Ovnis: el futuro ya ha pasado

Ovnis: el futuro ya ha pasado

1 de mayo de 2021 0 Por Ángulo_muerto
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JOAQUÍN ALBAICÍN

Uno de los humoristas a los que sigo, Miguel Brieva, lanza un aviso a navegantes aleccionando a todos desde una de sus viñetas en el sentido de que eso de que el futuro, como dijera Pepe Luis Vázquez, es cosa que hay que dejar para el futuro, no es cierta. “El futuro”, subraya el personaje de Brieva: “Ya ha pasado. ¡Sí, amigos! El futuro ya sucedió, y fue en la década de los 50 en los Estados Unidos. Si no estuvieron allí, ¡mala suerte! ¡Se han quedado sin él!”

En el futuro, es decir, en aquellos años 50 de la Guerra Fría, fue donde se dio quizá la más asombrosa y equilibrada coincidencia conocida entre el optimismo sin límites y el más feroz pesimismo. La gente se debatía entre la felicidad suministrada por la degustación de palomitas de maíz y helados de tres bolas y el terror a la hecatombe atómica aventado por toda laya de agoreros. Salvo para quienes pretenden persuadirnos de que las visiones de los profetas hebreos, egipcios o toltecas del 800 a. C. eran en realidad visitas de los marcianos, fue entonces, en aquel futuro, cuando aparecieron en el horizonte los ovnis. No es de extrañar que mi imaginario relacione de modo reflejo los platillos volantes con los frigoríficos, lavadoras, lavavajillas y coches último modelo que inundaban las revistas de aquella época tan pródiga en profetismos baratos y en sucesos extraños que, en cualquier otro momento anterior de la Historia, habrían suscitado vaticinios apocalípticos de lo más sombrío.

Pablo Vergel ha lanzado una editorial –Reediciones Anómalas– que vuelve la vista hacia aquellos años y aquel fenómeno, de varios de cuyos títulos -incluidos los debidos a su pluma- diremos cosas aquí en próximos artículos. Uno de los más jugosos es el de Ken Hollings, Bienvenidos a Marte. Fantaciencia en Estados Unidos 1947-1959, franja temporal que acota precisamente la edad de oro de la ufología. Mi asociación espontánea de los ovnis a las neveras no debe ser baladí, por cuanto también Erik Davis recuerda en su prefacio cómo toda la vida previa a 1945, es decir, a Hiroshima, nos resulta “un lugar distante, en blanco y negro, un mundo desaparecido cuyos artefactos y dispositivos tienen el aura fantasmal del sonido de los fonógrafos”, en tanto la década posterior a la guerra mundial sigue siendo para nosotros, “incluso desde la perspectiva actual y de algún extraño modo, tremendamente familiar y actual”… Y es que fue entonces cuando, coincidiendo con la obsesión de las agencias de inteligencia americanas con las fórmulas para obtener el control y la manipulación “material” de la mente, tuvo lugar el lavado de cerebro a escala industrial de la población de Occidente.

Si todo se ha vuelto así de artificial, la propia mentalidad a la que corresponde tal estado de cosas no debe diferir en esto del resto y debe también ser fabricada en lugar de espontánea”, escribió, precisamente en aquel año axial de 1945, René Guénon. ¡Incontestable sentencia! Pues bien: con su asunción de un extraño ideal de automatización de la sociedad y de la vida que no invita sino a la evocación de tan lúcidas palabras, aquella década fue la fundacional de nuestro imaginario cultural. Es por ello que, en paralelo a Brieva, Hollings escribe que “el futuro empezó hace mucho tiempo y hemos estado atrapados en él desde ese momento”, pues “tomó una presencia real tangible entre 1947 y 1959”, tiempo en que, “empaquetado y etiquetado”, el futuro “se exhibe obsequioso ante la mirada atónita de la gente”.

 

El otro día me preguntaba medio en broma si seguiríamos o no en esa Edad Contemporánea de la que todavía éramos ciudadanos cuando íbamos al colegio. Y asumí que no, que ya estamos -parafraseando a Sloterdijk- en el Invernadero Global. Pero ha sido Hollings quien mejor me ha definido en qué Era de la Humanidad nos encontramos desde 1945: en la Era de Apretar Teclas. ¡No hay duda! Sumidos en una vorágine de encendidos, apagados y pausas, ya no sabemos si nosotros pulsamos la tecla o es ella quien nos pulsa a nosotros. Y todo empezó cuando un televisor -Primera Piedra del Mundo Feliz- fue instalado en el salón de cada hogar americano. A partir de entonces, el conjunto la vida familiar transcurrió frente a su pantalla. Hoy ya no queda un solo bar en todo Occidente donde, sea la hora que sea, un televisor no permanezca encendido desde la apertura hasta el cierre del local. Para mí y otros supone un suplicio, pero la gente “normal” no puede vivir sin él. Sólo su sonido la relaja.

