Amores de una mujer.suela I y II
28 de noviembre de 2013 0 Por Ángulo_muertoLecturas totales 651 , Lecturas hoy 1
Carola Baratti
“Nunca fui buena para el álgebra, pero el amor no parecía una materia tan difícil.”
I. Así se empieza
Me enamoré de Marco cuando tenía siete años. Yo era amiga de las hermanas que me habían invitado a pasar unos días a la casa que tenían en la playa.
Estábamos jugando al sapo. Hacía mucho calor. Me acerqué a la orilla del mar tratando de superar la duda entre zambullirme o volver al sapo. Mientras contaba repetidas veces un, dos, tres, ya, sin lograr atravesar las primeras olitas, Marco se acercó y me propuso matrimonio. Confesó que se había enamorado la tarde en que jugábamos al papá y la mamá y dijo que cuando fuéramos grandes quería que tuviéramos hijos, una casa y un auto. Sentí que me inflaba como un pavo real y le di el sí.
A partir de ahí, dejé de jugar al sapo y comencé a cuidar a sus dos hermanas, mis amigas, como si fueran nuestros bebés. Esperaba que él pudiera apreciar que no se había equivocado al elegirme como la futura madre de sus hijos.
Cuando volví de mi luna de miel, mi madre, que solía tener arranques de severo aburrimiento con tendencia a desahogarse en el trabajo manual, decidió cortarme el pelo según una revista francesa que había visto en la sala de espera del dentista. De una larga y rubia cabellera lacia pasé inexplicablemente a un pelo corto, marrón y enrulado. A partir de esa tarde fatal yo me pasaba horas encerrada en el baño tratando de achatarme los rulitos con un cepillo húmedo, pero no había caso, cuando se secaban era todavía peor.
También debió haber sido fatal para Marco, que cuando me vio abrió la boca y salió corriendo. Me pareció que Marco estaba tan escurridizo que mientras nos hamacábamos en su jardín, aproveché la oportunidad para preguntarle si todavía pensaba casarse conmigo:
—¿Te acordás de que te querés casar conmigo? Te declaraste en la orilla del mar, el día del sapo.
—Es que estás fea con el pelo así. Parecés una señora —contestó Marco mientras se escarbaba la nariz como si yo no existiera.
Se puso un escobillón entre las piernas y dándose palmaditas en los muslos, me dejó sola mirando el cielo y disimulando las ganas de llorar. Quedé petrificada en el vaivén de esa hamaca como si todas las cosas se hubieran muerto y yo hubiera sobrevivido inexplicablemente a una guerra nuclear.
Esa noche declaré culpable a mi madre, le dije cuánto la odiaba y cuánto pensaba odiarla el resto de mi vida. Mamá se mostró preocupada, defendió mi corte de pelo y explicó que cuando un hombre se va, siempre viene otro y otro y otro. Yo me pegué un susto bárbaro. ¿Otros? ¿Cuántos más tenía que conocer? No me gustaba la idea. Yo me quería casar con Marco porque era lindo y le gustaban los bebés y los autos. Él era el hombre de mi vida, me había ofrecido matrimonio y yo había dicho que sí con la espuma de las olas rozándome los tobillos. ¿Cómo podía un hombre olvidar ese momento perfecto por un poco de pelo? ¿Por qué tenía que haber otros? ¿Cuántos hombres había conocido mamá hasta conocerlo a papá? ¿Seguía buscando otros o con uno era suficiente? ¿Marco volvería a mí con una flor y una caja de chicles de colores, arrepentido y adelantando la fecha? ¿También él tenía que conocer a otras y a otras y a otras?.
A los pocos días, me enteré de que Marco se había enamorado de Milagros, una rubia flaquita de pelo largo, ojos verdes y cara de Barbie, que cuando le preguntaban qué querés ser cuando seas grande, ella decía bailarina famosa y se iba corriendo como si adivinara que alguien podía decirle que mejor se dedicara a otra cosa.
