El marqués y los neandertales

El marqués y los neandertales

27 de febrero de 2021 0 Por Ángulo_muerto
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JOAQUÍN ALBAICÍN

Me pongo con otro libro sobre prehistoria –La conspiración del neandertal, de Antonio Monclova Bohórquez- tras haber vuelto a ver la víspera Patrimonio nacional de Berlanga, aunque la revisión no me haga ninguna falta para tener siempre presente al Marqués de Leguineche, quizá -junto con Vito Corleone, otro hombre que siempre termina por llevar razón- mi principal referencia ética e intelectual. Me cuento entre los convencidos de que, si Don Juan Carlos no hubiera dejado en la estacada en 1977 a los Leguineche y demás cortesanos de ley, ni habría abdicado ni estaría hoy en Abu Dhabi.

Hace ya un tiempo comenté en otro artículo la anécdota narrada por Luis Escobar, Marqués de Leguineche a todos los efectos, en un artículo de hace sesenta años en el que refería su visita a un poblado íbero de la Costa Brava: “De pronto”, escribía, “entre la tierra endurecida, la azada tropieza con algo más duro aún. Emoción. No es más que una piedra afilada. Pero el doctor Pericot la examina perplejo. ´Esto pertenece a otra época completamente distinta´, nos dice. Debemos hallarnos en la casa de un íbero interesado en la prehistoria”. Y vuelvo a traer a colación la cita porque en ella quedan cabalmente resumidos los argumentos de los darwinistas y de la mayor parte de la paleoantropología.

La del gremio de los paleoantropólogos y, en concreto, de sus esfuerzos por quitar de enmedio al hombre de neandertal, que tanto estorbaba y sigue estorbando a sus fabulaciones, es una historia que Monclova Bohórquez cuenta muy bien en su libro, publicado por Almuzara y cuyo subtítulo no por casualidad es: “La manipulación que cambió nuestra visión de la prehistoria humana”. Llevaba ya el darwinismo tiempo dando el coñazo y, por más que se excavaba, no se daba por parte alguna con ese supuesto ancestro intermedio entre el simio y el hombre. Además, había sido descubierta la existencia de los neandertales, que no servían en calidad de tal y a los que había, por tanto, que sacar de escena y ocultar entre bastidores. No quedó más remedio a un par de antropólogos que “descubrir” juntos, en un paraje de Inglaterra, un fragmento de cráneo humano y una mandíbula simiesca que habrían pertenecido -¿cómo no?- al mismo individuo. ¡Allí estaba el eslabón perdido entre el mono y el homo sapiens! ¡Darwin tenía razón! ¿Quién decía ahora que no?

Así nació el Hombre de Piltdown, en justicia tildado por Monclova Bohórquez como “uno de los crímenes científicos más escandalosos del siglo XX”, un fraude considerado artículo de fe evolucionista hasta que, décadas después, las nuevas técnicas forenses determinaron que los fósiles en cuestión no eran sino el cráneo de una mujer moderna y la mandíbula de un orangután que no podrían, por supuesto, haber nunca sido atributos de un mismo individuo, así como que la mandíbula, al igual que algunos dientes “prehistóricos”, habían sido alterados y coloreados artificialmente. Pero no pasa nada, para qué estropear la función, el espectáculo y los fondos que lo subvencionan deben continuar fluyendo.

Como juiciosamente destaca Monclova Bohórquez en su ensayo, los mismos indicios de que el neandertal pensaba, hablaba, cumplía con rituales funerarios y elaboraba herramientas son los mismos que existen para atribuir tales cualidades a los más antiguos cromañones u homo sapiens. Pero hablar de dos humanidades paralelas se cargaba el cuento de hadas feas del eslabón perdido, por lo que cuantos chupaban del bote del “eslabón” se esmeraron en la tarea de atribución a los neandertales de todos los rasgos posibles de animalidad brutal que permitieran a las lumbreras darwinistas hacer a un lado a aquellos clanes de cazadores y presentarlos, como mucho, como “ancestros” de algunas razas humanas “inferiores”, por descontado que no de la blanca.

Relata y desgrana Monclova Bohórquez el proceso iniciado con la publicación en 1909, en la prensa inglesa y gala, de las primeras “recreaciones” gráficas de los neandertales, obra del pintor Frantisek Kupka, pionero del arte abstracto, dibujadas sin tener en cuenta la menor base científica y a partir de ninguna clase de datos anatómicos. Con ellas nacen el mito y la percepción popular y “científica” del neandertal como criatura bestial y subhumana que apenas podría proferir gruñidos, tan útil al racismo eurocentrista de la época en sus especulaciones sobre si no habría que otorgarles en la “cadena de la evolución” el antedicho estatus de antepasados de la razas “inferiores”.

Desfilan por el libro prebostes de museo, académicos pagados de sí, curas en busca de los hijos del Diluvio -como los descubridores de restos de neandertal en La-Chapelle-aux-Saints- e incluso un caballero convencido de que el buen señor que posó para El pensador de Rodin era un clarísimo descendiente de neandertales… Además de detenerse su autor en el mecenazgo ejercido por Alberto I de Mónaco sobre la “producción” de homínidos y yacimientos líticos o las excavaciones en Galilea, en la década de 1920, de Annie Elizabeth Dorothy Garrod, quien también hallaría fósiles de neandertal en Gibraltar. En este ecosistema académico se trata principalmente, como advierte el doctor en prehistoria y artista plástico, de justificar un “proceso evolutivo idealizado” que tiene más que ver con la ideología y la imaginación que con la ciencia y con un Establishment que se alimenta a sí mismo a base de “medias verdades” y “mentiras piadosas”. Sus integrantes temen la exclusión del mismo más que cualquier otra cosa en el mundo, circunstancia que explica la persistencia y la tácita prohibición de cuestionar un pelo esa obsesión patológica por atribuir cualquier esquirla de hueso de cierta antigüedad a una “nueva especie” de homínido o por calificar como “evolución” lo que no tiene otro nombre que el de mestizaje.

Algo así, en fin, como si dentro de cien mil años fuese descubierto en Suecia un esqueleto -en realidad, basta con una astilla de fémur- con algunos rasgos “asiáticos” y “atávicos” y, en vez de pensar en el hijo de un chino y una sueca, se proclamara la existencia de una “nueva especie”. No puede ser calificada salvo de ridícula, en efecto, esa obsesión por, a partir de escasísimos y a menudo minúsculos restos óseos, pretender demostrar a toda costa la existencia de innumerables “especies” de homínidos, a su vez “ancestros” intermedios entre el simio y el hombre actual. Que quien sabe, claro, si estos paleoantropólogos no serán los que los hombres actuales nos merecemos por nuestros pecados contra el sentido común… Y bueno, como decíamos… ¡No pasa nada! Al fin y al cabo, el espectáculo debe continuar.