Auge y caída de la novela gráfica

Auge y caída de la novela gráfica

30 de noviembre de 2015 0 Por Ángulo_muerto
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Lorenzo Díaz

 

 “Es que La infancia de Alan no es un cómic, es una novela gráfica; por eso no la encuentra, debe mirar en la sección de novela gráfica”, dijo el empleado de la Fnac, del mismo modo en que treinta años antes el quiosquero distinguía entre tebeos y cómics. “¿El Cairo? Es que no está con los cómics, sino con los tebeos. ¿no ve que pone que es un neotebeo?”. La historia se repite.

Lo de cómic (voz inglesa que quiere decir “cómico”, ya que viene de las comic-strips, las “tiras cómicas” que se publicaban en la prensa) empezó a utilizarse por estos lares a finales de los años setenta del siglo pasado con la intención de distinguir entre tebeos para niños y tebeos para adultos, supongo que por aquello de ser una palabra inglesa y que entonces lo extranjero siempre sonaba mejor, aunque en el fondo no fuera así. Y se acabó consiguiendo. O casi. Se popularizó el término, pero la cultura “oficial” siguió considerando el cómic algo mayoritariamente para niños. Los que no lo consideraban eran en su mayoría jóvenes que no necesitaban etiquetas para apreciar un tebeo adulto cuando de verdad era adulto. Lo de “cómic”, que estaba pensado como etiqueta diferenciadora, acabo siendo un sinónimo de historieta, que es como se llamaba antes al Noveno Arte.

Y ahora, con la novela gráfica, está sucediendo algo parecido, aunque parece que con más éxito, con un mayor arraigo. Posiblemente debido  a que buena parte de la actual cultura oficial está compuesta por aquellos jóvenes que entonces leían revistas como Totem o El Víbora, y seguían a autores como Hugo Pratt, Carlos Giménez o Gallardo (con Mediavilla). Lo de novela gráfica es un término excluyente que se refiere a un cómic hecho expresamente para un formato editorial concreto, de larga extensión  y de contenido “autoral” mayoritariamente adulto. Más o menos.

Podría decirse que esto es como inventar el fuego, que en Francia e Italia eso existe desde los sesenta o así, por no mencionar Japón, con sus mangas de 300 páginas dirigidos de forma compartimentada a públicos de todo tipo de edad, género y condición. Pero, centrándonos en el tema, si nos ponemos estrictos, y prescindimos de los muchos antecedentes que existen del formato, dado que no hay espacio, diré que la primera novela gráfica que reúne todas esas condiciones y además se hace llamar así, es Bloodstar de Richard Corben, que apareció en Estados Unidos en 1976, cuando en el mercado sólo había superhéroes y cómics underground de distribución marginal.

Bloodstar  es un libro estupendo de fantasía realizado por encargo de Gil Kane, dibujante de superhéroes, culto e inteligente, que se pasó toda la vida intentando salir del ghetto de los superhéroes. Con este fin promovió todo tipo de formatos y contenidos editoriales que pudieran apelar a un público mayoritario no aficionado al cómic. Antes de editar este libro, había probado fortuna en 1968 con His name is Savage, con formato de revista para adultos, y en 1971 con Blackmark, con formato de novela y distribuido por Bantam Books, una editorial de libros. Fracasó en todos ellos, pero el hombre había sintonizado con el espíritu de los tiempos y el apelativo de “novela gráfica” empezó a generalizarse.

En 1978, Will Eisner publicó Un contrato con Dios al margen de la industria, intentando incluso una distribución fuera del ámbito de las librerías especializadas. Era una obra semiautobiográfica y adulta que hablaba de problemas de gente normal, y Will Eisner utilizó el término de “novela gráfica” para distanciarse del cómic de superhéroes al uso. El éxito de crítica y público fue tan grande que popularizó el término. Tanto que cuatro años después también había novelas gráficas de superhéroes y casi cualquier cómic de más de 22 págs, y que se publicara fuera de los cauces normales del cómic recibía ese apelativo, al margen de su contenido. No cumplían ninguna de las características expuestas hace dos párrafos, pero los editores son así: no respetan nada.

Y entonces, en 1986, apareció lo que se considera la primera novela gráfica “de verdad”, aunque antes apareciera por entregas en la revista Raw: Maus, de Art Spiegelman, una brutal historia autobiográfica sobre la relación del autor con su padre mientras este le cuenta  su vivencia en los campos de concentración nazi. Es una obra de historieta pura, brillante, conmovedora y accesible, que tuvo un éxito arrollador y fue premiada con el premio Pulitzer. Spiegelman controló la edición y distribución del libro y procuró alejarlo lo más posible del entorno del cómic estadounidense habitual, llegando incluso a negarse a vender los derechos de publicación en el extranjero a cualquier editorial de cómic. Sólo quería editoriales de literatura general.

 

 

Lo que buscaba Spiegelman con esta maniobra era lo mismo que había intentado Gil Kane con un material muy diferente: que no se marginara su obra y que fuera valorada al mismo nivel que cualquier otra obra literaria, con dibujos o sin ellos. O sea, buscaba prestigio. O sea, lo mismo que hacíamos aquí usando a diestro y siniestro la palabra cómic. Algo que el cómic ya tenía en países como Francia donde hacía tiempo que ya era considerado un medio de comunicación válido y donde se intentaba huir de la tiranía editorial del álbum de 48 páginas, más allá de dividir una historia larga en dos o tres álbumes. Para ello, Casterman había empezado en 1978 la revista (A suivre) donde se serializaban historias en blanco y negro que escapasen a ese formato. Con vistas a ser recopiladas luego en libro, claro.