La marcada vocación de Milagros hizo que yo comenzara a tomar clases de ballet clásico para ser mejor que ella y así casarme con Marco. Después de un tiempo de pliyés y tutús, dejé la danza, seguí jugando a las muñecas y le envié una carta a Marco diciéndole que lo pensara, con el tiempo mi pelo volvería a la normalidad y como quien no quiere la cosa, agregué que las bailarinas clásicas no podían tener muchos hijos porque debían ser muy flacas para estirarse, saltar y pararse en la punta de los pies. Terminé, dibujé corazones en los márgenes y le pedí a mi ex cuñada que se la entregara cuanto antes.
Marco nunca contestó y desde ese momento, cada vez que yo iba a su casa a jugar, él se subía a un árbol y me ametrallaba con carozos de nísperos.
Con el tiempo, que en la infancia es siempre más rápido y menos solemne, me olvidé de Marco y me enamoré de Eduardo Cox. Como él jugaba muy bien al fútbol y al básquet, me pareció el candidato perfecto para tener todos los hijos que Marco no me daría. Eduardo era agresivo, valiente y daba la impresión de tener un montón de problemas que lo hacían profundo y enigmático. Se sentaba solo a mirar el horizonte y eso me hacía pensar que necesitaba un amor que lo escuchara, yo, por ejemplo, que ya empezaba a tener los primeros síntomas del Ser Oreja. Eduardo se reía de la profesora de matemáticas y tenía un lunar grande en la mejilla derecha. Yo pensaba que ese defecto lo había ayudado a forjar su carácter. Después me enteré de que su problema, además del lunar, era que sus padres se habían separado y que su madre se había casado con un negro que cantaba y bailaba en peñas folclóricas. Este padrastro negro y bailantero lo incomodaba. Los padres de los demás iban a los actos con trajes azules o grises, corbatas y abrigos mientras el negro iba con pañuelos de colores, blue jeans y botas de cowboy, saludaba efusivamente con la palma blanca de su mano y Eduardo se escondía detrás de su flequillo. Yo imaginaba que Eduardo y yo éramos el uno para el otro porque también mi madre llegaba tarde a las entregas de diplomas vestida con un rutilante poncho hindú y se emocionaba en público mientras las demás mamás se ocultaban finas y delicadas detrás de vestiditos escoceses.
Mi vida dejó de girar en torno a la vida de Marco para girar alrededor de la de Eduardo como un satélite amable y tímido que estaba siempre ahí, esperando que él tuviera algún problema para solucionárselo. Le compraba sacapuntas fosforescentes, le regalaba gomas con olor a frutilla y a la hora de almorzar le ofrecía mis sándwiches de palta. Pero un día, en una hora libre, él dijo que quería hablarme. Pensando que me declararía su amor a pesar de que solía insultarme bastante seguido diciendo que lo único bueno que tenían los argentinos era el fútbol, me puse en posición de recibir torciendo el cuello hacia la derecha y entornando los ojos:
—¿Sí…? —dije disimulando que estaba al borde del desmayo por lo rápido que latía mi corazón.
—Sí —dijo él tomando envión—, me doy cuenta de que me persigues, no te creas que no se nota —aclaró—. No me gusta que me mires cuando estoy jugando al fútbol, no quiero más sándwiches de palta y las gomas con olor a frutilla son de mujer, a mí me gustan las figuritas del Hombre Araña.
—Ah, bueno.
—Yo gusto de Débora, tú eres muy alta para mí y además eres argentina y yo soy peruano.
Mientras yo veía pasar el mundo a toda velocidad como si fuera la última vez, él agregó generosamente:
—Alfonso gusta de ti. ¿Por qué no gustas de Alfonso? Es mi mejor amigo.
No me acuerdo qué le dije en ese momento, pero pensé que mamá tenía razón: cuando un hombre se va, siempre aparece otro y otro y otro.
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II. Déjame que te cuente, porteña
Hacía dos horas que había aterrizado en Lima, ciudad en la que sobreviven mis padres hace años. Apenas llegué‚ mi hermano menor pidió que lo acompañara a comprarse una bicicleta con la plata que había ahorrado repartiendo sobres a bordo de una moto. Llegamos al negocio donde había miles de bicicletas con la calcomanía de E.T. y un rubio barbudo de ojos celestes, bermudas grises y remera bordó que nos habló en inglés creyendo que éramos “gringos”.
—Hellow, can I help you?
—¿Cuánto cuesta ésta? —preguntó mi hermano señalando una bicicleta que parecía una nave espacial.
