La larga noche del espía

La larga noche del espía

13 de diciembre de 2020 1 Por Ángulo_muerto
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Joaquín Albaicín

 

  Preguntado por qué hace en ese momento en determinado lugar, un alto cargo de la Unidad 8200 del servicio secreto israelí responde:

  -No estoy aquí.

  ¡Eso es un espía! El verdadero profesional de las sombras nunca se encuentra oficialmente donde nuestros ojos le están viendo.

  Lo mismo sucede con todos los libros de ficción escritos con el beneplácito de sus mandos o ex mandos por agentes o ex agentes de inteligencia. Por ejemplo, Una noche muy larga, de Dov Alfon, de donde extraemos la antedicha reacción, ya tenía cerrados más de diez contratos de traducción antes de su publicación. Es decir: sin todavía estar, ya estaba. Los servicios de inteligencia ponen más interés, pues, en la literatura que muchísimos editores, que deben recibir muy convincentes garantías de éxito por parte de unos agentes literarios tan sorprendentemente eficaces y persuasivos en un tiempo en que, un día sí y otro también, se vaticina la extinción del libro como vehículo de inoculación de emociones. Por supuesto que pronto esta novela, en la que Alfon más o menos ficciona la actividad del departamento en el que él mismo sirvió durante veintidós años antes de pasar a dirigir el diario Haaretz, será también adaptada a la televisión por la productora que inspiró la serie -originalmente, israelí- Homeland. Por detrás mueven los hilos, decíamos, unos agentes literarios de lo más convincentes, de esos que no están, pero están… Si bien debe subrayarse que nunca los buenos contactos del director de un rotativo se limitan al mundo de los espías. Alfon, pues, no estaba… pero ya estaba. Y su tablero de juego, más allá de las simpatías que sin duda cosechará Haaretz también entre lectores del Mosad y el Shin Bet, no era sólo el de la guerra secreta.

  Su novela… Un inofensivo informático secuestrado en París. Un magnate sionista que basa el éxito de sus casinos en el tono chillón de sus moquetas. Una sociedad secreta operante al modo de las tong chinas inmortalizadas por Harry Stephen Keeler y que envía una célula criminal a la Ciudad de la Luz. Un amor entre jefe y subordinada propiciado e intuido por el uso de un exclusivísimo modelo de móvil. Una rubia vestida de rojo, como la Condesa de Romanones. Un tiroteo en un after-hours. Un americano al que no conviene a los israelíes desairar. Un Primer ministro de Israel crudamente satirizado, mordacidades que no pueden extrañar procediendo de un hombre de Haareetz y siendo el blanco de las mismas un obvio trasunto de Netanyahu, turbulento individuo a quien sólo la atenta mirada de la comunidad y prensa internacionales impide llevar su política de apartheid hasta los niveles de la aplicada en el gueto de Varsovia…

  Como señalamos a propósito de otra obra de espionaje publicada como esta por Salamandra, Leones muertos, de Mick Herron, Una larga noche no sirve únicamente a los intereses de la agencia “literaria” aparentemente promotora, impulsora o lo que se quiera de la novela. Es producto del ritmo televisivo al que tan permeables somos los seguidores de series de televisión y deudor de la alternancia de planos propia del cómic, hoy una de las grandes fuentes de inspiración para el cine. Es también una llamada de atención sobre el extremo grado de penetración de los ingenios tecnológicos en nuestras vidas cotidianas y los volúmenes de datos -en gran medida, basura informática- que es posible recolectar en segundos merced al indeleble rastro digital que todos vamos dejando. Sólo en la cortísima calle de París donde, en la novela, abre sus puertas la embajada israelí son generados, nos cuenta el narrador, más de un millón de datos por hora que son recogidos, analizados y catalogados: desde la entrada de cualquier individuo o de un perro perdido en dicha calle o el número de matrícula de los vehículos que la atraviesen hasta cualquier llamada telefónica, operación con tarjeta o envío de un correo electrónico realizados en ella…

  Menciona el maligno jefe de la tong el proverbio chino: “Atrae a tu enemigo hasta el tejado, y luego quita la escalera”, y hemos de acordarnos de ese del que tanto uso recomendó hacer Sir Basil Zaharoff, el legendario -aunque hoy olvidado- traficante de armas y eterno conspirador. “En la vida”; decía, “hay a menudo que cortar los peldaños de la escalera donde se apoyan quienes en su día te ayudaron a subir por ella”. Y, cómo no, de la certera respuesta -“¿Quién es el ingenuo ahora, Kate?”- dada por Michele Andolini -luego Michele Corleone y, por fin, Michael Corleone- a su esposa, tras ésta objetarle: “No seas ingenuo, Michael. Los senadores y los presidentes de Gobierno no asesinan a nadie”…

  No se preocupen en ese sentido, porque en la novela de Dov Alfon se asesina, y mucho. Y es que en ella nadie está donde parece, sino donde debe, que es lo que distingue, decíamos, al espía de verdad del aficionado. Y, de paso, al novelista de verdad de cuantos no lo son.