Sombras chinescas

Sombras chinescas

13 de diciembre de 2020 0 Por Ángulo_muerto
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 Joaquín Albaicín

  Nadie parece haber reparado en la rápida adopción de costumbres orientales a que asistimos en Occidente. Llegas a una casa y encuentras a la puerta los zapatos o sandalias de sus moradores, quienes, como si estuvieras en Túnez o Delhi, esperan que también dejes allí tu calzado. Y no deja de ser irónico que, a las mismas diseñadoras que echaban pestes del burkini y denunciaban como vejatoria para los derechos humanos la moda femenina que pretende combinar la elegancia con el respeto a los preceptos islámicos, las veamos ahora lanzar campañas de publicidad resaltando lo favorecedores que resultan los modelos de su nueva línea de mascarillas, pensadas para la mujer que quiera estar en vanguardia de la nueva normalidad. ¡Cómo cambia la película cuando la cuenta corriente zozobra!

  Se siente uno tentado de juzgar que los habitantes de este mundo de perfiles tan difusos que se dirían en tránsito hacia su completa disolución están sostenidos por un grado de realidad muy inferior al de las sombras chinescas en que se han convertido hace mucho, por ejemplo, quienes un día vivieron en la Rusia zarista y partieron al exilio preguntándose qué habría sido de Anastasia o los funcionarios que recorrían en silencio las estancias del palacio de Haile Selassie, último Emperador de Etiopía. El coronavirus despertado de su sueño de milenios en algún lugar del Extremo Oriente nos está convirtiendo a todos en eso, en sombras chinescas, sólo que con mucha menor consistencia que las de toda la vida.

  Yo leí de niño Sasha. Del águila del Zar a la bandera roja, varias novelas que en conjunto integran un tan voluminoso como trepidante novelón firmado hace la pera de años por Pierre Krasnoff, nom de plume galicanizado en su destierro parisino por Pyotr Krasnov, en su día atamán de los cosacos del Don al que el empuje del Ejército Rojo expulsó en 1921 de su tierra natal y que en 1926 sonó como candidato al Nobel de Literatura. Pasaron -por supuesto que no en balde- los años y los nazis repescaron al ya anciano militar para encabezar una unidad cosaca que ayudara a la derrota del bolchevismo, prometiéndole a cambio poner en pie un estado independiente en tan poco cosaca región como Carnia, territorio encajado entre Austria, Italia y Eslovenia donde los jinetes de Krasnov libraron sus últimas escaramuzas contra los partisanos antes de que los Aliados los entregaran a ellos y sus familias a Stalin para que los fusilara o deportara al gulag, pese a no haber sido jamás ciudadanos soviéticos.

  La postrera cabalgada de Krasnov inspiró en su momento su novela Conjeturas sobre un sable a un Claudio Magris curioso acerca de cierta leyenda según la cual Krasnov, lejos de haber sido ahorcado en Moscú, habría en realidad muerto unos días antes de la rendición y yacería allá en Carnia, en la misma sepultura que la empuñadura de un sable al que alguien habría despojado de la hoja a fin de que un eventual descubridor de la tumba no se apoderara de ella, robando así el alma al viejo guerrero.

  Lo que no es leyenda es que Haile Selassie, último monarca de la Etiopía por donde también anduvo en campaña Krasnov en tiempos de Alejandro III, tras ser estrangulado por el dictador comunista Haile Mengistu Mariam, fue enterrado por él bajo su mesa de despacho, pues el asesino quiso darse el gusto de trabajar siempre sobre el cuerpo de su enemigo. No deja de ser un gesto de devoción, aunque no del corte de la sentida hacia el viejo Rey por Bob Marley. Lo cuenta Riszard Kapuscinski en El Emperador, ocupante, como la novela cosaca de Magris, de un lugar de honor en el anaquel de Anagrama.