—Quinientos, pues. Quinientos dólares.
—¿Quinientos? Es demasiado para esta ciudad donde te roban hasta lo que estás pensando y hay que comprar varias veces la misma cosa. ¿No tenés una más barata? —pregunté con entusiasmo de recién llegada.
—Oye, tú eres argentina, ¿verdad?—preguntó el rubio obviando responder lo que le habíamos preguntado.
—Verdad.
—Que bacán, pues, me encanta cómo hablas —dijo el barbudo contemplándome mientras mi hermano se subía a la bicicleta para dar una vuelta— Es un placer conocerte, mi nombre es Georgie.
—Georgie, qué tal. ¿Tenés una bici por doscientos cincuenta dólares? No tenemos ni tendremos más.
—OK, okey. Déjame tu teléfono, los llamo y conversamos. Tal vez encuentre alguna en la fábrica, pues. Se las dejaría en doscientos.
—Muchas gracias, Georgie.
Me acerqué para darle la mano, pero él exhibió el único espacio libre de pelos que tenía en la cara para que le diera un beso.
Ya en casa, mientras mi hermano y yo discutíamos sobre asientos y manubrios de carrera, Georgie llamó preguntando por mí. Después de decir lo que se dice en esos casos, me invitó a comer a un lugar llamado “La Rosa Náutica”. Dijo que quería explicarme algunas cosas personalmente: su socio era un tacaño, un tipo con problemas, tú sabes; en cambio, él era exactamente lo contrario.
Con los restos de un entusiasmo característico de los viajes, dije sí a la invitación. A las nueve en punto tocaron el portero eléctrico:
—Hellooo, its meeeeeee…..Georgieeeeeee…
Bajé poniendo caras en el espejo del ascensor y tratando de arrancarme un pelito duro y negro que me salía del mentón. Del quinto piso a la planta baja estuve pensando que su forma de anunciarse había sido demasiado confianzuda para habernos visto sólo quince minutos esa tarde. Cuando llegué, además de una flamante camioneta roja y una sonrisa de joyería, Georgie traía una rosa roja en la mano.
—Para ti —dijo acercándose demasiado para mi gusto.
—¿Sí? Gracias… Georgie, ¿no? ¿Te llamás Georgie, no?
—Georgie Pantanolli.
—¿Panta….nolli?
—Exacto. Pantanolli. Oye, estás espléndida.
—¿Dónde queda “La Rosa Náutica”?
—Sorpresa…
—No me gusta que me anuncien las sorpresas.
—Por qué, ¿ah?
—Porque cuando se descubren tengo que fingir que estoy muy sorprendida y en realidad no lo estoy porque ya me avisaron que sería sorprendida.
—Mira, no sé de qué hablas, pero no importa. Eres bien simpática. Complicada, ¿ah?, pero bien simpática. Tienes hambre, espero.
—Estoy famélica.
Llegamos a “La Rosa Náutica” y casi me abalanzo sobre Georgie pensando que si él era como el lugar, mi sueño estaba comenzando a parecerse a la realidad en forma vertiginosa. Si él era tan sólo la mitad de lo que estaban viendo mis ojos, podíamos casarnos ahí mismo. Entramos a un majestuoso salón rodeado de ventanales que parecía flotar sobre las olas. Adentro estaba iluminado por velitas de colores y afuera había reflectores que resaltaban la fosforescencia de la espuma de mar. Las gaviotas, también iluminadas por la potencia de las luces, chocaban sus picos contra las ventanas y después de aletear durante algunos segundos sumergían la cabeza en el agua, sacaban un pescadito plateado y seguían viaje. En un rincón tapizado de terciopelo, rodeado de plantas exóticas y almohadones de seda color pastel, un bizco tocaba el arpa. Mientras escuchaba el ruido del mar y un negro vestido de blanco me sacaba las sandalias y me ponía un par de pantuflas de raso, pensé que había encontrado lo que buscaba.
Sobre la mesa había tantos tenedores diferentes que por un momento se me fue el hambre. ¿Por dónde empezar? ¿Podía preguntárselo? Era mejor romper el hielo de entrada. Si algún día vivíamos juntos, era necesario que él supiera la verdad: yo usaba un solo tenedor y, a veces, comía con las manos.
