El pasajero
7 de junio de 2019Lecturas totales 1,118 , Lecturas hoy 1
Joaquín Albaicín
Ulrich Alexander Boschwitz fue uno de los judíos de Alemania que lograron abandonar el país -en su caso, en 1935- antes de que la persecución empezara a lo bestia y sin tapujos y los ciudadanos de su mismo origen étnico fueran deportados a granel al Este para sufrir los destinos que ya sabemos. Su novela El pasajero, aparecida en Inglaterra en 1939 y en Estados Unidos un año después y que siguió a una obra anterior (Gente al margen de la vida), no había sido publicada en Alemania hasta el año pasado, y parece ser que la traducción al español desde la lengua de Mann, que nos llega de la mano de Sexto Piso, editorial con buen ojo, debe diferir bastante de la versión en su día lanzada en lengua inglesa.
Y es que en 1942, poco antes de morir al ser torpedeado por un submarino alemán el barco británico en que viajaba, Boschwitz comunicó a su hermana haber introducido numerosas correcciones en la novela. Estas nunca llegaron a sus manos, así que el manuscrito hallado por el editor alemán Peter Graf en el Archivo del Exilio Alemán de la Biblioteca Nacional de su país no es sino la copia original mecanografiada de la novela. Graf creyó seguir los deseos del autor acometiendo una tarea de revisión, corrección y es de suponer que añadidura imaginamos que más que superficial, lo que difumina mucho el juicio que podríamos poner en pie sobre el talento literario de Boschwitz, pues se supone que quien escribe una historia y luce en el trance un determinado estilo es el escritor, no el editor, cuya función es poner las perras y hacer promoción. Pero bueno, esto es lo que hay.
La sucesión de inconvenientes e incertidumbres que, pese a estar casado con una “aria”, caen de plano sobre el hombre de negocios Otto Silbermann en la novela de Boschwitz recuerda en cierta medida a la reclusión del Tom Hanks que queda atrapado durante años en los espacios públicos de un aeropuerto. Claro que, en El pasajero de Ulrich Alexander Boschwitz, las disonancias administrativas o burocráticas que emplazan al hombre en situación de haber de vivir de estación en estación y de tren en tren y sin poder salir del país son harto más graves y preocupantes que las nacidas de la tozudez de un chupatintas, pues emanan de la ejecución de una política de Estado encaminada a la liquidación por etapas y haciendo funcionar la maquinaria a distintas velocidades de todo un estrato de la sociedad.
Más allá de la convencional historia ambientada en la Alemania nazi, El pasajero es en realidad, y de ahí, creo, la fuerza con que atrapa al lector, una metáfora del poder aplastante y, sobre todo, sordo, que el Estado y su burocracia -aquí, apoyada en todo por el uso de la fuerza bruta- ejercen sobre el hombre común, al que no existe reparo alguno en despojar de ambas cualidades -la de hombre y la de común- cuando así se decide. Es también una excelente reconstrucción literaria del discurso incubado por el prejuicio étnico, tan útil siempre para dotar de ínfulas de grandeza a cuantos viven resentidos y acomplejados por su condición de Don Nadie. Y, desde el momento en que comienza a formularse preguntas a propósito de su propia identidad y condición y de si vive en la realidad cotidiana o en una pesadilla, en Silbermann, el personaje protagonista, rebrotan también el de El doble de Dostoievsky y el de Niebla de Unamuno.
Un atractivo añadido de esta novela es, además, que, lejos de servir sólo como testimonio de una época pretérita bien acotada en el espacio y el tiempo, las peripecias de Silbermann palpitan rabiosa actualidad, pues navegamos climas no homólogos a aquellos, pero sí reiterativos en cuanto a la proliferación de poses, actitudes y consignas denotadoras de cuán poco el homo sapiens aprende de sus tropiezos. Ello explica el incesante pulular por tribunas, hemiciclos y ciberespacios electorales de un supuestamente renovado y “fresco” perfil de aspirante a vivir de las ubres de la política: el enemigo de la inmigración. Para los adscritos a dicho perfil no existe otro tema. En la inmigración residen todos los males y, en la lucha contra la misma, nos es brindada la solución a cualquier problema que pueda perturbarnos el sueño. En realidad, uno diría que piensan únicamente en sus particulares problemas psicológicos, pues este tipo de cruzado, pese a desgañitarse presentándose como adalid de la civilización cristiana, deja patente lo feble en su caso de dichas convicciones católicas con su obsesión por exigir el abandono de seres humanos en el mar y la persecución de quienes les socorran… Dejando aparte que el mero hecho de considerar cristiana a la actual civilización occidental debería imponer por ley una visita al psiquiatra.
