Dos clásicos populares sobre el amor a los libros
7 de enero de 2022Lecturas totales 766 , Lecturas hoy 1
Guillermo Mas
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Prólogo
Lo “clásico” y lo “popular” parecen pertenecer a concepciones antitéticas de lo cultural. O puede que no: nunca se ha leído más; y nunca se ha escrito en mayor cantidad, ni mejor, en cuanto que conjunto, que en nuestros días. Los libros nunca han sido más accesibles y nunca hemos anhelado tener tantos. Y, además, jamás hemos sentido una fascinación comparable sobre el propio objeto del libro como en nuestros días: lo queremos saber todo sobre su historia y su evolución a lo largo del tiempo. Tampoco hay parangón ni circunstancia histórica comparable en el consumo de historias: somos adictos sin excepción a la ficción. Consumidores lujuriosos y orgullosos de serlo, necesitamos dosis contundentes de fantasía para mejor entendernos a nosotros mismos y a nuestra realidad. También para matar las lluviosas y siempre invernales tardes de domingo o para adormecernos acompañados de forma inmejorable en las calurosas siestas del verano.
Leamos una de las varias definiciones de “clásico” postuladas por Italo Calvino: “Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual”. Umberto Eco consideraba que “la cultura de masas es una anticultura” donde la “situación conocida como cultura de masas tiene lugar en el momento histórico en que las masas entran como protagonistas en la vida social y participan en las cuestiones públicas. Estas masas han impuesto a menudo un ethos propio, han hecho valer en diversos periodos históricos existencias particulares, han puesto en circulación un lenguaje propio, han elaborado pues proposiciones que emergen de abajo”.
Normalmente, términos como “clásico” y “best-seller” suelen ser opuestos y hasta se encuentran diametralmente enfrentados. Al menos, esa es la visión que responde a una concepción aristocrática de la literatura que diferencia tres niveles de cultura (alta, media y baja) y que cree que lo intelectual y lo divertido (el mero “entretenimiento”, aquello que “solo es evasión”) no pueden darse en una misma obra a la vez. En ese sentido, permítanme que cite unas sabias palabras que se pueden leer en Danza Macabra y con las que Stephen King despacha con solvencia el trabajo habitual que los “académicos” suelen realizar con la literatura: “Muéstrenme cualquier tesis universitaria en el campo de la literatura inglesa o americana y les mostraré un montón de mariposas inertes, la mayoría de ellas torpemente asesinadas e inexpertamente montadas”. No llores, Jesús G. Maestro.
El propio Eco nos demostró, encuadrándose en una línea que se remonta hasta Cervantes y más atrás, hasta qué punto esa posición elitista y despótica, así como todos los tópicos que lleva asociados, son falsos; primero con un ensayo deslumbrante y todavía actual llamado Apocalípticos e Integrados; y luego con una novela, El nombre de la rosa, que seguro que ustedes ya han leído. La lista de libros más vendidos marca el canon de lo popular, aunque eso no significa, ni mucho menos, que los primeros sean siempre los mejores libros: normalmente nunca lo son ni es eso lo que queremos extraer aquí a modo de conclusión; aunque tampoco indica necesariamente lo contrario.
Todo crítico cultural que se precie no debe, en mi opinión, ni encerrarse en una Torre de Marfil desde la que poder anunciar el apocalipsis desde las alturas; pero tampoco debe de entusiasmarse con cada nueva obra que todo el mundo vaya leyendo en el transporte público. Un término medio aristotélico es un buen equilibrio, en esto como en todo, además del punto idóneo desde el que ejercer un pensamiento realista y crítico.
El interés por el libro como objeto nunca ha sido mayor que en tiempos del ebook: ese es el deslumbrante hallazgo sobre el que debemos meditar. Seguimos necesitando actualizar los viejos clásicos, al tiempo de producir otros nuevos que expresen de manera sincrónica los problemas de nuestro tiempo, para tratar de desentrañar la existencia. A pesar de todos los juguetes ingeniosos que la técnica pone a diario a nuestra disposición, nos fascina ese gran invento que podemos llevar en el bolsillo a cualquier parte y que se adapta cómodamente en la mano para ofrecernos la totalidad del universo a través de las palabras y de todo lo que en la imaginación y en las emociones pueden provocarnos.
