Matheson a 20.000 pies
3 de octubre de 2021Lecturas totales 1,689 , Lecturas hoy 1
JOAQUÍN ALBAICÍN
Hay quien persiste en culpabilizar contra viento y marea al murciélago de la propagación planetaria del covid 19, cuando en lo único en que te puede convertir el mordisco de uno de estos mamíferos que surcan los cielos en la oscuridad de la noche es en sobrevenido pariente o vasallo sumiso del Conde Drácula. Es algo que de modo fehaciente demostró ya en 1951 Richard Matheson en Bebe mi sangre, una historia redonda incluida en el volumen Vampiros de Atalanta y cuya lectura me animó a hacerme con la antología de relatos suyos Peligro a 20.000 pies, publicada por Valdemar, donde este mismo cuento aparece con el título Hijo de sangre.
Matheson (1926-2013) ha sido siempre reconocido como su maestro por Stephen King, prologuista del libro. Obras suyas son el origen de películas para el recuerdo como El increíble hombre menguante y Soy leyenda -novela pandémica de la que La niebla de King quizá sea en algo deudora, como de esta lo sea El incidente, de Shyamalam-… además de la del debut de Spielberg, El diablo sobre ruedas, donde, acaso por primera vez en la historia y adelantándose al transhumanismo y las políticas de género, un camión se erige en uno más entre los actores del reparto. Esta buena fortuna de Matheson en el cine nos invita a sospechar que nació bajo el signo de Sagitario, como el Joe Gillis a quien Norma Desmond contrató como guionista principalmente por eso.
El autor de Peligro a 20.000 pies escribía relatos sobre sucedidos con los que la gente se cruzaba en el arcén de la vida en los años 50, que fue cuando él empezó a darse a conocer como hilador de historias fantásticas y de miedo. Cierto que incluye aquí un relato ambientado en el entonces aún lejano futuro de 1997, pero sus protagonistas no dejan de hablar como jóvenes americanos de los 50, pues, como siempre sucede con la literatura de anticipación, enseguida se queda antigua. Y está esa señora que recibe en plena noche llamadas de alguien que no contesta. Lo mismo le ocurría a Barbara Stanwyck en Voces de muerte. El gran Anatole Litvak la dirigió, es verdad, en 1948, pero ya estaban los 50 pisando con fuerza el acelerador. A quienes nos perdimos aquella época no nos pasan esas cosas de los relatos de Matheson, porque ahora todos sabemos que, si nos llaman y, al responder, nadie contesta, se trata de un estafador, un banco o una compañía de móviles.
¿Por qué se hizo Matheson escritor? De familia no le venía, pues su padre era un marino noruego, aunque, si bien se piensa, escribir ficción no deja de ser una forma de navegar, lo mismo que de viajar en tren, provocar guerras, ir a buenos restaurantes, frecuentar los países de los fantasmas o las hadas… Además de que los motivos para emprender un camino artístico no son siempre tan conscientes como a menudo presuponemos. Luis Alberto de Cuenca, por ejemplo, asegura que si escribe poemas es porque no era bueno en gimnasia. Y Carles Benavent, que optó por tocar el bajo porque tiene menos cuerdas que la guitarra. Al final, sigo pensando que es la música, el toreo, la danza o el arte que sea el que escoge a uno, y no al revés. Como hizo la literatura con Matheson, elevándolo veinte mil pies por encima de muchos que, más persuadidos acaso que él de merecer ser pasajeros en ese vuelo, intentaron en vano obtener en él un pasaje de ventanilla.
De cualquier modo, no sientan miedo cuando, de madrugada, les llame por teléfono alguien que luego no conteste. Tranquilos, porque el futuro ya pasó. ¡Ya no estamos en los 50!.