De modo magistral y en una reconstrucción o timeline que va mucho más allá de lo literario, Hollings destapa las claves de unos años en los que el futuro se superpuso -y a día de hoy sigue superpuesto- al presente, al igual que el delirio científico y la publicidad excitadora del consumismo fueron sobreimpuestos a la vida cotidiana para conformar una falsa realidad bajo cuyo techado vive desde entonces una sociedad sometida a una suerte de hipnosis colectiva en la que todos hemos sido convertidos primero en estampita propagandística y, por fin, en personajes de videojuego. Drogas mediante las que “desmontar” y luego “resetear” las mentes, sueños psicodélicos de colonizar el espacio, utilización de la población como cobaya, Marte o la Luna presentados como hábitats naturales de la clase media americana, los ovnis como agentes bolcheviques… Al tiempo, los argumentos de las películas de Hollywood y las “revelaciones” ufológicas de la prensa de la época caminan a la par y a modo de soporte cultural subliminal de todos los delirantes proyectos en curso en que, en ese momento, se hallan embarcados los científicos en nómina de la CIA, la Agencia de Energía Atómica o la Fuerza Aérea, no muy distintos a los de los científicos nazis, algunos de los cuales trabajan con ellos.

Ken Hollings viene a demostrarnos que la aparición en 1947 de oleadas de platillos volantes en los cielos de América no está desconectada de la inauguración prácticamente en el mismo año de la primera urbanización concebida en Estados Unidos para la clase media ni de la fundación de la CIA, la Comisión de Energía Atómica y el Proyecto RAND, ni de los experimentos “con un toque Buchenwald” de la Asociación Americana de Psiquiatría, la comercialización como fármaco del LSD, el lanzamiento del primer horno microondas, la experimentación por las agencias de inteligencia con todo tipo de técnicas de control mental, la explosión de los antidepresivos, los ensayos con cohetes de Werner von Braun en un desierto ya sin apaches, el uso de la población -sin su conocimiento- como banco de pruebas de peligrosos experimentos, el miedo a la catástrofe nuclear, las bolas de fuego verde surcando los cielos de Nuevo México, El Llanero Solitario, la primera operación de cambio de sexo, los ensayos con nuevos prototipos de aeronaves por una Fuerza Aérea americana separada ese año del resto del ejército o el éxito de películas como Ultimátum a la Tierra o Marte, el planeta rojo.

Nos asomamos en las páginas brotadas de su análisis a un panorama susceptible en gran medida de ser trasladado hasta este presente “posterior” al futuro en que se nos pretende hoy encauzar hacia una existencia al cien por cien online y rediseñado a base de mascarillas, vacunas, pandemias, relocalización masiva de familias temerosas del incierto mañana, censos de obedientes y desobedientes, rellenado constante de todo tipo de tests, culto a una tecnología y una ciencia que no proporcionan respuestas más allá de la sonriente especulación al azar, varones que anuncian haber dado a luz, obsesión por la inteligencia artificial, humanización de los animales, sustitución de la naturaleza por su imitación, aventuras en tiempo irreal en islas de mentira, promesas constantes de que nos hallamos a punto de urbanizar el espacio y estimulación permanente a la población para que sirva como conejito de Indias en los más traumáticos experimentos, empezando por el “cambio de sexo”… y en la que los ovnis han sido reemplazados por el covid 19 o, según convenga, la vacuna rusa, el fundamentalismo islámico, el murciélago chino…

Todo ello, acompañado de nuevo por la omnipresencia de los servicios secretos y el complejo industrial-militar y la implosión de un cine, una televisión y una prensa divulgadores de que otra vez estamos viviendo en “el futuro”, un futuro condicionado hasta en sus más nimios aspectos por la realidad -de nuevo artificial- de la pandemia. El papel asignado a los extraterrestres en las películas de entonces lo ocupan en las de hoy los virus, así como los botellones ilegales no dejan de parecer reminiscencias de los “cultos platillistas de carácter apocalíptico” nacidos al calor del ovni estrellado en 1947 en Roswell. Procesos, en fin, que de muy elocuente modo recuerdan, como lo hacían ya los de la década de 1950, a los síntomas definidos por Guénon -en alusión a las fuerzas infrapsíquicas- como las Grietas en la Gran Muralla.

La única diferencia notable con aquella expectación ante la llegada de los extraterrestres quizá sea el hecho de que hoy el pesimismo no se ve contrapesado por el optimismo, pues la población se siente mayormente aquejada de un profundo cansancio de vivir en este futuro y nadie, aunque no se diga, cree ya en las promesas ni en las palabras de esperanza y de radiante mañana -¿no estábamos ya en él?- salidas de boca de políticos, científicos y militares.

Irónicamente, llegó un día en que, allá por 1957, cuando el tema estaba tan en candelero que el propio general MacArthur advirtió de que todos los países de la Tierra debían unirse para hacer frente común ante un ataque alienígena, no fueron los marcianos quienes vinieron a nuestro planeta, sino los soviéticos quienes con su primer Sputnik abandonaron la órbita terrestre, convirtiendo lo que para los hombres hasta entonces era “el cielo estrellado” en “el espacio exterior: extraño, misterioso y amenazador”. Tal vez esté por llegar otro en el que sea el futuro -el de verdad, no el diseñado por ellos- el que se eche encima a las corporaciones tecnológicas y los gobiernos a su servicio. No estaría mal.