Hemos vuelto a enamorarnos del libro como objeto: éxitos populares en el terreno del ensayo como Librerías de Jorge Carrión o desde la novela como Una Odisea: Un padre, un hijo, una epopeya de Daniel Mendelsohn, así lo han demostrado. En 2021, dos novelas representan mejor que ninguna otra esa paradoja, que en realidad nunca ha sido tal, en cuanto que obras que tienen la calidad suficiente como para permanecer en la categoría de clásicos ofreciendo generosamente al lector un aluvión de historias cuya facilidad no se diferencia en nada de la mayoría de los best-sellers.
Otro tipo de best-seller es posible: en manos de los consumidores está elegir que los libros por los que las editoriales apuestan sean de más o menos calidad. Y en manos de los críticos culturales y literarios está reconocer, premiar y difundir obras como Ciudad de las nubes de Anthony Doerr, que es la más accesible de todas las grandes novelas posmodernas; o El árbol de los sueños de Gustavo Martín Garzo, que es la mejor actualización de Las Mil y Una Noches que ha ofrecido la literatura reciente en español. Dos ejemplos impecables de que los clásicos pueden y deben ser populares; y de que un best-seller puede nacer partiendo de una importante vocación de perdurar.
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Ciudad de las nubes de Anthony Doerr
Abrir un buen libro es algo así como volver a casa después de un largo y fatigoso viaje. Los lectores de ficción tenemos dos buenos motivos de celebración para cerrar este 2021 que ya se acaba: el regreso, después de años de silencio, de dos autores extraordinarios: Susanna Clarke y Anthony Doerr. Pero antes de hablar de ellos y de sus respectivas novelas, quiero contarles una pequeña historia muy personal.
Hace ahora dos años cayeron, de forma simultánea, dos novelas, como surgidas de otra dimensión, en mis manos. Las leí tan ansioso como quien se bebe un vaso de limonada en una tarde de verano, después de haber caminado mucho tiempo bajo el sol. Y cambiaron mi forma de entender la literatura; es decir, que trastocaron por completo mi vida. O al menos esa es la sensación que sigo teniendo hoy y que solo el tiempo podrá confirmar o desmentir; porque El atlas de las nubes (Cloud Atlas, 2004) y El clamor de los bosques (The Overstory, 2018) son dos de las lecturas más intensas y emocionantes que he realizado jamás.
La primera novela, El Atlas de las Nubes, es una obra del autor británico David Mitchell, que explica así la forma en la que surge la novela: “No me quería repetir, eso no es bueno para un escritor. Quería ser omnívoro: en mi forma de vivir, de leer, de escribir. Quería hacer una secuencia de narraciones interrumpidas que nunca serían continuadas. Quería lo mejor de mis historias, así que me pregunté: ¿qué pasaría si interrumpiera las narraciones seis veces y después las retomara? Sentía curiosidad por ver cómo funcionaría eso”. La segunda, El clamor de los bosques, del norteamericano Richard Powers, ganó el Premio Pulitzer en 2019 y mantenía un esquema deudor del de Mitchell pero adaptado a una temática más concreta: la conservación de los bosques y sus infinitas variedades de árboles.
Las mencionadas obras de Mitchell y Powers, junto a la reciente Ciudad de las nubes de Anthony Doerr, son tres novelas teológicas o, por mejor decir, místicas, que tratan de resignificar el sentido de la condición humana y de la propia vida a través de la narración —a modo de cosmogonía o incluso de teodicea— episódica de las existencias de un puñado de hombres extraños. Su propuesta ficcional es un modelo entre popular y comercial, al tiempo que minoritario y metaliterario, de narración que propone, de manera creativa pero accesible para el gran público, una forma de contar historias interconectadas eficaz para comprender y comprimir toda la complejidad del siglo XXI a través de una gran novela. Pero en realidad nada de eso importa demasiado porque, como se puede leer en Ciudad de las nubes, solo hay que ponerse cómodo para recibir una acumulación voluptuosa de narraciones: “Desconocido, quienquiera que seas, abre esto y maravíllate”.