—Georgie, antes de continuar, quisiera hablarte.
—Dime, princesa —dijo él mirando para todos lados menos donde estaba yo.
Comencé a hablar observando una gaviota que acababa de estrellarse contra el vidrio.
—A veces como con las manos, incluso me gusta picar ravioles fríos de la heladera. No, no lo hago seguido —dije apurada cuando él agrandó considerablemente sus ojos azules—. Estos… instrumentos quirúrgicos ¿son para comer o estamos por operar al bizco del arpa?
—Tú mira el menú. Pide lo que quieras. Yo voy a saludar a los dueños, son amigos míos.
Mientras Georgie avanzaba con su sonrisa de joyería y saludaba al señor del arpa con un gesto simpático, yo obedecía leyendo los nombres de los platos. Quería langosta, pero tanto caparazón me resultaba un problema. No había ravioles ni ñoquis.
Lástima, eran cómodos para entrar en confianza. Había muchos nombres de pescados. Empecé a confundirme. Iba de arriba abajo. Seguí mirando hasta que el negro que me había puesto las pantuflas de raso me trajo una copita de Pisco Sawer. Detrás del negro venía Georgie, que había terminado con los saludos.
—¿Quieres una entrada?
—Sí.
—¿Cuál?
—La misma que vos.
—Pídete otra cosa. Prefiero la variedad. Aprovecha, tonta, come lo que quieras.
—Conchitas a la parmesana. Dos porciones. Con mucho queso.
—Para empezar, una copa de mariscos al ajillo y un paté de salmón, Chino —dijo Georgie dirigiéndose al chef que parecía salido de la revista Vogue.
El Chino se dirigió hacia la cocina y al rato volvió con una parte del pedido.
El viaje, el pisco y los relatos de Georgie sobre Boston y su master en administración de empresas me hacían bostezar cada cinco minutos teniendo que pedirle perdón.
—¿A qué te dedicas en Argentina, ah?
—Soy secretaria y voy a un psicólogo. Estoy tratando de averiguar quién soy. En siete u ocho años espero saberlo. ¿Vos?
—Yo sí sé quién soy —dijo Georgie robándome comida y riéndose con cara de estúpido.
—¿En serio? Debe ser maravilloso. Yo a veces creo que ya lo sé. Hay épocas en las que durante dos o tres semanas estoy convencida de quién soy, pero después cambio y soy otra y otra y… Georgie, no es fácil, pero contame, ¿cómo es saber quién es uno, te sentís bien o al final es tan grave como no saberlo? ¿Puedo sacarte un marisquito ya que me dejaste sin conchitas?
—Oye, qué rara eres. Me gustas, me gustas. Eres muy original, muy original. Sí, sí, eres distinta, pues, ¡qué bacán!
—Georgie, ¿me vas a dar la bicicleta o tu socio no quiere? Pobre tu socio, qué problema no ser tan generoso como vos. Al fin y al cabo, ¿qué nos importa tu socio? Seguro que es constipado. Es el clásico que tiene que pagar para coger y al final, todo lo que ahorra se lo gasta en putas. Disculpame, Georgie, no quise ofenderlo.
—Claro, pues di lo que quieras, me encanta como hablas. Mañana puedes venir a buscar una bicicleta.
—Gracias, qué bueno. Mi hermano va a estar chocho. Yo también, me encanta andar en bici.
A las nueve de la mañana mi madre me despertó diciendo que me estaban esperando abajo. Era Georgie. Junto con su fila de dientes perfectos traía dos bicicletas. Una costaba doscientos dólares y la otra era un regalo para mí. Podíamos ir a pasear juntos. “A mí también me encantan los deportes”, dijo Georgie levantando las cejas.
Después de agradecerle y explicarle que me gustaba pasear en bici pero odiaba los deportes, fuimos a tomar un desayuno americano. Mientras yo tomaba un jugo de papaya, él hablaba de las excursiones que íbamos a hacer como si estuviera por venderme un tour a la India en cómodas cuotas. Terminamos de comer los huevos revueltos y dijo que me llamaría a las diez de la noche. Era el cumpleaños de su padre y Georgie quería presentarme a su familia.
