EL GÜITO: VIDA Y MILAGROS

EL GÜITO: VIDA Y MILAGROS

29 de marzo de 2022 1 Por Ángulo_muerto
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JOAQUÍN ALBAICÍN

-Lo que está claro es que se está buscando hacer un flamenco sin flamencos. Veo cada vez más infraestructuras, pero todo orientado hacia un flamenco sin flamencos.

Lo vislumbra y dice Joaquín San Juan, director de los míticos estudios de baile Amor de Dios de Madrid, en el meollo de una conversación con El Güito y José Manuel Gamboa, legendario bailaor uno y biógrafo de éste el segundo. La obra consagrada por Gamboa a quien se tiene a sí mismo como el último de una época la ha publicado El Flamenco Vive en tándem con Aleceya. El título es sencillo: Eduardo Serrano “El Güito”. Pero lleva un largo antetítulo: ¡La cabeza del flamenco! Hechos y hechuras del maestro. Y un subtítulo tampoco corto: Memorias preparadas de un juncal desmemoriado. De modo que sólo lo escrito en la portada podría equivaler a un relato de Raymond Carver.

Me gusta por norma leer sobre El Güito, que a mí mismo tantas encendidas líneas me ha inspirado en el curso de mi paseo vital. Y además me emociona, no sólo porque emocionado escribí siempre -y escribo ahora- sobre él, impulsado a ello por los misteriosos perfiles en sombra y el sabroso tuétano de su baile, tan gitano, tan distinguido, de tan especialísima factura, sino porque un libro en torno a su vida por fuerza había de estar -como lo está este- plagado de recuerdos de dos Madriles flamencos que de un modo u otro -por memoria familiar o inquietud bohemia- conocí: el de los años 30 y la primera posguerra y el de los 70, 80 y 90 del siglo pasado, ambos emergidos en buena medida de un Rastro que todavía guardaba -aún lo hace- vestigios del zoco de aventureros y perillanes retratado en sus novelas por Galdós, Carrere o Baroja y visitado por Diaghilev a busca de flamencos -¡de los heterodoxos es el Reino de los Cielos!- para sus Ballets Rusos.

Por ese Rastro donde pronto van a erigir una estatua a Camarón, por esos teatros, esos tablaos… desfilan a lo largo de estas páginas mi bisabuela Agustina Escudero y sus primos El Pelao Viejo y El Gato. Mi tía abuela María Dalbaïcin. El Estampío, que tuvo su academia a dos pasos del Candela que acaba de cerrar. Pilar López, pareja de baile -como su hermana Argentinita– de mi tío Miguel. Faíco pañuelo de seda al cuello. El recamado chaleco de Toni El Pelao. La última visita de Cagancho a Madrid. El Indio Gitano de tonante quejido. Mi tío Josele con su ironía salvaje. El primer Zambra con Rosa Durán de figura. Isidro El Mono, serio y enteco… El hombre y el bar conocidos como El Tauro. Farruco en La Concha de la calle de Arlabán, cenáculo de toreros, escritores y flamencos. Café de Chinitas. La expectación por ver a Curro y Paula. El Villa Rosa entre cuyas mesas jugué de niño. Don Manuel del Rey y su Corral de la Morería. Caracol y Los Canasteros, calle Barbieri. Camarón con jersey de cuello de cisne. Los Chorbos y su Vuelvo a casa. Ramón El Portugués. Porrina tras sus gafas, viendo lo que él quería. Paco de Lucía en los estudios que había entre el Calderón y el Monumental. Enrique Morente y su estrella. El Amor de Dios de los tiempos del Moka. Manolete recién llegado de Japón. Bambino en Torres Bermejas y J. J. Una fiesta en el Sacromonte con Mario Maya tras el estreno por El Güito de su Homenaje a Carmen Amaya en colaboración con Alfredo Mañas, padre literario de Los Tarantos

Constituye todo un viaje al pasado secreto o poco conocido del flamenco la lectura de cuanto aquí refiere El Güito sobre, por ejemplo, su baile con sólo nueve años ante Gary Cooper y Van Heflin y con Rafael Albaicín al piano en la inauguración del Hotel Hilton, o sobre su maestro -anterior a Pilar López- Antonio Marín, cuya academia en un sótano del Rastro debía de ser un rincón muy parecido a los visitados treinta años antes por Stravinsky y Diaghilev en sus pesquisas, culminadas en la contratación de mi tía para el papel de la molinera en la coreografía de Massine para El Sombrero de Tres Picos. ¡Cuántos -incontables- whiskies tomé de madrugada con Antonio Fernández, cuñado de Marín y frecuente aparecido en este libro! Cuando cerraba Candela solíamos seguir en una especie de pollería abierta durante toda la noche en la misma calle y donde, misteriosamente, servían copas.

Vox populi entre los flamencos, pero ignorado por el gran público era, por otra parte, cuanto Emilio de Diego y otros aquí evocan acerca de los sentimientos encontrados de Antonio Gades hacia el protagonista del libro o del desencuentro de éste con Carlos Saura. Otro de los atractivos de la obra es un rasgo característico de la personalidad de El Güito: nunca se ha mordido la lengua, y no iba a hacerlo a estas alturas. Así que, por muchas razones entre las que se cuentan el duende, las vivencias, la actitud, el atavío y el atavismo… tratar de establecer parangones entre El Güito y algunos -digo algunos, no todos- de los hoy considerados bailaores con proyección internacional es como comparar Downton Abbey con Cuéntame.

Reviven aquí página a página su tempranísimo triunfo a los diecisiete años en el Teatro Sarah Bernhardt de París y los luego, lustro a lustro, cosechados en Sevilla, con Manuela Vargas en la Feria Mundial de Nueva York o años después en Broadway con Flamenco Puro. Y en Buenos Aires, Alejandría, México… O en el Liceo, el Parque Internacional de Montjuich, el tablao El Cordobés o La Parrilla del Ritz de Barcelona. O en la gira de La Copla Ha Vuelto con Manolo Caracol y Luisa Ortega, el Teatro Romano de Mérida, la compañía de Juanito Valderrama o el Palacio Real, aquí en velada privada junto a Maya Plisetskaya. Por no hablar de sus aldabonazos históricos en Madrid: en los Jardines de Cecilio Rodríguez, el Círculo de Bellas Artes, el Centro Cultural de la Villa, el Colegio de Médicos, el Teatro Albéniz… De muchos de ellos fuimos testigos y constituyen preciados recuerdos del mapa sentimental de nuestra vida.

El libro me permite, por otro lado, releer buena parte de las crónicas en su día dedicadas por mi pluma a Güito en las páginas de ABC. Y desgranar muchas añoranzas, como aquel viaje en tren con él, Manolete, Indio Gitano y Juan Verdú desde Madrid hasta Mérida que se nos hizo eterno, si bien por razones distintas a las que igualmente eterno se nos antojaba el baile de El Güito, que, deteniendo con su solemnidad por farruca o soleá el reinado del Tiempo, cumplía en diez minutos todas las promesas del milenarismo cristiano sin que ni las autoridades espirituales de Jerusalén ni las de Roma se lo agradecieran.

Nosotros, con su baile prendido a las membranas del corazón, sí le damos las gracias. ¡No en vano su arte de molde único nos acompaña para siempre, como sutil exigencia ética, por los caminos de esta vida! Y quien lea este libro entreverá en alguna medida el porqué…