Vuelo a Spandau

Vuelo a Spandau

1 de mayo de 2021 0 Por Ángulo_muerto
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JOAQUÍN ALBAICÍN

Una biografía de Rudolf Hess, el delfín de Hitler, ha publicado La Esfera de los Libros. Llega entre la segunda y la tercera oleada del covid 19, más o menos coincidiendo con los lanzamientos por Acantilado de las memorias de Albert Speer y por Anagrama de Ruta de escape, la investigación de Philipp Sands sobre una familia de la élite nazi y sus descendientes.

Este estudio sobre su vida, escrito por Pierre Servent, autor de varios libros sobre historia militar, devuelve a mi memoria los difusos contornos de aquella sombra furtivamente retratada con tanta profusión durante mi adolescencia y juventud por la prensa durante sus paseos por el patio de la prisión berlinesa donde fue, durante muchos años, el único recluso. Interviú, Cambio 16… En aquellos días de gloria mediática de Onassis, Brigitte Bardot y Sofía Loren, Rudolf Hess, con sus fotos siempre algo desenfocadas, tomadas con teleobjetivo y a menudo filtradas a los medios por su hijo Wolf Rudiger, aportaba a las revistas el tono gris. Mientras Curd Jürgens y Romy Schneider -cuya madre aparece en una filmación junto a Hitler en la Guarida del Lobo– esquiaban en Gstaad, Hess se mordía las uñas en Spandau plantando tomates y dando todos los días, año tras año, el mismo paseo.

Fue la de Hess una personalidad más bien oscura y algo desquiciada, como la de casi todos los personajes vinculados en el siglo XX al auge de los totalitarismos. Nacido en la diáspora alemana -en Egipto- y en una familia acomodada, no pertenecía a ese lumpen sin oficio ni beneficio, surgido de ambientes sórdidos, del que se nutrió el nazismo inicial, pero sí a ese lumpen homosexual más específico y no menos espesillo, pululante por los bajos fondos de la República de Weimar, que convirtió el III Reich en un lobby gay con todas las letras en el que se estigmatizaba al mariquita melindroso que hacía ganchillo, pero se promocionaba y aplaudía al gay “macho” amante del músculo, las botas militares, los correajes y la “masculinidad” espartana. De hecho, el lugarteniente de Hitler era motejado en el seno del partido como Fraulein Hess.

Y perteneció también a aquella generación devastada física y psíquicamente por la I Guerra Mundial que, para tratarse de sus mutilaciones corporales y mentales, se sintió necesitada de agarrarse a un mundo violento, de consignas viscerales y facilonas que explicaran en cuatro palabras la derrota y el trauma sufridos como una “traición” perpetrada por otros, como la acción de unos emboscados… Se propulsa, pues, la teoría del complot judeomasónico, que se suma a una papilla ideológica parasitaria de los lugares comunes puestos en circulación por el romanticismo y el nacionalismo de la Revolución Francesa, el darwinismo y el ocultismo, así como por el bolchevismo, enterrador del “viejo mundo” con vistas a la erección de uno “nuevo”. Igual que los soviéticos, con la misma vocación de sepultureros que ellos y reemplazando al proletariado por una “raza” poco menos que imaginaria, los nazis se autoconvencieron de que no debía sentirse piedad hacia millones de ciudadanos “traidores” que, indignos de formar parte de ese “mundo nuevo” que pretendía descubrir belleza y poesía en la impiedad, habían de ser exterminados.

El libro aporta documentos interesantes o que, al menos, yo no conocía, como los que evidencian el reconocimiento por el propio Hess de que siempre fingió su amnesia. O el testimonio de que, al final, condenó la aberración del Holocausto, aunque uno diría que muy tibiamente y sin, por supuesto, ceder un ápice en su admiración y fidelidad al amor de su vida, Adolf Hitler. O su carta, escrita en cautividad, al Rey de Inglaterra. O relativos al polémico episodio del doctor que auscultó en la prisión al célebre recluso, concluyendo que no podía tratarse de Hess. O papeles que dan fe del pulular en torno a Hess de una cohorte de astrólogos, adivinos, curanderos… sobre los que nos gustaría saber más, pues no es el de los pitonisos un gremio precisamente ajeno a los servicios de inteligencia ni reacio a colaborar con ellos y que pudo, pues, tener sobre su decisión de volar a Inglaterra más influencia de la que se cree, e inducida quizá no precisamente por Berlín y su política y no sólo por las “visiones” de su mentor, el geopolítico Karl Haushofer.

Concluye Servent en su ameno y bien hilado libro que no hay un misterio Hess. Que ha quedado despejado. Que todas las claves sobre las razones y la identidad de los impulsores de su vuelo a Inglaterra quedan aquí aclaradas. Pero naturalmente que hay un misterio Hess… o eso nos parece. Porque, de no haberlo, en los archivos británicos no permanecerían todavía clasificados y vetados a los investigadores y al público hasta dentro de varios lustros tantos legajos de documentos referentes a su caso, medida que el mismo Servent admite no explicarse y que, seguramente, será prorrogada cuando lleguemos al año en cuestión. Como no seguirían igualmente clasificados por largo tiempo los documentos oficiales norteamericanos relativos a la persona y actividades de Osama Bin Laden. ¿Qué dicen esos legajos? No lo sabemos. Pero cuando un Estado oculta documentos es por una única razón: contienen información contraproducente para sus próceres. Como dijera Franklin D. Roosevelt: “En política nada pasa porque sí. Cuando pasa, puedes estar seguro de que se planeó así”…Y los interesados en la ocultación hubieron de ser, pues, parte activa en la planificación de los hechos en cuestión.

¿Se sabrá algún día? ¿Saldrán a la luz todos los detalles de aquel vuelo hacia Dowming Street que, en contra de lo previsto, terminó en Spandau? Quizá. Entretanto, el flujo editorial en torno al enigma continuará, cosa de la que los amantes de los expedientes equis de la Historia no podemos sino congratularnos.