Estos pacientes sin diagnosticar sólo se sienten perturbados, procede el subrayado, por la arribada a costas europeas de inmigrantes que no son blancos o de filiación religiosa musulmana. Significativamente, nunca señalan como “inmigrantes” ni como “ilegales” a las numerosas bandas de gangsters extranjeros -pero blancos- establecidas en España. Dicen pese a ello, sí, no ser xenófobos, que es que están luchando contra “las mafias que trafican con personas”. Pero, pese a conocer -al parecer- tan bien a esas “mafias que trafican con personas”, aún no han acudido a una comisaría a denunciar con nombres y apellidos a sus capos. De hecho, no es que no hayan presentado denuncia alguna: es que tampoco en sus discursos y declaraciones especifican de quién están hablándonos exactamente. Así que todo esto recuerda demasiado a aquellos píos latiguillos usados durante el terror comunista o nazi, cuando el gitano o el judío no eran “enviados al Este” por ser gitanos o judíos, sino por su “condición asocial” o por “chupar la sangre al honrado pueblo alemán”, como el tártaro o el ucraniano eran en la URSS llevados al matadero por ser “espías de Polonia” o “agentes japoneses”.
Es el caso en Italia de Salvini, que aboga por la esterilización de una gitana detenida varias veces por carterista. Curiosamente, en su partido forman filas varios procesados y condenados por robar no unos pocos euros, sino millones de ellos, y Salvini no ha dicho ni mu sobre la conveniencia de esterilizar a sus madres, esposas y queridas, como tampoco sobre la de castrar a esos delincuentes tan afines y próximos a él y, de paso, a sus más que probables queridos.
El aire sopla un poco fétido, sí. Pero, para colmo de males, los de enfrente -los “buenos”- son casi peores que ellos. De hecho, Silbermann se cruza a menudo en la novela no sólo con depredadores nazis, sino también con exponentes de los otros, de los “buenos”. Y el caso es que los defensores profesionales de las minorías -de los árabes, de los gitanos, de quien sea, inmigrante o no- lo son sólo a condición de que los árabes, los gitanos o quienes sea renunciemos a nuestra visión del mundo para abrazar la suya, como los insufribles ateos y ateas y feministas y feministos que son ellos. Y no me parece que sea plan, lo siento.
Luis Miguel Dominguín -que no era árabe, ni negro, ni gitano, ni judío, ni comunista ni nazi- decía echar de menos los tiempos en que, en España, cada pueblo tenía su tonto. Era un modo de añorar el hecho de que, entonces, los tontos estaban contados y no eran tantos. Ahora, los tontos han hecho saltar todas las variables demoscópicas y forman la clase dirigente. Como nada hay peor que un tonto que quiere ser útil, que creo que lo mejor es que, si la cosa va yendo a más, quienes nos encontramos en riesgo de, cualquier día de estos, ser catalogados como integrantes de una de esas “mafias que trafican con personas” o como colaboradores de los mismos prestos a ser “traficados”, vayamos poco a poco y con discreción mudándonos a localidades pequeñas donde la política no exista y llamemos poco la atención. Eso sí: nada de trenes, pues ya conocemos la experiencia de Silbermann. Y el dinero, en el calcetín.
Si, como siempre, les da de nuevo por matarse entre ellos, que al menos esta vez no nos pillen en medio ni nos puedan utilizar como excusa. Después de leer El pasajero y tomar nota de la peripecia de Silbermann, yo no demoraría mucho la partida.