Me despedí agradeciéndole y subí a conversar con mi madre.
—Hubiera querido dormir un poco, pero el chico de las bicis no parece darse cuenta de nada. Va demasiado rápido. Ya tiene armado un itinerario de paseos. Me va a llamar a las diez de la noche para que vaya al cumpleaños de su padre. No me gustaría tener esos suegros tan rápido. Estoy cansada y triste.
—¿Por qué? —preguntó mamá mientras tomaba café con leche y se preparaba tostadas con manteca y azúcar.
—Me siento como una valija. Creo que nunca me escucha. ¿Será que no digo nada? Me dice princesa, me mira encantado, pero nada de lo que siento le importa.
—¿Qué dice tu analista de esta sensación de valija?
—Mi analista no habla. A veces llego, hablo cincuenta minutos y recién cuando me voy escucho que él dice “nos vemos la próxima”.
—Pero, ¿te gusta?
—¿Quién, el analista?
—No, Georgie.
—Me gusta su barba, sus ojos claros y “La Rosa Náutica”, pero sonríe demasiado y siempre está mirando para todas partes. Me regaló una bicicleta, me invita a lugares caros, tiene una tarjeta de crédito dorada y saluda a mucha gente igual a él. Todos son iguales a él, menos yo, que nunca soy igual a nadie. Yo también quiero ser igual, sonreír y mirar para todas partes como si en cada rincón estuviera por encontrarme con alguien. Tengo que buscar un psicoanalista que hable y me diga quién soy, estoy cansada de tratar de adivinarlo.
—Bueno, gorda —dijo mamá dándose cuenta de que era mejor no seguir preguntando—, tengo que ir al mercado, ¿querés acompañarme?
—Quiero dormir.
A las diez de la noche, como lo había prometido, Georgie llamó para invitarme al cumpleaños de su padre. Mi madre me prestó un vestido porque los Pantanolli eran una Familia Bien de Lima y yo no podía ir al cumpleaños de un posible suegro con mi habitual pinta de gitana.
Ya disfrazada de Chica Bien, me dirigí a la mansión Pantanolli. Atravesé un inmenso portón. Dos señores vestidos de smoking me dijeron buenas noches señorita, me quitaron la cartera, me llevaron a un jardín y me sentaron ante una mesa redonda mientras mi candidato paseaba por el parque saludando parientes. Sobre una tarima que decía “HAPPY BIRTHDAY PARA TI” en letras doradas, una negra cantaba La flor de la canela abrazada a un micrófono y por debajo se paseaban los mozos llevando y trayendo delicias para picar.
Sosteniendo el tenedor con la derecha y el escote del vestido de mamá con la otra mano, yo pinchaba el ceviche y conversaba con una prima de Georgie sobre los ovnis de Machu-Picchu. Estaba planeando mi viaje esotérico cuando él se acercó con una pareja de señores elegantes que me miraban fijo tratando de que no se notara. Con la misma sonrisa de joyería que tenía Georgie, interrumpieron mi conversación:
—Papi, mami, esta es la chica argentina de la que les hablé. ¿No es guapa? —dijo Georgie haciendo señas para que me parara y saludara como se debe.
—Bienvenida, hijita. Estamos muy contentos de que estés entre nosotros. Come, come todo lo que quieras y más. Diviértete. Disfruta. Ponte cómoda, estás en tu casa.
—Gracias. Estoy bien, gracias. Feliz cumpleaños, señor.
—Nada de señor, m’hijita, nada de eso. Dime Jorge, nomás.
—Bueno, Jorge, ¿cuántos años cumplís? Parecés más joven.
La noche transcurrió entre ceviches, mariscos y valsecitos hasta que Georgie me invitó a subir a su dormitorio. Además del master en administración de empresas, Georgie leía poesía taoísta en voz alta. Como yo había comido y tomado bastante, al cuarto poema oriental me fundí con el universo y desperté a las once de la mañana con un baboso beso de Georgie
—Helooo, its meee, Geeeeorgieeee…
—Sí, ya sé.
—Oye, te llevo a tu casa, te cambias y te llevo a almorzar.
