La extinción de los neandertales
10 de julio de 2021Lecturas totales 1,545 , Lecturas hoy 1
JOAQUÍN ALBAICÍN
¡Al fin llegó a las librerías! De la mano de Almuzara, ya está aquí La extinción del neandertal y los humanos modernos. Entre el síndrome de Frankenstein y el dilema de la morsa y el carpintero, el más reciente estudio sobre los orígenes de la humanidad debido a Antonio Monclova Bohórquez, desde hace algún tiempo nuestro paleoantropólogo o paleobiólogo de cabecera. Nada más abrirlo e hincarle el diente nos topamos -¡relámpagos en el horizonte!- con aquella referencia de Mary Shelley en el prefacio de su Frankenstein al abuelo de Darwin, esa en la que la escritora precisó no creer en “semejantes fantasías” de devolver la vida a los muertos, aunque “el señor Darwin y otros fisiólogos alemanes” las consideraran “no del todo imposibles”. No sabe uno, la verdad, hasta qué punto “los postulados pseudocientíficos de su época”, como llama Monclova Bohórquez a las ideas de esa índole que aparentemente influyeron en Shelley a la hora de escribir su novela, eran menos pseudo y menos fantasía que las que hoy siguen inspirando a lo más granado del escalafón de los eruditos en la prehistoria.
Los neandertales -a los que nuestro autor hace un loable esfuerzo por, de algún modo, “resucitar”- ocuparon durante decenas de milenios Europa y parte de Asia hasta que en cierto momento -un “momento” de miles de años de duración- terminaron por extinguirse coincidiendo con la llegada a sus dominios de los primeros humanos modernos. “No me cabe duda”, afirma Bohórquez, “de que nuestros ancestros tuvieron su papel en las postrimerías del mundo neandertal”. Pero, ¿cuál?
Es esta, repetimos, la pregunta que motiva el libro: cómo se produjo la desaparición de los neandertales y si en realidad la migración desde África a Eurasia de los “primeros humanos modernos” fue causa directa de la misma. Acentúa Monclova que, en particular en el plano morfológico, la línea de separación entre neandertales y humanos modernos es cada vez menos nítida pese a haber sido los primeros inicialmente presentados como seres bestiales incluso por su aspecto, difundido entre el gran público mediante dibujos sin base científica alguna publicitados en las páginas de las revistas eduardianas. Y nos advierte también, para equilibrar la balanza, de que la posterior corrección del entuerto por vía de “humanizarlos” puede hacernos derivar hacia el no menor riesgo de poner en pie una nueva mitología asimismo carente de rigor científico. Porque se trata, a la postre, de saber “si los neandertales estuvieron dotados de un comportamiento calificable de humano”. Y esto, nos dice, es algo aún pendiente de ser demostrado de modo claro.
De ahí su comentario en detalle de las distintas visiones que siguen a día de hoy concitando mayores o menores adhesiones entre los investigadores. En paralelo a la construcción imaginaria del porte bestial de los neandertales surgió, por ejemplo, la teoría de una lucha a muerte desatada entre dos familias diferentes de homínidos, hipotética batalla campal carente por el momento, la verdad, de “explicaciones científicas fidedignas” que la confirmen. Sigue pese a ello conociendo gran predicamento, al igual que la llamada hipótesis por pasos, a tenor de la cual unas familias de homínidos evolucionaron con más rapidez que otras, llegando todas a terminar por reconocerse como especies separadas… Claro que, para tomar en serio esto de los pasos, hay primero que creer en la evolución.
Está también la tesis lanzada allá por 1912 por Arthur Keith, según la cual el neandertal sería antepasado del sapiens, descendiendo ambos del Hombre de Piltdown, presapiens o ancestro previo común a ambos “descubierto” ese mismo año y que, como cuatro décadas después se probaría, no era sino un montaje elaborado con una mandíbula de orangután, unos dientes de chimpancé y un cráneo humano medieval. Está también el modelo Arca de Noé, según el cual los humanos modernos tendríamos un solo origen, habiendo reemplazado en un remoto pasado a los demás homínidos sin cruzarnos con ellos. Y está la tesis de Franz Weidenreich, según la cual -nada de Piltdowns ni de presapiens– diferentes tipos de humanos modernos se cruzan entre sí en el curso de las generaciones hasta que el intercambio genético termina por dar vida al tipo que somos y conocemos.