Se trata de un tipo de escritura estrictamente posmoderna que encaja dentro del marco que Alan Moore delimitaba, a modo de consejo, para los escritores del futuro: “Trata la escritura como si fuera un dios. Trata la escritura como si fuera una inmensa y poderosa deidad de la que tienes un pedazo a cambio del cual tienes que hacer tu mejor trabajo porque nada, salvo tu mejor trabajo, sería suficiente. Para mí, el verdadero escritor es alguien que una vez identifica una técnica que usa, la abandona para poder continuar en pos de una forma distinta. Los grandes escritores son aquellos que una vez que encontraron el éxito trataron de hacer algo completamente distinto. Esa es la única forma de mantenerte vivo como escritor: seguir en movimiento, seguir progresando. Detenerse, en mi opinión, es la muerte de la creatividad. Decidir que estás satisfecho con lo que estás haciendo: ahí es cuando probablemente estás acabado como escritor. Mantener el hambre, ser consciente de que hay territorios inexplorados delante de tí que ningún otro escritor ha conocido antes y que tú podrías descubrir. A los escritores yo les diría: asegúrate de que estás a la altura, recuerda la gloriosa y noble tradición llena de hombres y mujeres que lograron algo así antes: porque esa es la compañía que aspiras a tener”.
Volvamos, por un momento, a Susanna Clarke y Anthony Doerr. Antes mencionamos la prolongada inactividad de ambos después de haber alcanzado, respectivamente, el éxito. Clarke se alzó con, entre otros, el Premio Hugo y el Premio Locus con su novela fantástica Jonathan Strange y el señor Norrell (2004); mientras que Doerr se alzó con el Premio Pulitzer por su novela histórica La luz que no puedes ver (2015). Siete años separan a Doerr de su última novela, Ciudad de las nubes (2021), que es candidata al National Book Award de este año; mientras que Clarke llevaba diecisiete años sin escribir una obra larga hasta la reciente publicación de Piranesi (2021), novela por la que ya ha recibido el Women’s Prize for Fiction. Sin duda alguna, pocos libros más esperados han aparecido en España durante este año que ya toca a su fin.
Ciudad de las nubes, de Anthony Doerr, es una de las mejores novelas del año: no caben las dudas al respecto. Además de la primera gran ficción que aborda la pandemia —varios personajes aparecen confinados— y sus consecuencias sociales de una forma no mimética pero sí llena de imaginación deslumbrante. En el interior del libro encontramos distintos tiempos históricos y espacios geográficos enhebrados por un mismo hilo conductor y cuyo eje vertebrador es un libro (inventado) que aúna la memoria del pasado con una más que interesante previsión de futuro —sólo por la especulación se puede hablar con amplitud de miras de esa entelequia a la que denominamos “presente” y en la que vivimos de forma continua—; porque Doerr hereda el interés por el ecologismo de Powers y una estructura calcada a la de Mitchell para hacer una novela más aproximada al best-seller, dada su agilidad lectora, aunque no por ello menos intensa ni ambiciosa que El atlas de las nubes o que El clamor de los bosques.
Ciudad de las nubes es, por encima de todo, un homenaje a esa eterna utopía inalcanzable que nos ofrecen los grandes libros: todo un “himno a los libros, construido sobre los cimientos de muchos otros libros”, en palabras de su autor. Recibir historias nos salva de la realidad y nos ayuda a entender mejor nuestro yo interior y nuestras emociones más íntimas al tiempo que el mundo en el que vivimos inmersos; contarlas a otros, en cambio, supone el mayor acto de amor que se puede realizar por alguien: no en vano, Ciudad de las nubes se cierra con la tierna imagen de una anciana leyendo un libro a un niño. Como se puede leer dentro de la novela, ”yo sé por qué te leían esas bibliotecarias las viejas historias. Porque si se cuentan lo bastante bien, durante el rato que dura la historia uno consigue burlar la realidad”. Que no es poco.