¿Había nacido para casarme con un Chico Bien, tener mucha ropa, perfumes, viajes, casas con jardín, hijos en Boston y tarimas que dijeran “HAPPY BIRTHDAY PARA TI”, o podía dedicarme a otra cosa? Mientras Georgie manejaba su camioneta y sobaba su mano contra mi pierna, yo pensaba sin parar.
A las doce en punto, Georgie llegó con su camioneta. Además de la flor que me regalaba siempre, esta vez traía una bata de seda china y otra sorpresa.
—Ya te dije que no me gusta que me avisen las sorpresas, Georgie.
—Mañana nos vamos de viaje —dijo mirándome de reojo esperando que yo le saltara al cuello y hundiera mi boca en su barba.
—¿Quiénes?
—Tú, yo, mi prima y dos amigos.
—¿¡A Machu-Picchu!? —grité‚ pensando que después de todo Georgie era un tipo bárbaro.
—No, al haras de mi mejor amigo.
—¿Habrá ovnis?
—Hay caballos, montañas, árboles… La vamos a pasar bacán.
Esa noche no pude dormir. Entre las tantas cosas que me preocupaban, estaba mi virginidad. Tenía dieciocho años y era virgen. Las pocas veces que mi analista había hablado, lo hizo para darme a entender que eso era grave y que debía solucionarlo cuanto antes. Tal vez mis problemas de identidad desaparecerían con una relación sexual. Había tenido frotaciones y besuqueos sin llegar jamás a la sana penetración.
Eso parecía estar socavando mi espíritu. Georgie había vivido en Boston, importaba bicicletas y leía a Lao Tsé en voz alta. ¿Le parecería muy anticuada mi virginidad? ¿Me dejaría abandonada junto a los caballos de su mejor amigo o aprovechando la sabiduría del universo me ayudaría a volver a Buenos Aires con un problema menos?
La primera noche que pasamos en el haras paseamos por un bosque tupido y él me contó que en esa zona había serpientes venenosas. Vivían enroscadas en las ramas de los árboles y cuando oían ruidos se dejaban caer en punta directo al cuello de los hombres ahorcándolos en minutos. No se daban muchos casos, pero cada tanto se encontraban cadáveres con ojos abiertos entre las hojas. Georgie contaba esto como si jamás pudiera pasarle a él y yo quería volver a mi casa para abrazar a mi madre lejos de la copa de un árbol. No sabía cómo decírselo. Caminaba en puntas de pie y mirando para arriba hasta que me tragué una piedra y él aprovechó para tirárseme encima y estirando mi pelo para atrás me obligó a que fuera parándome. Cuando pensé que ya estaría a salvo, le dije que tenía miedo, pero él me aplastó contra un pino encerrándome con un beso violento y tirándome sobre un montón de piñas quiso bajarme la bombacha. Grité. Él me tapó la boca; cuando pude liberarme incrustándole una piña en el pómulo, tuvimos nuestra primera conversación íntima.
—Georgie, yo nunca lo hice. Quisiera hacerlo, pero aquí, entre las piñas y las víboras que saltan de los árboles, no creo que pueda relajarme. ¿Podríamos esperar un poco?
—No te preocupes. Me encargaré de todo —respondió el latinlover.
Faltando diez días para volver a Buenos Aires, Georgie seguía invitándome a comer langostas pero nunca más lo había intentado. Pregunté qué pasaba.
—Mira, voy a confesártelo. Me ha encantado que esa noche en el bosque no hayas querido hacerlo. Lo he estado pensando detenidamente. Cuando te conocí, pensé que estabas conmigo por los regalos. Tú me entiendes. Las mujeres sólo quieren atraparme, me comprendes. Pero tú eres distinta y te mereces lo mejor. Vas a casarte conmigo.
—Ah, ¿sí?
—Claro.
—Pero…
—Ningún pero, mujer. Ningún pero. Yo me encargo de todo. Tú sólo tienes que decir sí. Será perfecto.
—Me imagino.
—Entonces, me das el sí. Bien, bien.
—No. Es decir, tengo que pensarlo. Necesito estar sola un momento, Georgie —dije mirando el piso de perfil esperando que él se diera cuenta de algo—. ¿Podrías dejarme algunas horas en paz? No hago otra cosa que ir de acá para allá. Todo es muy divertido, no te creas, pero de vez en cuando me gusta dormir, aburrirme y no hacer nada. Son mis vacaciones, Georgie.
