Ni canta ni baila…pero no se la pierdan

7 de junio de 2019 0 Por Ángulo_muerto
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Joaquín Albaicín

 

  En 1970 torearon un festival en la Guadalajara de Jalisco nada menos que Lorenzo Garza, El Soldado, Silverio Pérez, Andrés Blando, Calesero y El Ranchero Aguilar, con Cagancho como testigo desde una barrera de sombra. ¡Cuánto me hubiera gustado estar allí! Pero es que no me he enterado hasta hoy, a primeros de agosto, al ponerme a revisar papeles viejos en el Hotel Sabana, que Pedro Gavira regenta en San Martín del Tesorillo, provincia de Cádiz, en su kilómetro cero y en la calle que llaman de San Roque, quien es, por cierto, patrón de Fuente de Cantos. Pero nos trae el viento hasta aquí ecos no sólo mexicanos, porque en estos días han partido al trasmundo nuestra querida Sofía Cebrián, hada alada y bella enamorada del flamenco y del toro, y Peter Fonda, a quien admito recordar más como el baqueteado alguacil de El tren de las 3:10 que por Easy Rider. Y yo, en el Sabana, mientras Vero, Yeta y Desirée atienden las mesas de la terraza, donde nos deleita los oídos Indila con su Derniére dance, me consagro ahora, como todos los veranos, a la lectura no sólo de recortes sepia, sino también -además de las reflexiones de René Guénon sobre las grietas abiertas en la Gran Muralla por las potencias infrapsíquicas- de una aventura policíaca de Yeruldelgger.

  Ecos, pues, de Francia… y de Mongolia, pues Yeruldelgger es un ex comisario de policía de Ulan Baatar al que un montón de intrigados fans -mujeres sobre todo, además de algún niño sediento de aventura- sigue por las estepas un poco como la gente pisa los talones a Ojo de Halcón y Unkas en El último mohicano. No en vano Yeruldelgger es también el eslabón postrero de una estirpe, casi el único funcionario de su país que persiste en ser fiel a las viejas tradiciones -incluyendo la de ofrecer los cadáveres como pasto a las fieras- sobre las que se cimentó el imperio más extenso jamás conocido. Lo que mientras nos unimos al grupo nos preocupa es lo leído por ahí en el sentido de que La muerte nómada, publicada como las otras novelas por Salamandra y que ahora tenemos abierta, da carpetazo a la serie. ¿Va a quedarse, pues, la cosa en una trilogía?

  A mí me gustaría que el hilo siguiera. No sólo porque nada de cuanto atañe a la confrontación entre tradición y progreso u honor y deshonor me es ajeno, sino porque me he habituado a pasar agosto en nuestra habitación del Sabana, aquí, en San Martín del Tesorillo, donde varios de sus edificios de una, dos o tres plantas me recuerdan poderosamente a la sede de Aeroflot en Ulan Baatar, disfrutando de las aventuras de Yeruldelgger. Así que me acongoja un tanto leer que, con esta, Manook cierra el grifo.

  Una pena de ser cierto, porque -como una suerte de Marcial Lafuente Estefanía que se hubiera reciclado en guionista de manga– ha conseguido levantar en torno a Yeruldelgger un mundo de ficción bastante insólito. Si Boris Vian hubiera recalado en Mongolia contratado para tocar en uno de sus bares y, luego, escrito una novela ambientada allí, el resultado se habría, probablemente, parecido bastante a las novelas de Yeruldelgger. Ya sólo el lema de la cerveza Chinggis –Yes! We Khan!– compendia y mejora el espíritu de todos los ismos alumbrados en París desde el arranque del siglo XX. Por otra parte, los personajes, perfilados como figuras articuladas adictas al vocabulario de whiskería, recuerdan en grado sumo esa contundencia esquemática típica de aquellos Geyper Man que tan gratas evocaciones suscitan a mi generación.

  En esta nueva intriga, en que Yeruldelgger parte camino del naadam, donde quiere competir como arquero, con idéntico espíritu a ese con que los cantaores enfilan hacia Pozoblanco o Totana, se nos instruye no sólo sobre muertes, sino también sobre amores nómadas, esos que terminan clavando la urga a la entrada de la ger como, en el billar, se anota el tanto en el ábaco. E irrumpen en sus páginas con toda su artillería los ninjas, profanadores de la tierra que revuelven bajo los pastizales en busca de oro, no hace falta decir que ayunos de las cualificaciones espirituales sobre cuya carencia, en el caso de quienes han de cavar en sustratos más que físicos, previene Guénon. Aprendemos también a preparar raviolis según la receta de la madre de Yeruldelgger y volvemos a toparnos con los nuevos ricos, los pandilleros neonazis reclutados como matones por el poder, los mafiosos, los fangosos arrabales recorridos por asesinas con carísimos zapatos Louboutin, los nómadas de ciudad -vertiente mongola del pijo- y los políticos corruptos untados por las corporaciones mineras foráneas y los magnates en lucha por el control de los recursos acuíferos. Y, lo mismo que en las previas peripecias de Yeruldelgger, cuanto acaece en Mongolia genera consecuencias en tan distantes lugares como Australia o Estados Unidos. De hecho, es algo que, aun sin andar Yeruldelgger por medio, ocurre también con enclaves como Fuente de Cantos y San Martín del Tesorillo. Pero, tratándose de él, un Blueberry de las estepas puesto y leído que entre cabezazo y mascada cita a Nietzsche y a Kant y esquiva los agujeros de marmota con la misma soltura que las emboscadas apaches, encaja a la perfección el lema de Quique Herrera:

  -Absolutely! Yes! No limits!

  Y es que, en estas novelas, las fronteras entre convenciones temáticas, tonos y backgrounds se difuminan hasta el punto de que todo se sirve aliñado con la salsa de una suerte de buenismo gore y muy violento que podría antojarse un tanto contra natura pero que no nos termina de extrañar, pues el buenismo nace, en definitiva, de individuos que sienten una extraña nostalgia por la barbarie bolchevique e inventaron el buenismo por saber que ellos mismos no habrían tenido redaños para sumarse a ella. El guiso se enriquece, además, con una `patente inclinación del narrador a endosar a los mongoles comportamientos sexuales que parecen reflejar más las patologías predominantes en los antros feministas de París que los usos eróticos de gente que vive en una tienda de fieltro y rodeada de ganado. También a atribuirles un recurso constante y fluido a la tecnología punta, cuando la realidad es que la cuenta de Instagram de la agencia oficial de noticias de Mongolia apenas puede presumir de ciento veintisiete seguidores y, la de cerveza Chinggis, de ciento veinticinco, y puedo dar fe de que unos cuantos no somos autóctonos. Que los casos de Yeruldelgger te hacen encarar, en fin, muchas más preguntas y perplejidades que las derivadas de la investigación en que en ese momento ande ocupado.

  Pero bueno, La muerte nómada es un cómic. Y como tal hay que leerlo. La de Manook viene a ser a la postre eso, una Mongolia recreada con fondo musical de Boris Vian y que, a mí por lo menos, me gusta visitar. Una Mongolia que, como dijo Pemán de Lola Flores, ni canta ni baila… pero no se la pierdan.