Vampiros

Vampiros

7 de junio de 2020 0 Por Ángulo_muerto
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Joaquín Albaicín

“Por las croquetas y la tortilla de patata se sabe dónde hay calidad y dónde hay cuento”, recuerda J. R. Alonso de la Torre en su artículo de hoy. No nos quedemos, pues, con los vampiros de Crepúsculo, que visten casual, eructan ajo y se reflejan en los espejos. Dejémonos de adolescencias ñoñas y acudamos a las fuentes originales. Por ejemplo, al Vampiros de la editorial Atalanta, que va ya por su tercera edición. Y es que desde que, inspirado por una noche de junio de 1816 pasada leyendo cuentos de fantasmas junto a Lord Byron y Percy y Mary Shelley en un caserón a orillas del lago Leman, John William Polidori escribiera su relato El vampiro, la nómina de no-muertos y de adictos a los relatos sobre chupadores de sangre regresados de la tumba no ha hecho sino crecer. No podemos evitar subrayar aquí, por ejemplo, la tan enorme como obvia influencia del universo vampírico sobre una novela tan de nuestro gusto como Un lugar incierto, de Fred Vargas, inspirada en el cementerio londinense de Highgate, donde todavía en marzo de 1970 tuvo lugar la persecución y acoso a un vampiro valaco de al menos trescientos años de edad.

  En la década de 1930, Bela Lugosi se abría de capa sobre las tablas y parte del público se desmayaba en los palcos, y, lo mismo en Los Ángeles que en Londres, nadie osaba cometer después la temeridad de regresar a casa si no era en taxi. Y es que el de los vampiros es uno de esos fenómenos literarios que después lo han sido también en los ámbitos del teatro, el cine y la televisión y, en menor medida, objeto de la atención de los cultores de otras artes. Así, mientras Javier Sierra -nos enteramos por Año Cero– volvía a Roswell treinta años después de su primer reportaje allí, empezábamos aquí a ver el Drácula de Netflix, donde el criado del Conde no carga con las maletas de los invitados de su amo, exhaustos tras el viaje hasta el castillo, algo que desde hace mucho es ya norma en los hoteles suecos sin que ello signifique que sus propietarios o dueños sean vampiros. En esta nueva versión televisiva, ni más ni menos libérrima que otras, el afanoso Van Helsing es reemplazado por la genial Sor Ángela, monja atrincherada en un convento de Budapest y a la que son de anotar frases tan brillantes como la de que: “Los sueños son cielos donde pecamos sin consecuencias”… Y a quien no va a la zaga una madre superiora de cuyos labios escuchamos:

  -La fe no es una transacción. Nosotras no negociamos con lo Infinito. ¡Nos alineamos con Ello!

  Lo que no habíamos previsto era que Drácula fuera de la acera de enfrente, y que lo que de él hubiera que temer no fuese tanto un mordisco en la carótida como algo mucho peor en algún quicio mal alumbrado por las farolas de la Plaza de Pedro Zerolo. ¡Imperdonable por nuestra parte, tratándose de esta cadena!

  En Netflix, Drácula muerde cuellos y arrebata vidas con el mismo ánimo y actitud que los humanos -la frase es puesta por el guionista en labios del propio Conde- arrancan una flor que les parece bella. Por supuesto que Jacobo Siruela, también aristócrata, desmonta con implacabilidad en el prólogo a Vampiros ese mito cinematográfico del glamour de Señor de la Noche, inventado por los escritores románticos para los vurdalak de los países de Europa Oriental lindantes con Rusia, es decir, para los conocidos por estos pagos como revinientes o vampiros y cuya atribución en absoluto conviene a criaturas pestilentes, sucias, ajenas a todo refinamiento y a todas luces más cerca del murciélago babeante encarnado por Willem Dafoe y Klaus Kinski que del dandy al que en nuestra primera juventud prestó la percha Frank Langella, híbrido estético de estilista parisino y de melómano devoto de José Luis Rodríguez El Puma.

  Aparte del secretario y médico de Byron, a la configuración del índice del Vampiros de Atalanta aportan sus relatos Johann Ludwig Tieck -que aborda el mito de la resurrección de la amada- y E. T. A. Hoffmann. Ambos, allá por 1916, solían coincidir en Berlín en una tertulia sobre asuntos paranormales. Sheridan Le Fanu muestra sus cartas con su clásico Carmilla. Comparece, y es siempre de agradecer, El invitado de Drácula de Bram Stoker. Recrea Alexei Tólstoi la vida familiar en entornos rurales perturbados por los merodeos de un vampiro. Baudelaire aporta una de sus malignas flores… Dejando aparte la vida de Poe, de por sí bastante tremebunda, varios de los autores aquí enlistados, aunque no todos, eran hijos de prelados, conocieron infancias enfermizas y mostraron desde jóvenes tendencia al aislamiento y la introspección, además de poseer bibliotecas bien surtidas. Y bastantes de las historias seleccionadas han sido extraídas de libros que se vendieron como churros en su día, pero hoy han caído en el olvido y resultan imposibles de encontrar. Claro que esto, en sí, nada nos dice sobre su calidad, pues en las librerías -donde aún las hay- es difícil encontrar en la actualidad incluso los libros recién publicados. El libro es hoy, en efecto, un auténtico no-muerto durmiente cada noche sobre la tierra de Transilvania de la indiferencia popular.

  Haría falta, quizá, algún tipo de revulsivo para que volviera a recuperar aquel fulgor suyo parecido al de la vida eterna, un buen susto a la gente, como aquel que pegaba Charo López al viajero en la versión televisiva -éramos niños- de La familia del vurdalak, que volvemos a leer merced a esta edición de Atalanta. Y es que nada es gratis. Como recuerda Jacobo Siruela, el éxito del vampiro como personaje literario se remonta a dos oleadas importantes de incidentes protagonizados por tales seres reseñables en Europa, una en el siglo XII y otra que se hizo sentir desde finales del XVII a finales del XVIII e inspiró las plumas de los pioneros de la novela gótica. El padre Calmet dio fe en su célebre tratado de que todos y cada uno de los casos quedaron atestiguados por los jueces, médicos y autoridades políticas y militares pertinentes. No es, a nuestro entender, por casualidad que la segunda epidemia de no-muertos coincidiera con las vísperas de la Revolución Francesa, donde quedaron liberadas todas las pestilencias, ni que la nariz empolvada de Diderot se fingiera escandalizada ante ese rebrote de superstición en realidad teledirigido desde las sombras por el iluminismo, como tampoco que Marx yazca enterrado en el cementerio de Highgate donde, ya lo hemos dicho, se desencadenó hace no tanto una cacería de no-muertos.

  El coronavirus ha puesto de actualidad -aunque, incomprensiblemente, no de moda- al murciélago por la vieja vía de acusarle de penurias a cuyo desencadenamiento es lo más seguro ajeno. La fama del vampiro literario ha sido siempre, por el contrario, bien merecida y es, por tanto, natural que libros como este, consagrados a sus maldades y errancias, sigan saliendo de las imprentas dejando en el aire un olor a sangre fresca y a cirio agonizante. Será porque, como reza en el título del relato escrito en 1911 por Francis Marion Crawford, la sangre es vida y, de arrimarse a la vida, no hay quien se prive. Claro que tampoco era mal lema aquel de: “¡La sangre o la vida!” que hace años usaba la Cruz Roja, una institución con la que no ya el Conde Drácula o la Condesa Carmilla, sino hasta el más plebeyo de los no-muertos se sentiría encantado de colaborar. ¡Abran, señoras y señores, las tapas de este libro y apréstense a escuchar la llamada de los hijos de la noche!