Él me miró tratando de parecer comprensivo. Yo aproveché para decirle que me dejara en casa doblando la primera esquina familiar que encontré en el trayecto. Por acá, Georgie, por acá. Nos vemos en un rato.
Mis hormigas cerebrales salieron del agujero en el que casi nunca estaban y quedé en el centro de un montón de razonamientos: “Veinte días son pocos, no nos conocemos, podría decirle que venga a Buenos Aires, presentarle a mi psicoanalista. No, no, eso no. Georgie, ¿por qué no se llama Jorge? Pedro hace demasiados regalos, peor sería que no hiciera ninguno. Tengo que dejar de ser virgen. Mi analista se va a cansar de esperar, me va a echar del consultorio. Le dije que haría todo lo posible. ¿Qué le tengo que andar prometiendo cosas a mi analista? Siempre soy de otro que no soy yo. Vamos a ver. Yo lo que quiero es ser libre de todos, inclusive de mí. Mi analista dice que estos pensamientos no conducen a nada. ¿Por qué tengo estos pensamientos y no tengo los que conducen a alguna parte? ¿Por qué todos tienen pensamientos que conducen a alguna parte? Antes de casarme voy a acostarme con Georgie, se lo voy a contar al analista y después le contesto lo del casamiento. También podría casarme y separarme. Así no necesitaría casarme más y sería libre de esa posibilidad, que siempre sería una menos entre las tantas que ofrece esta existencia”.
Era mi cumpleaños. Ya faltando cinco días para irme, Georgie me invitó otra vez a comer. Esta vez me tocó ir un restorán en una playa alejada de Lima. Dos mulatas se pasaron toda la noche abanicándome con dos orejas de mimbre. Apenas terminaba de fumar un cigarrillo, enseguida venía un pelado que se llevaba el cenicero sucio y ponía otro limpio. Nunca llegué a ver dos puchos juntos en el mismo cenicero. En la época de los robots, este señor se va a quedar sin trabajo, pensé. Comí como un chancho. Cuando brindábamos por mis diecinueve años, Georgie aprovechó para morderme el labio y yo lo dejé porque siempre lo dejaba. Georgie comenzó a mordisquearme la nariz. Me dio un poco de asco y cuando lo aparté, convencida de que estaba por mandarlo a la mierda de una vez, me dio un regalito como diciendo callate y agarralo, boluda.
Lo abrí imaginando que era un anillo, un prendedor o un escudo de familia. Encontré un anillo de oro y brillantes. Cuando le estaba diciendo otra vez muchas gracias, él volvió a taparme la boca con un beso cumpliendo con el guión.
Pensando que la noche había llegado a su fin y que mi pérdida de himen quedaría para otra oportunidad, él dijo:
—Te tengo una sorpresa.
—¿Otra vez?
—Mi amigo Juan Antonio Manuel me ha prestado su casa. He llevado champagne y quiero dormir contigo. Después hablaremos de la boda.
Yo tenía tantas náuseas que lo dejé hablando solo. Entré en el baño, me metí el dedo con anillo en la garganta y vomité.
Volví a la mesa pensando en acostarme con Georgie de una buena vez.
—¿Vamos? —dije mirando el anillo que, a pesar de todo, todavía brillaba.
—Después de ti, princesa.
Este tipo de frase me ponía muy nerviosa. Para calmarme recordaba las frases de Lao Tsé: “Estoy, pero no estoy, soy, pero no soy. Todo fluye a través de mí, el viento, el mar, el ajo de los mariscos, las sorpresas de Georgie y el pánico que tengo”.
Llegamos al departamento prestado. Georgie cerró la puerta con delicadeza siempre de guión barato. Descorchó una botella de champagne, y puso un cassette de feliz cumpleaños. Todo era horrible pero debía parecerme perfecto.
Era sólo el comienzo. Georgie llenó una bañadera con espuma verde, perfumó el ambiente, me obligó a flotar con él en la bañadera de Juan Antonio Manuel, me alcanzó una toalla blanquísima, me secó aprovechando para tocarme el culo y decirme que me vendrían bien una clases de gimnasia. Me llevó a la cama, me dio dos besos en la boca, uno en cada pezón, pasó su mano húmeda por mis hombros, mi cara, mi panza y mis muslos, se puso un preservativo anaranjado y me penetró como si estuviera haciendo un entrenamiento militar.
