Un lustro de paz en una vida

Un lustro de paz en una vida

7 de junio de 2020 0 Por Ángulo_muerto
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Joaquín Albaicín

  Si a los majaretas, bohemios y artistas lampantes del París de las vanguardias -el de Los modernos de Alan Rudolph- les sumamos unas decenas de exiliados políticos maximalistas con Lenin, Trotsky y Lunacharsky a la cabeza, tendremos el París de Iliá Ehrenburg (1891-1967), un mundo literario pespunteado con más matices que el de la risa compulsiva, el gusto por el suicidio, la obsesión por las frases trascendentales hasta extremos ridículos y el afán por hacerse los alunados que distinguen a tantos estetas rusos. La verdad es que siempre me han intrigado esos espasmos y escalofríos que suscitaba a los eslavos de entonces -parece que también a los de hogaño- la presencia en su salón de un poeta petimetre. Se trata, supongo, de un fenómeno parejo al del espanto, incomprensible hoy, que producía en aquellos años la aparición en los escenarios de Bela Lugosi vestido de Drácula.

  Si completamos ese diorama artístico con la invasión de la URSS por Hitler, la guerra civil española, la idolatría practicada a propósito de la persona de Stalin y el posterior “deshielo”, se desplegará ante nosotros la vista panorámica esencial de Gente, años, vida (Memorias 1891-1967), los recuerdos de quien durante la II Guerra Mundial, gracias a sus crónicas y arengas para Estrella Roja, se erigió en el más famoso de los escritores vivos en Rusia. Allí no pudieron ver la luz en su integridad y sin censura hasta 1990, pues la narración transcurre empapada de afectos personales, nostalgia y sensibilidad artística, rasgos nada apreciados por el comunismo. De la mano de Acantilado han sido publicadas aquí, agrupadas en 2058 páginas que se hacen cortas gracias al magnífico estilo de su autor y a la suavidad del papel gastado por esta editorial.

  Hijo de judíos ucranianos acomodados, de madre muy religiosa y padre con poco que decir en ese sentido, sobrino de un poeta dueño y alma de un circo ambulante, Ehrenburg vio de niño a Tólstoi en la fábrica de cerveza dirigida por su progenitor. Era muy jovencito cuando se carteó con el gran Valery Briusov a propósito del suicidio -eso tan poéticamente ruso- de una amiga común. Asistió en el Teatro Bolshoi al estreno de La Bella Durmiente… Alineo aquí estas efemérides porque, en realidad, el efecto más intenso que, en calidad de lector, producen en mí estos recuerdos es la ternura y añoranza despertadas por sus descripciones de la vida en la Rusia zarista -¡ojalá volviera!- y la constatación a través de las mismas de que los escritores comunistas sólo se lo pasaban bien cuando iban a París, porque en su paraíso marxista vivían aterrados por el miedo a sus vecinos y colegas, amén de desfallecidos de tanto aplaudir, noche y día, toda clase de sandeces y crímenes.

  Es a sus quince o dieciséis años cuando dan comienzo las memorias del militante bolchevique. Eherenburg se había unido ya al partido de Lenin cuando, recién abandonados los estudios, escribía a su primera novia cartas en las que trataba de seducirla hablándole sobre la plusvalía, el materialismo y la subordinación del individuo a la Historia y a las masas y ella le contestaba con largas misivas sobre las mismas deprimentes cuestiones. Es increíble hasta qué extremos el comunismo ha contribuido al desencantamiento de las almas y del mundo, aunque no tanto -pues, en vista de la calidad de la siembra, era de esperar- el coñazo de gente que lo ha secundado. Extraña aleación de futurismo y exaltación de lo cutre, de efectos letales para las mentes y los pueblos, una de sus más lamentables consecuencias ha sido la de hacer creer a los poetas que estaban en verdad interesados en tales memeces.