Ciudad de las nubes de Anthony Doerr es un libro que se adapta bien a aquello que el escritor británico y autor de El mago (The Magus, 1965), John Fowles, decía sobre la escritura: “Encuentro una clara analogía entre los árboles, el bosque, y la prosa de ficción. Todas las novelas son también, de alguna manera, un ejercicio consciente de búsqueda de libertad”. Una nave espacial que viaja hacia la colonización de una nueva Tierra; un atentado frustrado en una biblioteca pública de un pequeño pueblo; un ecologista atormentado que habla con un búho imaginario; un huérfano solitario y reprimido que va a la guerra para volver amando la literatura griega; una chica que se cree al borde del Apocalipsis y que es asediada en Constantinopla en 1453; un chico desfigurado y misterioso que asedia Constantinopla en 1453; un libro compuesto de fragmentos ilegibles, proveniente de la Antigua Grecia, pero que cambia de manera radical (metanoia) cada vida que toca… Todas esas historias se dan la mano en Ciudad de las Nubes porque la realidad humana más profunda, como escribía David Mitchell en El atlas de las nubes y más tarde han repetido Andrés Ibáñez o Salman Rushdie, es que “todo está conectado”. Esa es la enorme relectura del pasado para mejor resignificar el presente y así poder anticipar el futuro que realiza la gran ficción posmoderna. Porque leer siempre es soñar misterios de amor.
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El árbol de los sueños de Gustavo Martín Garzo
En algún momento de El árbol de los sueños se dice que el escritor es aquel que permanece un paso atrás de la acción y hasta de la vida para poder narrarlo todo desde una perspectiva más amplia después. Leyendo el último libro de Gustavo Martín Garzo, sin embargo, resulta difícil no constatar que el escritor vallisoletano nacido en 1948 se encuentra un paso por delante de la mayoría de los autores españoles contemporáneos. Habría que remontarse hasta 2014 para encontrar, en otro libro curiosamente editado también por Galaxia de Gutenberg, un libro tan ambicioso como pleno de historias: me estoy refiriendo, claro está, a Andrés Ibáñez y su genial novela Brilla, mar del Edén. Ambos libros, antes el de Ibáñez y ahora el de Martín Garzo, sin duda alguna van a quedar entre las obras de importancia de la literatura española de este tiempo.
Gustavo Martín Garzo ha escrito un libro inolvidable y con vocación de eterno que se propone celebrar, según sus propias declaraciones, “toda la belleza y toda la locura del mundo”. Se trata de una novela sembrada de intertextualidad, de citas entreveradas y de referencias más o menos explícitas; de historias reescritas y previamente tomadas de otros libros; y de personajes reformulados que componen y pueblan el imaginario popular porque, para Martín Garzo, “escribir consiste en recoger las historias perdidas del mundo”. Frente a la idea romántica que defiende al autor genuino y al genio individualista, El árbol de los sueños reivindica a esos narradores itinerantes que coleccionaban historias de forma constante y que vivían en el camino para ir transmitiéndolas después con un lenguaje sencillo y penetrante, de manera oral, al mayor número de escuchantes posibles.