No sentí nada de lo que había visto en las películas. Quería irme apretando algún botón. Olvidar, olvidar todo. Correr hasta mi casa, cerrar todas las puertas y dormir hasta convertirme en otra.
Georgie sacó el tema de la boda, como para rematar. Le dije que hablaríamos al día siguiente. Yo no sabía quién era yo, pero sabía que Georgie no era lo que yo quería que fuera. Había comido langostas, tenía un anillo en el dedo, una bicicleta, una bata china, cuatro libros de Lao Tsé, varias rosas en la memoria, el himen perdido y muchas ganas de volver sola a Buenos Aires.
Al día siguiente llamó para decirme que ya había anunciado nuestra boda a su familia. Yo le dije que había hecho todo lo contrario. Corté. Fui a una agencia de viajes. Un cholo me robó la bicicleta mientras yo sacaba el pasaje. Volví a casa caminando. ¿El que me robó la bicicleta no sería el socio de Georgie? ¿Cómo me habían robado justo a mí la única cosa seria que había heredado del que no iba a ser mi marido?
Evidentemente, Georgie era un gran candidato para contentar a mi abuela y al resto de mi familia en decadencia, pero no a mí. Mientras tanto, yo armaba valijas y me daba explicaciones mirándome al espejo cada tanto. No quería casarme con Georgie y ser un HAPPY BIRTHDAY PARA TI. No era el hombre de mi vida. Yo quería descansar, ser libre y enloquecer antes de entrar así nomás en las seguridades del matrimonio. Silencio. Una tos quebró el ambiente. Alguien se ofreció a llevarme al aeropuerto.
Me dirigía hacia el avión cuando en plena pista de aterrizaje con ruido a turbina, ya sin el himen a cuestas, pero llena de recuerdos, apareció Georgie. Corría como si estuviera por tomar el mismo avión. En ese momento pensé que tendría que casarme y con el tiempo podría divorciarme. Pero Georgie no viajaría, sólo era una de sus tantas sorpresas. Agitado, transpirando y con los ojos más azules que nunca, avanzaba con un libro de Lao Tsé bajo el brazo y su sonrisa ya menos perfecta pero siempre ahí, infaltable como su tarjeta de crédito dorada.
—Tengo amigos en el aeropuerto. Por eso me han permitido llegar hasta acá —dijo Georgie como si hubiera ganado las Olimpíadas.
Toleré sus besos pensando que faltaba cada vez menos para comenzar mis verdaderas vacaciones.
—Georgie, si me querés dar una sorpresa —dije acariciándole uno de los pómulos libres —desaparecé. Eso me dejaría francamente sorprendida.
Me miró, me levantó en el aire dejando caer mi bolso de mano sobre un charco de grasa y cuando me vio con los pelos al viento, el avión a punto de partir y sus músculos inflados, se le llenaron los ojos de lágrimas. Qué bien le quedaba la escena.
Bajé de sus brazos a la tierra. Rescaté el bolso. Subí al avión. Algunos pasajeros me miraban como diciendo por tu culpa llegaremos tarde. A mí no me importó tanto, para ese entonces ya había aprendido a sonreír en todas partes y a los pobres pasajeros no les quedó otra que devolver el gesto. Una vieja maquillada hasta el tuétano me miró comprensiva. Pensé que iban a aplaudir, pero no. Algunos románticos estaban encantados y asentían con la cabeza. A medida que el avión corría por la pista, Georgie parecía un punto rubio sobre la niebla limeña. Una vez en el aire, cuando el pájaro de metal encogió sus alas y se estabilizó en el cielo, Georgie se me esfumó y sentí un profundo alivio.
Mientras la azafata servía el almuerzo pensé que tendría que buscarme un trabajo igual a ése. Yo sonreía mejor y volaba siempre que podía. Para conseguir eso y mucho más buscaría un analista que además de pensar, hablara y me dijera que no me preocupara, que tarde o temprano encontraría al verdadero marido que todas llevamos dentro.