Un caballero en Moscú
7 de marzo de 2019Lecturas totales 1,050 , Lecturas hoy 2
JOAQUÍN ALBAICÍN
La foto de portada es de Rodney Smith. En ella y por la puerta que da al balcón, un caballero de espaldas a nosotros y ligeramente inclinado hacia delante se asoma a una calle moscovita, ignoramos si concurrida o no. Parece que es por la mañana. No sé por qué, lo poco que se ve del exterior me recuerda a otra calle, pero parisina: esa hacia la que se abren las ventanas del piso en que Francisco Paesa oculta a los Roldán en El hombre de las mil caras, de Alberto Rodríguez. En Un caballero en Moscú, de Amor Towles, publicada hace poco por Salamandra, también, claro, hay espías, pues no podía ser de otro modo en una historia que arranca cuando el ex Conde Rostov es condenado en 1922, por un tribunal bolchevique, a tan insólita pena como pasar el resto de su vida sin salir del Hotel Metropol, donde le es entregada la llave de una buhardilla que será, a partir de entonces, su hogar. El lugar está muy bien situado, pues cae a dos pasos del Kremlin, del teatro Bolshoi y de la sede de la policía política. Por supuesto que Rostov sólo echa de menos el poder acercarse al segundo de estos tres edificios.
Pese a la restricción de movimientos que padece encontrará, sin embargo, cosas en que emplear su tiempo más allá de disfrutar de las vistas y leer a Montaigne, pues sin abandonar el Metropol da clases de inglés y de cultura francesa, americana y británica a un chekista fascinado por Humphrey Bogart. Acoge a niñas medio abandonadas con mucho de gnomos y hasta de niñas espectrales, de fantasmas de un mundo nuevo que no saben, sin embargo, que el viejo ha desaparecido. Se echa de amante a una famosa actriz “esbelta como un sauce” y amiga de los galgos, Anna Urbanová, que lo ha sido a su vez de un alto cargo comunista. Sigue siendo el fiel cliente de los restaurantes del hotel que fue antes de la revolución, sin permitir que su cultura de gourmet pierda una sola hoja. Y, en compañía del operario que ha instalado un panal en el tejado, aprende a distinguir la miel de las abejas que han libado de las lilas de tal parque de las que lo han hecho en los cerezos de tal otro.
El Metropol es el mismo hotel donde se supone o nos dicen que Lee Harvey Oswald se repuso en 1959 de su conato de suicidio. La historia no llega a hollar ese jalón, pues Towles nos separa del Conde Rostov en vísperas de la designación de Jruschev como cabeza visible de la pirámide roja. Claro que si, como nos dice uno de los personajes, una habitación “es la suma de todo lo que ha ocurrido en ella”… ¿No lo será también de lo que entre sus paredes sucederá? Y lo mismo decimos -o nos preguntamos- del hotel en su conjunto. De hecho, Towles consigue hasta persuadirnos de que, en plena era soviética, el Metropol, un alojamiento cutre -sirva Oswald de referencia- y que él retrata o recrea en su época más penosa, es un hotel casi glamuroso. ¿No estará hablándonos, sin darse cuenta, del Metropol de los tiempos de Putin? Quizá, sí, las habitaciones de hotel sean, sin darnos cuenta, su futuro más que su pasado.
Desde luego que hay en Rusia -país de visionarios, pero también de funcionarios obsesos que por una futesa le mandan a uno a Siberia, aquí muy bien bautizada como “el reino de los cambios de opinión”… Hay en Rusia, decíamos, algo que no se marchita: es ese humor a lo Bulgakov florecido en el musgo de las situaciones absurdas, bien conocido por Towles y cuyos perfiles se deben seguramente no a que Bulgakov atesorara un humor particular, sino más bien a que, habiendo padecido la desgracia de tratar demasiado con el funcionariado, conocía la pomada y los terribles efectos secundarios que su aplicación podía deparar a los pacientes: para empezar, la conversión de Rusia en una interminable cola con la momia de Lenin al frente de la misma cual cabeza de tarasca embalsamada.
Como a muchos se les antojan raras las lentillas azul turquesa lucidas en los ojos por algunos de los actores de la última versión cinematográfica de Asesinato en el Orient Express, puede que a muchos, en una época en que la mayoría de la gente que publica novelas no denota ningún don artístico, se les antoje también rara la prosa como de cristal de Murano, con tintineos de gemas bien engarzadas, destilada por Towles. No hay razón para que cunda el pánico ni para dar la alarma, pues no se trata, en realidad, sino del fulgor natural de quien sabe escribir. Nada grave, por tanto. Al menos, al caballero que en la portada se asoma al balcón se le aprecia de lo más tranquilo…