  A decir verdad, Gente, años, vida -alegato contra la guerra y canto de amor al cubismo- es uno de los libros de memorias de cuya lectura más hemos disfrutado y que va a ser en adelante para nosotros un libro de cabecera, pero justamente por lo poquísimo que tiene de comunista, pues debe decirse que aquel Ehrenburg enamorado de España fue un comunista leal que participó claramente -y estas páginas son prueba de ello- en el blanqueo mediático del despotismo rojo, que en ningún momento es señalado por él como estricto culpable de nada. Pero un comunista, por muchas razones, harto sui generis. No sólo cayó relativamente pronto en la cuenta de que eso del “arte de izquierdas” es una solemne idiotez y en que el apasionamiento de un artista por la técnica sólo sirve para que sus “genialidades” y utopías sean “desmentidas o superadas por el paso del tiempo”. También es de agradecer que, de su primera época en París, ciudad a la que se exilió para conocer a Lenin en unos días en que todas las madres consideraban esta ciudad -claro que en otro sentido- un foco de Perdición con mayúsculas para los jóvenes, nos hable muy poco de marxismo y mucho de vividores y artistas, haciendo pasar por nuestra linterna mágica a personajes cuyo recuerdo y perfiles urge recuperar hoy entre nosotros tanto como a Ehrenburg le pareció que urgía hacerlo en 1960 entre los jóvenes soviéticos, tan duchos en tuercas, tanques y tornos.

  Valga como ejemplo el Modigliani retratando, cuando aún no era Modigliani, a una Ajmátova que tampoco era aún Ajmátova. O el mismo Modigliani cuando ya sí era Modigliani, citando en los cafés de continuo a Dante y comentando en vísperas de la I Guerra Mundial las profecías de Nostradamus. O Boris Savinkov saboreando un orujo con Diego Rivera en sus días de terrorista en excedencia. O Picasso, que “sabe bromear con un semblante extremadamente serio, pero habla de las cosas serias de tal manera que es fácil tomarlas a broma”. O Max Jacob, poeta y pintor de quien se dijo que estaba haciendo en literatura la misma revolución que su íntimo Picasso en la pintura y, tras convertirse al catolicismo y vivir durante años en una abadía, fue apresado por los nazis para ir a morir en una de las estaciones de tránsito hacia Auschwitz. O Konstantin Balmont, rey destronado de la poesía decadentista y creador con sus rimas de Balmontia, único país donde vivió. O escritores aventureros hoy olvidados, como Blaise Cendrars o Panait Istrati. O Bujarin, magnífico escritor más allá de sus complicidades en la edificación del horror del que acabó siendo víctima. O el Drieu La Rochelle al que desde tantas distancias sigue respetando. O Maximilian Voloshin, que adquirió en un anticuario uno de los treinta denarios cobrados por Judas Iscariote, prodigioso hallazgo que no puede menos que recordarnos a aquel Conde de Foxá que aseguró haberse emocionado al contemplar, en las murallas de Constantinopla, el boquete por el que penetraron en ella los otomanos.

  La gran pregunta que tanta gente se ha hecho es la de cómo diantres fue que Ehrenburg murió en la cama. ¿Cómo es que no fue eliminado en una de las incesantes purgas llevadas a cabo entre los escritores -empezando por los supuestamente más fieles- por los órganos represivos del Partido? Porque, cuando Stalin dio la orden de ejecutar a Bábel o Koltzov por haber tratado en París y Madrid a Malraux o Gidé, Ehrenburg, también asiduo de los mismos, lo que recibió fue un nuevo visado y más fondos para darse otra de sus muchas vueltas por el extranjero. ¿Fue Ehrenburg una pieza clave en la claque de los exterminadores? No lo parece del todo. Al menos, fue aparentemente con intención de que la posteridad le excluyera de la categoría de los delatores por lo que recogió en estas memorias la anécdota infantil de cuando, en la escuela, vio cómo varios chicos zurraban a otro por soplón, lo que le hizo despreciar para siempre a los chivatos. Pero, al mismo tiempo, vivió muy bien durante décadas en un país que era una inmensa prisión y donde sólo los asesinos y sus aduladores lo hacían, y saliendo siempre ileso de todas las polémicas políticas, incluso cuando ya en 1934 osó disentir de la imposición por el Partido -a escritores, pintores, cineastas- de una línea “artística” obligatoria, defendiendo -en el mismo tono que en su momento Lunacharsky- que: “La creación artística no se puede comparar con la construcción de una planta siderúrgica”. Se atrevió a decir en un país comunista que el literato no tiene por qué escribir para todo el mundo ni su obra que ser comprendida por todos, lo que ya es bastante para que choquemos con él esos cinco.

