Jardines y monjes
7 de septiembre de 2019Lecturas totales 795 , Lecturas hoy 1
JOAQUÍN ALBAICÍN
“¿Cómo puede uno morirse teniendo salvia en el jardín?”, se preguntaba César. La salvia, pues, panacea o remedio universal… El verde, color de por sí -lo asegura Santa Hildegarda de Bingen- relajante y sanador. Carlomagno promulgando en 795 un edicto con la orden de que –siguiendo el modelo benedictino inaugurado por San Benito de Nursia en 530 con la fundación del monasterio de Montecassino- no hubiera comunidad monástica sin jardín, huerto y herbolario. San Roque, patrón de la jardinería. El abad Mendel experimentando con guisantes para acceder al secreto de las leyes de la herencia. San Alberto Magno, monje botánico que ejemplificó a la perfección el dicho de que la altura de un hombre no depende de su estatura. Amanuenses tonsurados que, entre copia y copia de incunables, van a descubrir el agua de colonia. El clavel, la fresa… especies olidas y saboreadas en Europa sólo tras los monjes traerlas consigo de Oriente en tiempo de las Cruzadas…
Peter Seewald y Regula Frender han escrito, inspirados en gran medida por sus visitas al monasterio de Mariazell-Wurmsbach, junto al lago de Zurich, Los jardines de los monjes, un libro corto publicado por la Elba Editorial de Clara Pastor y que dice sólo siete u ocho cosas, pero todas importantes y de interés y, además, lo hace con gran poder de convicción. ¿Qué se nos cuenta y subraya en él? Aquello, por ejemplo, del ora et labora, es decir: hay que rezar y trabajar, pero concediendo siempre prioridad a lo primero. O que quien no cultiva la humildad no puede cultivar un jardín ni recoger una cosecha. O que no se debe cosechar manzanas en invierno ni plantar patatas en verano. O que el desorden exterior no sólo refleja, sino también alimenta el caos interior. O que fueron los benedictinos quienes, allá por la Alta Edad Media, introdujeron en Europa el concepto del jardín no sólo como huerto, sino también como soporte de meditación sobre los secretos de la fe y de la naturaleza divina.
Y es que el jardín nació como proyecto y anhelo de recuperación siquiera fuera simbólica del Paraíso perdido (paradéisos, el vocablo caldeo para “jardín”, significa “lugar vallado”). Así que los monjes, sí, “conservaron y desarrollaron los conocimientos del mundo antiguo, introdujeron especies exóticas procedentes de otras latitudes, cultivaron todo tipo de frutas y verduras, su rigurosa observación de los ciclos meteorológicos sirvió para organizar las labores agrícolas, mejoraron la productividad de los campos y combinaron hierbas para elaborar medicamentos, tinturas y elixires”. Fueron, es decir, agricultores, médicos, astrónomos y astrólogos. Pero, en su concepción, los jardines también eran “paisajes del alma … un microcosmos donde se percibe el ciclo de la vida y la muerte … un universo en pequeño” que “nos muestra dónde habita Dios”.
Mora, por ejemplo, en la vaina de la judía. Y en… Bueno, recordemos para no alargar la lista lo que dejó escrito Tertuliano: “Una minúscula flor al borde de un camino lleno de maleza, una pequeña concha en la playa, la pluma de un pájaro, todo ello nos indica que el Creador es un artista”. Pero Dios -divinidad inmanente- asimismo tiene domicilio en el corazón del hombre, jardín que también requiere siembra y da su cosecha, como nos aleccionara la figura de Santa Hildegarda de Bingen (1098-1179), no en vano benedictina, vidente, profetisa, médico y abadesa, además de corresponsal de muchos grandes nombres de su tiempo, como el Papa Eugenio III, el San Bernardo de Claravall inspirador del Temple, Federico I Barbarroja o el Felipe de Flandes que encargara a Chrétien de Troyes El cuento del Grial. Mucho debemos a Victoria Cirlot en cuanto al conocimiento de la figura de este último.
La medicina de Hildegarda, que otorga una enorme función e importancia sanadoras a la luz, el estado de ánimo del paciente y los humores, era, en sus planteamientos de base, homóloga del ayurveda hindú, una ciencia a la que no se sabe bien por qué se obceca la prensa en calificar como medicina alternativa o pseudoterapia cuando, en realidad, es la medicina normal empleada desde hace milenios en India y el Sudeste asiático, áreas donde, en rigor, sería a la medicina alopática u occidental a la que correspondería calificar como alternativa en el sentido, como mínimo, de opcional.
Cuando un hombre cae enfermo, decía la Sibila del Rin, que así se conocía a Santa Hildegarda, reconocida en 2012 como doctora de la Iglesia por Benedicto XVI, no sólo su cuerpo y su alma se ven afectados: también el entero cosmos. Hay, por tanto, que cuidar de que las malas hierbas no se enseñoreen del jardín. La tradición monástica, origen de tantas cosas que a muchísimos les parecerán hoy ajenas a ella, tiene -está claro- mucho que enseñarnos al respecto.