Así pues, los neandertales, según Weidenrech, cuya tesis nos parece la más sensata, habrían sido sólo un tipo humano más de los bastantes que habrían dejado huella en nuestro mapa genético. Y es que, como dice Monclova: “El número de especies del género Homo que existieron durante el Pleistoceno es probablemente muy superior al que los especialistas conocen, e igual sucede con el de las que fueron coetáneas en un momento determinado”. Se sabe, por ejemplo, que en Siberia existió hace unos cincuenta mil años una población -los denisovianos- que no eran propiamente ni neandertales, ni humanos modernos. Nos parece una hipótesis de lo más atendible, aunque sólo sea porque, de imponerse, dejaríamos de escuchar la tontería o falso enigma de si los neandertales comían vegetales porque lo aprendieron de los humanos modernos o no sería al revés. Un poco como si nos planteásemos -este es el punto de vista de los evolucionistas- que las vacas comen yerba no por ser vacas, sino porque eso es lo que un día vieron hacer a las ciervas.
Siempre- subraya Monclova Bohórquez- se percibe un intento consciente o inconsciente de estudiar la cuestión partiendo de la base de la superioridad del humano moderno sobre el neandertal desde el punto de vista de las capacidades cognitivas, idea preconcebida y prejuicio aún vivos en una comunidad científica empecinada en considerar inferiores a los neandertales, como inferior consideraba el doctor Frankenstein a su criatura. Y al otro lado de la mesa de debate, una de las grandes preguntas continúa siendo, claro, la de que, si los neandertales eran tan “parecidos” a nosotros, ¿por qué el sapiens no se extinguió también? Más allá de las respectivas capacidades cognitivas de ambos, Monclova Bohórquez cree que los factores medioambientales, insuficientemente tenidos en cuenta, también debieron influir.
El paleobiólogo, que focaliza su estudio en la extinción de las poblaciones neadertales que encontraron en el sur costero de la Península Ibérica sus postreros refugios climáticos, se pronuncia en el sentido de que, cuando las condiciones ambientales que las permitieron sobrevivir en aquellos parajes volvieron a cambiar, apareció el hielo marino, dificultándoles el poder seguir alimentándose de criaturas del océano, hecho coincidente con un simultáneo proceso que tornó más áridas las tierras del interior. Desaparecieron los bosques junto a los que los neandertales solían vivir y, con ellos, los llamados corredores ecológicos, esos “caminos” con la suficiente agua y biodiversidad que unían sus áreas geográficas de refugio con las que ocuparon previamente y a las que se vieron imposibilitados de regresar. Al entrar, pues, en crisis y luego en colapso el equilibrio nutricional al que estaban acostumbrados, terminaron por extinguirse. Monclova Bohórquez lo argumenta todo muy bien con su teoría de “el que se fue a Sevilla, perdió su silla”, una base para la reflexión a la que no hace ninguna mella el dato secundario de que aún faltaran milenios para que la ciudad donde Joselito y Belmonte tantos olés arrancaron a las gargantas de la afición fuera fundada por Hércules en aquel paraje, antaño habitado por los neandertales y sus hermanas y rivales las hienas.
Tal vez fue, sí, en la futura boca de riego de la Maestranza, allá donde cortara Gallito la primera oreja concedida en tan egregia plaza, donde el último neandertal exhaló exhausto su postrer suspiro. No, no frunzan el ceño. ¿Acaso no será todo esto algún día paleoantropología? Al igual que de Elsa Lanchester y Boris Karloff, al neandertal gibraltareño, extremeño o hispalense no le separa de José y Juan, no se engañen, más que una glaciación. De momento y como Monclova Bohórquez apunta, la presunción de que las lanzas de los neandertales pudieran traspasar la piel de un mamífero de gran tamaño continúa siendo poco más que un mito, en tanto conocemos de sobra la eficacia de las espadas de los toreros para pasaportar al Otro Mundo a los toros bravos.
¿Acaso los toreros de hoy no son los neandertales del mañana? Y más en vista de cómo están los poderes de las Sombras dejando al toreo sin corredores ecológicos…