra Gran Depresión es nuestra vida. Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seríamos millonarios, dioses del cine, o estrellas del rock. Pero no lo seremos, y poco a poco lo entendemos, lo que hace que estemos muy cabreados. La publicidad nos hace desear coches y ropas. Tenemos empleos que odiamos para comprar cosas que no necesitamos. No somos nuestro trabajo. No somos nuestra cuenta corriente. No somos el coche que tenemos. No somos el contenido de nuestra cartera. No somos nuestros pantalones. Somos la mierda cantante y danzante del mundo”.

Nadie está exento de esa esquizofrenia que nos divide en consumidores y productores; en empleados y empleadores; en empresarios de nosotros mismos y del prójimo. Porque sin tributar el acto de la compra o de la producción no nos es dada la gracia de una identidad. Ni de la tan cacareada realización personal. No existe posibilidad de ser sin poseer en el mundo capitalista. “La civilización, escribe Palahniuk, se mide por su consumo”. Y nuestros objetos deben ser sustituidos por otros nuevos, más modernos, de manera constante, sin posibilidad de mirar hacia el pasado. El principio fundamental de la fe milenarista es que el pasado sólo existe para mejor explicar el presente. Que a su vez es una anticipación del futuro revelado.

El turismo es la quintaesencia de la antropología moderna. Su máxima ejemplificación cotidiana. Lo que antaño representaba el viaje en su sentido más literal, aunque también como metáfora épica de la vida, se ha visto reducido a una versión degradada para alimentar selfies de Instagram. Frente al conocimiento que los viajeros tales como Lord Byron extraían del grand tour, ese glorioso camino decimonónico a la busca de la belleza, los actuales turistas se regodean en el ocio degradante y en toda su pirotecnia tecnológica asociada. En el mundo del turista todo es construcción y artificio mientras que en el mundo del viajero la pregunta por el origen y la meta de lo natural es constante. El paso de un estado a otro muestra la imagen perfecta de lo que es nuestro tiempo.

Sin una comunidad en pie, de las sociedades ya solamente restan esos átomos dispersos compuestos por millares de individuos atravesados por la citada dicotomía productor/consumidor. Lugares emblemáticos tales como el aeropuerto, el supermercado o el tren han sido elevados a epicentros paradigmáticos de un mundo deslocalizado. La turistificación del mundo nos ha condenado a todos a la deslocalización, la extraterritorialidad y el desarraigo. Sin patria tradicional ni hogar para el ser, estamos condenados a la obsolescencia programada como máxima vital que arrastra consigo objetos, personas, afectos y, como se ha señalado antes, experiencias. Son turistas todos aquellos que han sido arrojados a una existencia posmoderna.

Si Palahniuk es el cronista de las experiencias extremas, Haruki Murakami es el gran escritor de los espacios neutros. No en vano la novela que le lanzó a la fama internacional, Norwegian Wood (traducida al español como Tokio Blues), comienza con una canción de Los Beatles sonando en un aeropuerto. En su obra, la descripción de un puente de Tokio es perfectamente intercambiable con la de un puente de cualquier otra gran ciudad del mundo. Igual que el turista japonés viaja con idéntica frivolidad a la del turista alemán; esa misma homogeneidad se ha extendido a los espacios urbanos de todo el globo, en las últimas décadas. Lo que muchos críticos literarios han querido ver como una pérdida en la capacidad descriptiva es en realidad la demostración de una agudeza singular en la capacidad de observación. El escritor más que nadie debería ver el mundo como es y no cómo se quiere concebir.

La tristeza inconsútil revestida de estúpido optimismo emprendedor, la soledad constante teñida de jovialidad infantil y la fatiga exterior incapaz de alumbrar el silencio o la profundidad son algunas de las consecuencias directas extraídas del aislamiento tecnológico. También son los temas y motivos que vertebran a los personajes de Murakami porque también lo hacen con el sujeto contemporáneo. Si los personajes de Palahniuk diseñan sus propias experiencias extremas, a la manera de las drogas sintéticas en constante desarrollo y adaptadas al gusto de cada consumidor; los de Murakami afirman con sus decisiones que el amor es el único acontecimiento que puede romper con la monotonía de una vida despojada de sorpresas. En ambos casos, se trata de la épica de un mundo reducido a la capacidad limitada aunque inabarcable de cada subjetividad concreta. Donde la ciudadanía no sobrepasa la relación de dos turistas que se rozan casualmente al pasar nadando por la piscina del hotel.

