Lagertha y los ynglingos
4 de diciembre de 2021Lecturas totales 1,811 , Lecturas hoy 1
JOAQUÍN ALBAICÍN
Sostiene la tradición hindú que los dioses longevos son estúpidos, por cuanto su senectud ralentiza su liberación de las cadenas que los mantienen atados al mundo de la manifestación. La verdad es que hay que saber retirarse a tiempo, como han hecho Tony Bennett, ídolo de Las Vegas, al anunciar a sus noventa y cinco años su decisión de abandonar los escenarios o Los Chunguitos dando fe de su separación artística más o menos al alcanzar la edad de la jubilación. ¡Excelente momento! ¿Quién sabe? Tal vez el hecho de que haga ya bastantes siglos que Odín no recibe culto sea indicativo de la jupiterina omnisciencia y sabiduría de este dios. Claro que también han hecho lo suyo por que así sea la clerecía católica y su grey intelectual, empezando por Snorri Sturluson (1178-1241), ese de quien Borges dijo que le enseñó a escribir y cuyos abuelos seguramente aún rezaban y sacrificaban a la suprema deidad nórdica.
Aquel Odín ha vuelto de algún modo a cosechar fieles gracias a Vikingos, la serie con las mejores batallas de toda la historia del cine y la televisión y a cuyo guionista, George Hirst, jamás podré perdonar el final que destina a Lagertha, bella entre las bellas. Pero hace ya mucho que Snorri Sturluson se extendió en detalle sobre la “vida” de Odín en su cronicón La saga de los Ynglingos, dedicado a la historia de los reyes de Noruega y publicado aquí por Miraguano en una cuidada edición de Santiago Ibáñez Lluch llegado a nuestro poder cuando aún no nos hemos repuesto -nunca lo haremos- de lo de Lagertha.
Sturluson, cristiano y educado en una abadía, incluye en su “historia” del dios la aclaración de que éste fue un descendiente del rey troyano Príamo, un gran guerrero versado en las artes mágicas llegado un buen día a Suecia desde Asia (pues procedía de Asgard, que, como Asia, empieza por As)… Nos dice Snorri que, además de viajar siempre acompañado por dos cuervos parlantes y hablar indefectiblemente en verso, cultivaba Odín la afición de bendecir a sus guerreros antes de la batalla y estableció la costumbre de las incineraciones y la del enterramiento de tesoros que, tras su muerte en combate, los vikingos podían llevarse con ellos al Valhalla. También dispuso que de los ritos se ocupasen las sacerdotisas, pues los hombres que se dedicaban a la magia tendían a afeminarse o, hablando en plata, a amariconarse.
Esta de convertir a los dioses anteriores a Jehová y a Cristo en guerreros o reyes prestigiosos a quienes la ignorante humanidad tomó por criaturas divinas es una vieja obsesión del cristianismo. La encontramos ya en la obra de padres de la Iglesia como Lactancio, que endosa esa misma condición humana a Osiris, Hércules, Hermes… Porque claro, ¿cómo escribir que, durante siglos y milenios, los hombres rezaron y adoraron o, en suma, creyeron en “alguien” que jamás habría existido? ¿Quién podría admitir semejante disparate?
Procede no obstante recordar, como lo hace Ibáñez Lluch, que esto de la humanización de los dioses se remonta como mínimo al pagano Evémero, un caballero fallecido en Sicilia en el siglo III a. C. para quien, como bien recuerda, “los dioses eran personalidades políticas que en vida se atribuyeron poder divino y establecieron en beneficio propio cultos religiosos”. ¡Ese Evémero, en efecto, que, pese a ser calificado por Ibáñez Lluch de “sabio griego” era, sin duda y a tenor de sus palabras, uno de los principales tontos de entre sus conciudadanos…! Es curioso que la historiografía y la teología cristianas encontraran tempranamente inspiración en un precursor del ateísmo como él. Quizá esto explique más cosas de las que en principio pudiera parecernos a propósito de las religiones abrahámicas y del cristianismo en particular, siempre extrañamente obsesionado por el carácter “histórico” de lo relatado en sus libros sagrados y en el que la religión ha terminado por quedar reducida a poco más que una permanente conmemoración de efemérides de dudosa fecha.
Una de las historias -más bien tuits- referidas por Snorri es la del rey Sveigdir, quien, sabedor de que Odín, tras fallecer “por enfermedad” en Suecia había vuelto a Asgard, partió en busca de esta mítica ciudad. En el curso de su viaje fue a dar con un enano sentado sobre una piedra que le invitó a seguirle hasta Asgard a través de la caverna oculta bajo ella. Así lo hizo Sveigdir y, al cerrarse tras ellos la entrada, nada más volvió a saberse ni de él ni del enano. Otra microhistoria es la del príncipe Hálfdan El Generoso, también llamado El Mal Convidador porque en los banquetes ofrecidos en su casa repartía a todos muchas monedas de oro, pero servía muy escasa comida. O la del torerísimo rey Egil, primero que en la Suecia medieval intentó la suerte del volapié.
Snorri es un autor -y La saga de los Ynglingos una obra- óptima para los desconsolados cultores de Lagertha, a quien nos recuerda un poco la reina Yrsa, capturada y desposada por el rey Adils. En mi caso, como analgésico o bebida para olvidar he recurrido a la colombiana Distrito salvaje, también en Netflix, que incluye una escena en la azotea de un rascacielos que te sube el corazón a la garganta como no lo lograría el más enloquecido de los vikingos. Es una serie, además, de lo más ilustrativa acerca de la naturaleza del poder político y económico en la sociedad globalizada que nos hace pensar en si los vikingos, cuando sacrificaban a los dioses a su rey por considerarlo culpable de la mala cosecha o la pérdida de una batalla, no serían unos adelantados a su tiempo y unos pioneros de la igualdad de oportunidades…
Y es que nunca, quizá, venga mal un sacrificio humano de vez en cuando a una sociedad que quiera mantener el tono muscular. Por aquí tenemos, mismamente, a Pedro Sánchez, quien es de creer que, en caso de las circunstancias demandarlo, no dudaría en dar el paso al frente hacia la pira de las víctimas propiciatorias. ¡Alcemos la jarra y brindemos por ello!