  La gente ya no se acuerda, y por eso hay que leer este libro, de que fue Haile Selassie quien acabó en Etiopía con costumbre de tanta solera como la liebansha. ¿Qué era la liebansha? Pues, para saber quién había cometido un crimen, se atiborraba a un niño cualquiera con sustancias alucinógenas a fin de que, guiado por entidades sobrenaturales, entrara en la casa del delincuente y lo señalara con ojos enrojecidos, tras lo cual la multitud se abalanzaba sobre él y lo descuartizaba a hachazos. Haile Selassie abolió esa ley por considerarla carente de las precisas garantías jurídicas, sentando así jurisprudencia universal y dando un paso de gigante en la historia. Por desgracia luego, por ser en exceso amante del progreso, permitió que los jóvenes salieran a estudiar al extranjero, de donde regresaban con la cabeza llena de extrañas ideas, y claro, así acabó él, bajo el buró de su asesino, víctima, es decir, de un comunista ateo más supersticioso todavía que él. Eso ocurre por dar paso libre a ideas demasiado avanzadas en lo social.

Es quizá bajo el reinado del coronavirus cuando más invitado que nunca se siente uno a leer o releer estos testimonios literarios sobre sombras chinescas, pues no otra cosa es este virus que lo mismo sirve para un roto que para un descosido. Tras tres meses de confinamiento y dos de semilibertad, todavía nadie me ha explicado qué es en realidad, qué síntomas experimenta quien es infectado por él o si habrá que recurrir a la liebansha etíope para dilucidar su auténtico origen y averiguar si hay que liarse a hachazos con los murciélagos o, por el contrario, con los políticos. Preguntar por el coronavirus es como preguntar qué es un alemán y que te respondan:

  -El alemán puede estar en cualquier parte.

  -Ya, pero ¿qué es un alemán?

  -Vas a Amsterdam, y ahí te puedes topar con un alemán. Y lo mismo si vas a Burgos o a Moscú. Por eso hay que guardar una distancia de seguridad.

  -Pero, ¿qué es un alemán?

  -De hecho, el otro día me encontré con un ruso y un etíope y ambos me confirmaron que conocen a varios alemanes.

  Sigues y sigues y nadie, en fin, te dice:

  -Un alemán es un individuo de sangre germánica, cuya lengua natal es el alemán y posee nacionalidad y pasaporte alemanes.

  Preguntas, por tanto, por el beriberi, la sífilis, el cólera… y, lo mismo que al mencionar al Bondadoso Señor, al Más Extraordinario Señor o a Su Más Sublime Majestad, todo el mundo sabía que se estaba hablando de Haile Selassie, cualquier médico te detalla un cuadro sintomático de lo más preciso. Pero te interesas por el coronavirus y pasa como con el alemán: sólo te enteras de que a uno le agravó la diabetes, al otro la cirrosis, al otro la insuficiencia respiratoria, al otro la vejez… Nadie te lo define con cualidades y rasgos propios. Sólo se insiste en eso de la distancia de seguridad, que también había que mantener con Haile Selassie y otros Emperadores de corte más o menos bizantino, no fuese a ser que, por acercarte demasiado, su mirada o aura semidivinas te hicieran caer fulminado.

  Conforma todo, pues, un chinesco sinsentido, como lo fue aquella alianza de los cosacos amantes de la aventura con el nazismo, “el más mortal enemigo”, recuerda Claudio Magris, “de la tradición y la aventura, colmena totalitaria y tecnológica que nivelaba la vida en una uniformidad mucho más férrea que la que se les imputa a las despreciadas democracias. Poniendo su sable al servicio del III Reich, Krasnov lo volvía contra sí mismo, contra sus caballeros y sus inenarrables lejanías de la estepa”. O quizá sea este en que nos encontramos un sinsentido no tanto chinesco como luxemburgués, pues al tiempo que recuperamos los libros de Magris y Kapuscinski salen a la luz esas misivas a Zarzuela de los abogados de Corinna, tan parecidas en tono a las cartas “nigerianas” o “etíopes” tras cuya lectura no te queda claro si te felicitan, te piden socorro o te amenazan porque el inolvidable general Mbangui te nombró, antes de ser fusilado, heredero único de su legendario tesoro, que recibirás tan pronto como te reúnas con cierta princesa en una cafetería de Malabo y le facilites tu número de cuenta corriente.

  En medio de todo este galimatías, yo me quedo con el sable sin hoja de Krasnov, con el que seguro que todavía se puede ganar más de un combate.