Tanto los personajes de Palahniuk como los de Murakami son lo que aquí estamos denominando como “turistas”; sólo que ellos sí aspiran a trascender su propia condición. Quieren ser peregrinos. Y en ese sentido ambos escritores resultan, a su manera, poseedores de una honda espiritualidad. En sus respectivas novelas todos persiguen experiencias extremas para poder sentir aún la vida en un mundo donde todo, de lo mundano a lo impronunciable, se puede comprar con facilidad envasado al vacío. Parten del dolor y buscan el amor, casi siempre de manera errática. En Murakami está que toda la complejidad y la contradicción de la vida se puede encontrar contenida en la aparente simpleza de una canción pop. Y en Palahniuk hay algo similar a una tímida esperanza en que cuando todo el Sistema colisione un nuevo comienzo sea posible. Partiendo de un Adán y de una Eva ulteriores a la catástrofe.

Precisamente por su buena aceptación entre un amplio sector del público lector, Palahniuk y Murakami han sido demonizados por igual. Desde estéticas en muchos sentidos radicalmente opuestas, ambos han sabido ponerle palabras al espectáculo constante de nuestra degradación. Y no podían quedar indemnes ante los ojos de la academia. De Platón en adelante, los grandes dualistas de todo tiempo y circunstancia siempre han ambicionado alcanzar el poder para poder expulsar a los poetas, esos visionarios portadores de nuestras imágenes internas, de la ciudad. De esa forma podrán moldear las sociedades a imagen de su ambición sin mayores interferencias. Y en eso estamos todavía, como muestran por igual los lectores adictos al best-seller de turno y aquellos retrógrados encastillados en las obsoletas estéticas de un pasado conservado en formol.

En un contexto donde la evasión y el dopaje son las respuestas generalizadas ante cualquier manifestación individual o colectiva de dolor, Palahniuk y Murakami nos invitan con su obra a abrazar aquello que lejos de debilitarnos, nos hace más fuertes. Transitando por una espiritualidad enmarcada en la así llamada Vía de la Mano Izquierda donde el abandono de las religiones tradicionales, sin traicionar a cambio su trasfondo sapiencial, permite aquello que Blake denominaba como “el matrimonio entre el Cielo y el Infierno”. Un estadio moral cuya complejidad mística en el cuestionamiento por el Absoluto y por la Verdad sobrepasa con mucho las posibilidades dialécticas de la jerga filosófica o las cerriles categorías de la simple burocracia teológica.

Poeta es aquel que pinta las imágenes del espíritu con palabras. El lenguaje es un virus que lo contamina todo, decía Burroughs; se trata del “virus de la palabra” al que se refería Ligotti, retomando a los simbolistas franceses y a los románticos anglo-germanos, como puente tendido entre el hombre y la naturaleza en tiempos de incipiente tecnificación. Hoy ya consumados y en constante expansión, en detrimento de lo humano. Frente al turista que vive embriagado en un flujo constante de imágenes artificiales compuestas para erigir un Simulacro donde debería aparecer la Realidad, el poeta pinta con palabras el significado oculto que entrañan esas imágenes intemporales. Se trata de lo que llevamos dentro de nosotros y desconocemos: ese terreno ignoto aunque inherente a la condición humana al que llamamos Misterio. Aquel que explora el Arte a través de las imágenes perennes que constituyen el imaginario social colectivo y que cada artista enriquece con la sublimación estética de sus memorias personales.

De Henry Thoreau a Ted Kaczynski, pasando por Martin Heidegger y Günther Anders, los hombres seguimos buscando una cabaña material, en realidad apenas un reflejo contingente de la cabaña más profunda formada de imágenes interiores, en la que poder refugiarnos en esta era utópica que desde hace ya mucho tiempo constituye toda una Distopía industrial favorecida por las grandes multinacionales y otros poderes secretos. A pesar del dolor circundante derivado del insoslayable signo de los tiempos, o precisamente partiendo de él, debemos comenzar a construir esa casa donde poder albergar a nuestro Espíritu a través de la Palabra. Mirando más allá de nuestra condición posmoderna de turistas así como de la dominación impuesta por el capitalismo es como podremos comenzar a construir un futuro distinto.