El papa que sí/no creía en Dios

5 de diciembre de 2018 0 Por Ángulo_muerto
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Nemo

 

¿Creen ustedes en Dios? ¿Sí? ¿No? Si son capaces de responder, es porque saben en qué consiste la creencia o la incredulidad. ¿Qué significa creer en Él? ¿Qué significa no creer? Esta es una de las grandes preguntas que formula The Young Pope, de Paolo Sorrentino. ¿En qué consiste la fe?, y, por ende, la cuestión clave de la serie de HBO es, con toda probabilidad: ¿cree en Dios el Papa Pío XIII?

 

“Este Papa no cree en Dios”, responden, destrozados, los pobres cardenales. Pío XIII no es el Papa que ellos buscaban, por muchos motivos: es más conservador que ellos, menos diplomático, es impredecible, tiránico. Pero seguramente lo que menos les guste del nuevo Papa es que, por encima de todo lo demás, sitúa a Dios. A Pío XIII no le importa la banca vaticana, no le importan sus obispos ni sus cardenales; a Pío XIII le es indiferente si la plaza del Vaticano está desierta porque asusta a los fieles con sus sermones acusatorios. A Pío XIII solo le importa Dios. Pío XIII quiere que la Iglesia solo se centre en Él y deje todo lo demás a un lado. Aunque les salga caro.

 

Qué paradójico, ¿no? Suena incluso contradictorio que se acuse de no creer en Dios a un Papa que quiere a Dios por encima de todas las cosas. Pero recordemos que de Dios se predica que “es hielo abrasador, es fuego helado”: Dios siempre ha sido contradicción, porque está por encima de los contrarios. Resulta que la manera de creer en Dios del Papa no es convencional: es sincera. Como se nos cuenta a lo largo de los diez capítulos, no cree en Dios por lecturas bíblicas, por convicción intelectual, no cree en Dios por sus ansias de eternidad. El joven Papa cree en Dios porque no cree en el mundo. Se puede leer entre líneas que solo ha habido dos momentos de felicidad en la vida de Lenny Belardo. El primero, que le persigue constantemente en (en)sueños, es la vida al lado de sus padres, que acabó trágicamente con su abandono en el orfanato. A esta ausencia constante de sus progenitores, lo único que quedó con él durante todos esos años junto con la mitad de una pipa –rota, como no podía ser de otro modo–, la personificó y la llamó Dios. Parecía que la vida había acabado para el joven Lenny incluso antes de empezar. Pero no. La vida quiso darle una segunda oportunidad para ser feliz. Una oportunidad de una semana. Justo antes de entrar en el seminario, conoció a una chica. Se enamoró, por primera y última vez. Sin embargo, nos cuenta que en los ojos de ella, llenos de amor al principio, brillaba la decepción cuando se despidieron. Él sabía que no quería volver a ver desilusión en los ojos de su entorno, que no quería más despedidas. Pero la vida es despedidas, la vida es decepciones: la vida tenía que acabar para él. Y en esa ausencia de vida, en esa ausencia de cielo autoimpuesta, creó la presencia de la Vida, del Cielo: hizo de Ausencia Presencia, creó a Dios, un Dios más real que el que encontramos en las Sagradas Escrituras, un Dios vital porque surge de lo más intenso de la vida: la decepción en ella. Porque solo se decepciona hasta el punto de la renuncia el que ha vivido al máximo, solo huye del sentimiento el que se ha entregado apasionadamente a este. Y a partir de entonces, Lenny solo se entrega a ese Dios que no ha encontrado en el mundo, a ese Dios que tiene que existir simplemente porque no brilla en nuestra Babilonia, porque le ha rehuido toda su vida. Tuvo momentos de orgullo, claro, tuvo momentos de rebeldía: no olvidamos su arrogancia al atribuirse a él mismo el éxito en el Cónclave, pero siempre se disculpó ante Dios por ello. Porque si Belardo rechaza a Dios, tiene que volver al mundo que le hizo huérfano, al mundo que nunca le amó. Como le indica la chica del hotel, la prueba de la existencia de Dios son los mismos ojos de Lenny: anhelantes de que exista.

 

Esta serie es la historia de Pío XIII porque es la historia personal de Lenny Belardo. Porque la creencia en Dios, como la creencia en el amor, en la ética, surge de la ausencia de este en todo lo que nos rodea. “Ausencia es presencia”, nos explica, y no podría tener más razón. Uno no ama hasta que le dejan; uno no es compasivo, no es empático, no es misericordioso hasta que le han negado la compasión, la empatía, la misericordia, hasta que le han traicionado. El creyente verdadero es aquel que acaba anulándose en su huida del mundo; en ese vacío se le cobija Dios. “No soy nada, no soy nadie”, nos insiste Pío XIII como motivo para no mostrarse al mundo. No hay nada que mostrar. Lenny Belardo ha “cruzado el Abismo”, como diríamos en Cábala, se ha entregado totalmente a Dios: nada queda de él más que el reflejo de la divinidad: es tan humano, tanto más humano que los demás, que en escenas como el discurso a los cardenales parece casi divino. Y, como bien nos dice esta Cábala, como bien han sentido los místicos, como intuyó Heidegger, incluso Hegel, Dios no es más que una Nada. Una Nada positiva, una nada repleta de Ser, pero no por ello menos Nada. Dios es el Ser despojado de todo atributo; un cero elevado a cero, como expone Aleister Crowley. Para ser hijo de Él hace falta despojarse también de todo atributo: des-humanizarse, por así decirlo. Y para des-humanizarse, ¿qué mejor que sobre-humanizarse? Decía Philip Mainländer que el camino del exceso, del vivir demasiado, es la mejor manera de consumirse y el atajo a la tumba. Para Lenny, sentir demasiado, sufrir demasiado, en definitiva, ser demasiado humano significa ser completamente in-humano: santo. Y es que nadie de su entorno puede negar la evidencia abrumadora de que es un santo. Los milagros se multiplican al paso de este humano vaciado, roto, de este receptáculo de Dios, de esta nada que invoca a la Nada suprema. Sí, Lenny Belardo es un santo. Un santo que gracias a no creer en Dios llegó a ser el primer Papa creyente.

 

Después de lo leído, que Dios les ayude si pueden decir que creen en Él.