El árbol de los sueños, como sucede con otros modelos al estilo de Las Mil y Una Noches o el Decamerón, parte de un marco sencillo para proceder a contarlo todo: la historia de cuantos hombres han existido a través de sus mejores relatos de amor. En este caso, se trata de una madre que hereda una gran fortuna de su padre, un peregrino incansable, cuyo legado continúa viajando por todo el mundo hasta arribar en la India para encontrar la respuesta a lo trascendente en el budismo, y que después se casa con el propietario de un hotel en León al que le pide conservar para siempre la intimidad en una habitación propia. Consumidora contumaz de opio y narradora lujuriosa de historias interminables que ha recogido pacientemente de su periplo, todas las noches les cuenta un cuento a sus hijos antes de dormir, que serán los mismos —más de un centenar en total— que recibamos los lectores por mediación de la pluma del narrador, un hombre ya adulto y desencantado que recuerda con inevitable nostalgia esas horas plagadas de relatos compartidas con una madre y con una hermana que no lograron sobrevivir, como pronto descubrimos, al implacable paso del tiempo. Del dolor de esa ausencia presente nacerá el consuelo del sueño incesante: esa es la gran lección vital del libro, que nos permite entender de qué manera el acto de narrar le otorga sentido a nuestras absurdas malandanzas por esta tierra baldía.
En eso consiste vivir cuando el dolor de la vida nos agota y consume hasta quedar varados en el más profundo de los desasosiegos: en un torrente sin fin de palabras; un mar proceloso de historias eternas condenadas a ser reformuladas porque, como se puede leer en el libro, “contar era liberar la vida de cuantos se empeñaban en ultrajarla con la negrura de sus corazones“. El árbol de los sueños consigue trascender todo el dolor de la muerte, del fracaso y del recuerdo punzante a través del acto de contar del que el propio libro es un testimonio irrefutable que contiene todos los grandes relatos de la historia: de las leyendas orales al Antiguo Testamento; de los mitos atemporales a las obras maestras que conforman el canon de la literatura. Porque lo vivido importa tanto como lo recordado y, más aún, como lo imaginado y lo soñado, podemos afirmar que es bello estar vivo siempre y cuando consagremos nuestras vidas al inmarcesible acto de fabular e inventar. Así, se puede leer en las páginas de El árbol de los sueños lo siguiente: “Pobre de aquel que no haya sido capaz de transformar su vida en un cuento que merezca ser escuchado por los demás, pues no se puede decir de él que haya vivido de verdad“.
Gustavo Martín Garzo ha escrito, además, un libro lleno página tras página hasta casi llegar a las quinientas, de máximas excelentes dignas de ser esculpidas en piedra para que nadie pueda olvidarlas. Pier Paolo Pasolini, ese místico al que toda etiqueta le quedaba estrecha, adaptó al cine tres grandes libros de cuentos: El Decamerón (1971), Los cuentos de Canterbury (1972) y Las mil y una noches (1974). Resulta evidente la similitud en cuanto que narrador de Gustavo Martín Garzo, otro cinéfilo empedernido, con Pasolini: una capacidad tangible para hablar de la gracia desde una óptica no religiosa pero igualmente hambrienta de absoluto.
El árbol de los sueños es un libro sobre todo de amor que devuelve al lector a la infancia y que contiene en su interior todas las historias protagonizadas por amantes del mundo. Su autor parte de la mayor historia de amor imaginable, la de una madre por su hijo y la de un hijo por su madre, para terminar de contar “la loca historia del amor en el mundo” a través del “hilo azul de la escritura“: ese “árbol de los sueños” tupido, frondoso y tan lleno de ramas y de palabras como de hombres lo ha estado, lo está y lo estará alguna vez el mundo.
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Epílogo
La literatura española y, más aún, también la europea, es una literatura en buena medida ensimismada, que no puede salir de su pequeño reducto nacional porque resulta provinciana y que cuenta además con un lastre intolerable a la hora de aspirar a la universalidad ínsita a toda gran obra posmoderna y es que está ideologizada en exceso. Frente a eso, el arte de contar buenas historias y el amor a los clásicos sigue siendo la mejor fórmula para conmover a cualquier ser humano y para invitar a la reflexión sobre las cuestiones que, por ser inherentes al hombre, resultan eternas. Ciudad de las nubes y El árbol de los sueños son dos libros de 2021 que a buen seguro releeré en 2022. Les invito a descubrirlos por primera vez, si no lo han hecho ya: les aseguro que no se arrepentirán.