  Fue, no obstante, un blanco demasiado visible como para atribuir, como lo hacía, la feliz circunstancia de su supervivencia al azar en un país donde nada era dejado a merced de ese factor y donde la Enciclopedia Soviética y la crítica literaria le señalaban con recurrencia, más o menos pidiendo su cabeza, como exponente del talante burgués infiltrado en las filas revolucionarias. “He vivido”, declaró a la prensa occidental más de una década después de la muerte de Stalin, “en una época en que el destino de los hombres no se jugaba al ajedrez, sino a la lotería. No podíamos confiar ni en los más íntimos amigos. Estábamos todos implicados en la conspiración del silencio. En mi número no cayó la lotería de la muerte. Si fuera creyente, diría que la voluntad de Dios es inescrutable”. No mucho antes, cuando aguardaba en la frontera soviética para volver a España dejando a sus espaldas a tantos amigos y colegas asesinados, torturados, confinados o muertos de miedo, su conclusión es que no se puede ni se debe renunciar a la Revolución de Octubre, porque el comunismo -ese billete directo al Horror en tren de alta velocidad- es “el camino correcto”… Por no hablar de las páginas que dedica al intento de convencernos de que Fadeiev, cancerbero de Stalin y causante de la ruina de tantos escritores, obtuso lacayo que confundía literatura con funcionariado, era una “personalidad compleja”. Silencio total, también, sobre la orden impartida por Moscú al Partido Comunista francés, así como a sus diplomáticos destacados en Francia, donde él se hallaba, de contribuir en cuanto se pudiera a facilitar la ocupación del país por las tropas nazis.

  De nada sirve, de cualquier modo, especular sobre lo que no está en nuestra mano ni en la del bombo de la lotería probar, dicho sea sin callarnos que chirría un tanto esa cierta actitud sostenida con flema en el curso de todo el libro, propia de quien nos dijera algo así como: “Bueno, sí, mataron a este, y a esta, y a aquella, pero ahora yo, que no alcé la voz porque no era conveniente destapar como asesinos a los cultores de la ideología que me daba de comer, escribo que todos tenían mucho talento y una mirada inolvidablemente vivaz y eran muy buenas personas con las que me encantaba tomar café y que vaya pena y que no se lo merecían y ya está, no pasa nada”. Todo ello, por supuesto, sin referirse jamás a esas muertes como asesinatos. Y chirría, claro, porque no le pasó nada… a él.

  Y en buena medida no le pasó porque los gestores del horror le permitieron disfrutar de largos períodos de tiempo fuera de la URSS (se supone que para “escribir novelas”, además de como corresponsal de Izvestia), lo que le vino muy bien, pues no en vano el revolucionario inteligente siempre ha sido el que ha procurado servir a la revolución más allá de sus fronteras políticas, es decir, viviendo lo más lejos posible de ella. No tuvo esa suerte Olga Ivinskaya, musa de Pasternak, culpable del delito de haber inspirado el personaje protagonista de Doctor Zhivago y, por ello, internada en el Gulag en los mismos días de “deshielo” en que Ehrenburg publicaba estas memorias “rehabilitando” a gente como ella -pero no a ella- siempre que el KGB le diera permiso. Estamos, pues, en gran parte ante un libro de anticipación, futurista no por recordar en su estilo a Marinetti o Mayakovsky, sino por pensar en los lectores a dos generaciones vista, es decir, calculadamente medido tanto para que su autor cayera bien a los anticomunistas -futuros triunfadores indudables- como para que los comunistas se lo publicaran y no le bajaran del podio de los grandes escritores soviéticos.