La aparición por entregas en 1986 del Watchmen de Alan Moore y de El regreso del Señor de la noche de Frank Miller no sólo arrasó a nivel mundial y cambió la forma de hacer cómics de superhéroes, sino que tuvo una consecuencia inesperada: sus reediciones en libro se vendieron muchísimo, y siguieron vendiéndose y vendiéndose…  Tanto que los editores se empezaron a plantear la posibilidad de vender cómics en librerías generales (cosa que, misteriosamente, las grandes editoriales de cómics de superhéroes no habían hecho nunca), y se lanzaron a recopilar en libro todos los cómics que podían y eran susceptibles de venderse en ese formato, y buscando la creación de un fondo editorial que permitiera  sucesivas reimpresiones de los títulos. Con resultados escasos y desiguales, hasta que en el año 2.000, la editorial Fantagraphics consiguió que una distribuidora importante colocase en librerías generales Jimmy Corrigan de Chris Ware, un cómic revolucionario en fondo y forma y con una historia muy triste pero accesible para todo el mundo (y que el autor había incluido previamente por entregas en su publicación Acme Novelty Library).

 

El enorme éxito de crítica y público de esta obra sobrepasó las limitaciones del medio, y se vio reforzado por la distribución posterior del trabajo de autores como Joe Sacco, Daniel Clowes o los Hermanos Hernández, que ya llevaban años publicándose y cuya calidad fuera de duda afianzó la posición de este tipo de libros en un mercado que hasta entonces no quería saber nada de cómics. Sin olvidar, insisto, el hecho de que muchos de los niños que leían tebeos en los ochenta habían crecido, que seguían leyendo cómics y que muchos de ellos trabajaban en los medios de comunicación.

En España, pese a algunos tímidos avances durante los años ochenta y noventa, lo de la novela gráfica parece un invento reciente nacido en la resaca del Jimmy Corrigan de Chris Ware, pero aquí siempre se han editado álbumes de cómics, y siempre ha habido cómics que se dirigían a todo tipo de público. La implosión de las revistas para adultos de los ochenta convirtió la década de los noventa en un desierto editorial donde sólo se veían superhéroes y mangas y alguno que otro álbum francés. Ante esa carestía, fueron apareciendo editoriales pequeñas con mucho amor por el medio y poco afán de lucro, como Inrevés, Astiberri o Sinsentido, que se dedicaron a publicar títulos de carácter minoritario que chocaban en ese entorno de material genérico, títulos que eran perfectos representantes de lo que ahora se viene a llamar novelas gráficas, aunque entonces sólo eran cómics.

Y con esas editoriales empezó a llegar un amor por la edición cuidada y exquisita, diseñada incluso, que sólo había asomado muy ocasionalmente en el mercado del cómic nacional. Y con ellas llegó a España el material de la llamada nouvelle BD  francesa, con autores como Sfar, David B o Satrapi, que se ocupaban de temas diferentes y hacían un fuerte hincapié en una narración personalizada y autobiográfica. (Esto hace pensar en el curioso hecho de que el cómic parece ser tomado en serio sobre todo cuando narra la vida de alguien, como si eso lo hiciera más “auténtico”. Lo cual es muy discutible, claro). Y, entre unos y otros, gente que hacía mucho tiempo que no leía cómics volvió a leerlos, o gente que nunca los había leído lo hizo por primera vez, y algunos les parecieron buenos, y para distinguirlos de los otros cómics empezaron a llamarlos por ese formato que ofrecía muchas páginas de tamaño novela: novela gráfica.

 

Y ahora el fenómeno está generalizado y aceptado. Porque parece que las novelas gráficas no son cómics, son otra cosa, son obras profundas y serias y de calidad. Menos cuando resulta que son malas, claro, pero esas no cuentan. Al margen de que muchas de esas novelas gráficas de doscientas páginas antaño se habrían editado en dos o tres volúmenes, o que muchas están hechas por los mismos autores que antes hacían cómics, sin variar ni un ápice su planteamiento autoral, sólo el número de páginas en que deben plantearse el trabajo. De hecho, el término se ha generalizado tanto que no paran de salir novelas gráficas que agrupan tres o cuatro álbumes, o doce comic-books, o que van dirigidas a niños, o que son mangas japoneses (porque en su país de origen siempre utilizaron ese formato). Ahora todo es susceptible de ser llamado novela gráfica y salir al mercado con esa etiqueta. Y de hecho es lo que se está haciendo.

Dejando al margen la tontería de alguno que asocia el formato a un género, siempre hay que aplaudir todo lo que potencie la difusión de un arte tan completo como la historieta. Perdón, cómic. Perdón, novela gráfica. Hasta que la cosa se vulgarice lo suficiente como para que alguien considere necesario utilizar otro nombre y el librero de turno te diga: “No, hombre no, lo de Paco Roca no es novela gráfica. Lo que hace ese hombre es narración secuencial”. O algo así.