  Con vistas a lo segundo nos topamos de continuo con pasajes a tenor de los cuales se diría que tanto antes como durante y después de la revolución soviética las calles de Moscú y San Petersburgo eran un hervidero de poetas que las recorrían declamando a viva voz sus versos ante quien quisiera escucharlos, lo que nos hace pensar en la observación del propio Ehrenburg en el sentido de que: “Cuando los autores de memorias afirman retratar su época con imparcialidad, lo que casi siempre hacen es describirse a sí mismos”. Sobre esos años, claro, nada se nos refiere sobre asesinatos, batidas de exterminio… Aguardar cola durante horas para obtener un mendrugo de pan o unos pantalones venía a ser algo, se diría, poco menos que divertido, pues lo que de verdad importaba a la gente era que Mayakovsky no cesara de producir vibrantes poemas. Los rusos emigrados a París o Berlín, leemos, eran en cambio unos amargados que no se resignaban a ya no ser ingenieros o Condes y trabajar como dependientes u obreros. Parece ser que los que se quedaron en Rusia vivían felicísimos por ser fusilados y desposeídos de todos sus bienes y encantados de pasar hambre por orden del gobierno bolchevique. ¡Es maravilloso, claro, eso de vivir los dolores de parto de un “mundo nuevo”! Cuando Ehrenburg borda la definición de la esencia alemana definiéndola como “la depravación bien ordenada, la fe en las cifras, los tornillos y los diagramas”, ¿no cae en la cuenta de lo bien que esas palabras reflejan asimismo la realidad comunista? O, cuando se detiene ante las casas alzadas en Alemania según los diseños de la Bauhaus y concluye que “las casas construidas todas según el mismo estilo son terribles”, ¿no le recuerdan en nada a la arquitectura soviética?

  ¿En verdad podía Ehrenburg asombrarse tanto ante las tropelías e impunidad de los primeros fascistas italianos, sirviendo como servía a un gobierno de sádicos y pistoleros cimentado sobre la arbitrariedad y el asesinato masivo? ¿O de la política de exterminio y tierra quemada practicada por los nazis en Rusia, cuando lo mismo habían hecho los soviéticos al invadir Polonia y en la propia Rusia desde la toma del poder por los bolcheviques? La verdad es que su recuerdo de Lenin -un resentido y un asesino de masas- como “un gran hombre” y algo así como un santo laico “de alma comprensiva” e imbuido del “respeto más hondo a los valores espirituales”, es como para ser colocado entre paréntesis. ¿Y Stalin? Yo es que no lo conocí, oiga, sólo hablamos una vez por teléfono… Nadie lo diría, a tenor de los kilómetros y kilómetros de histéricas loas a Stalin salidas de su pluma, que parecen haber sido borradas del disco duro de su memoria. Aquí el régimen comunista es, en fin, exculpado de continuo de modo tácito, y queda la duda de que la razón resida sólo en los peligrosos sinsabores que cabía predecir a cualquier disidente que tosiera un poco alto.

  La de leer Gente, años, vida es una de las mejores decisiones que puede a día de hoy tomar nadie, siempre, claro, que antes ya haya leído algún otro libro, cualificación que ya va siendo algo rara, porque es la recreación con penetrante inteligencia, rítmica pluma, tono a menudo entrañable y mucha dignidad dadas las circunstancias de un mundo desaparecido y de una generación que apenas conoció en él un lustro de paz. No es, en efecto, nada fácil salir airoso de tal asunto al ciudadano de un Estado policíaco, donde el escritor ha de proporcionar continuas explicaciones acerca de por qué y sobre qué escribe, cerco y acoso a la opinión y al arte que -aquí y ahora, no en Rusia- comenzamos por desdicha a olfatear en los ladridos de las jaurías de la “perspectiva de género” y el vocabulario “inclusivo”.

  ¿Qué desapareció? La Historia se tragó, por ejemplo, Pokrovskoye, el pueblo natal del gran Rasputín, arrasado por los nazis que dejaron, sangrante en el alma de cada ruso, “un desierto que nunca florecería: la memoria de los seres queridos”. Ya nos lleve el gran retratista humano que fue Ehrenburg al café La Rotonde de París o al Romanische del Berlín de entreguerras, a la Plaza de San Marcos o a las fosas comunes de Babi Yar, de borrachera con Yesenin o Bábel o al funeral de Stalin, ni en una sola línea nos abandona la sensación de estar viviendo, en tiempo real, el profundo cambio de ritmo sufrido para mal en el siglo XX por la existencia del hombre sobre la Tierra. El libro es importante como obra literaria y también como testimonio, además de cómo soporte de meditación para quienes todavía en 2020 soñamos -por así decirlo- con franquear la entrada a un night-club y escuchar tocar a Django Reinhardt o asistir in situ a la intuición de Diaghilev de, en el estreno de Parade, incorporar un caballo al cuerpo de baile de los Ballets Rusos… además de saber, con Ehrenburg y Hemingway, que es siempre absurdo preguntarse por quién doblan las campabas, ya que no hay jamás ocasión en que no doblen… por nosotros.