Peter Lorre: de un infierno al siguiente
13 de noviembre de 2013Lecturas totales 586 , Lecturas hoy 1
Juan Carlos de Laiglesia
De cómo el secundario más famoso de Hollywood en los años cuarenta, cumplió el sueño de dirigir su primera película
“Ser actor es una profesión ridícula, salvo que la lleves en la sangre” (Peter Lorre)
El 29 de junio de 1949, Laszlo Loëwenstein (Peter Lorre para la historia) y su joven segunda esposa Kaaren Verne, volaron a Inglaterra. Después de 15 años en Hollywood y de declararse oficialmente en bancarrota, el actor huía de las facturas acumuladas: 56.000 dólares entre médicos y hospitales, restaurantes, líneas aéreas… debía hasta las cuotas del Sindicato de Actores y el club de Tenis de Beverly Hills.
Salía de un sueño americano que le había franqueado la puerta de servicio permitiéndole acceder a la categoría de estrella entre los secundarios. Le acogió en sus fiestas, en los periódicos y los estudios. En el “Hollywood way of life“ que siguió a rajatabla como un converso. Pero hubo de cumplir una condición: atenerse al rol de sádico villano con modales exquisitos una y otra vez, con la histriónica excepción de su serie de películas como el detective oriental “Mr. Moto”.
No había logrado sacudirse la “M” de “murder” que Fritz Lang le escribió con tiza en la espalda en 1.931 para su primera película sonora, “El vampiro de Düsseldorf”. Cuando hizo de Hans Beckert, un infanticida compulsivo, construyó un hito artístico… y también una pesada bola de presidiario con la que cargar el resto de su carrera.
Pero el primer plano enfoca ahora a un matrimonio, ya tan vacío como su bolsillo, volviendo a Europa. Kaaren formaba parte, por vía materna, del clan “Bechstein”, los famosos fabricantes de pianos, pero había elegido salir de Alemania en busca de emociones fuertes y una carrera de actriz, por lo que ambos se habían encontrado en Hollywood y se unieron mientras rodaban “All through the night”, bajo la mirada cómplice de Humphrey Bogart, uno de los pocos amigos verdaderos de Peter Lorre.
De Londres saltaron a Munich, ya que Kaaren quería probar un último recurso para salvar su matrimonio alejando a Peter de la morfina, de la que dependía desde los veinte años. Su padre, Alajós Loëwenstein, guiándose más por la afinidad que por la pericia profesional, había confiado en un hermano masón para que operara la dañada vesícula de Peter. Esa intervención no salió bien, y en adelante solo el Dilaudid, el Pantopon o su componente básico, morfina en vena, lograrían librarle de las dolorosas secuelas. Un calmante que los médicos administraban entonces sin mayor reparo y al que Peter se hizo adicto.
Otra bola de acero para el preso. Una para cada pierna.
Así que Kaaren organizó el ingreso de Lorre en el sanatorio del doctor Florenz Wigger, en Baviera, un oasis de reposo especializado en males nerviosos y medicina interna, para su enésima cura de desintoxicación. La de Wigger era una clínica elegante, donde se apreciaba la popularidad de los enfermos, pero que aún practicaba el anticuado electroshock. De alguno estuvo Peter a punto de no despertar.
Aunque Laszlo-Peter nació en Hungría y dio sus primeros pasos en la Gran Viena de los años 20 (donde le regalaron su nombre artístico), Berlín fue la ciudad que le vio crecer y triunfar como actor teatral, de la mano de un dramaturgo amante del escándalo: Bertolt Brecht. Y ahora, de vuelta en Alemania, escuchaba su lengua después de tantos años, y… tenía planes. Transformó su habitación de la clínica en un ajetreado estudio lleno de papeles donde recibía sus visitas y hacía llamadas, y trabajó febrilmente en el sueño largamente acariciado: dirigir su primera película.
El sanatorio del Dr. Wigger era un lugar muy animado. Allí intimó Lorre con el guionista de cine Benno Vigny, que le brindó la base del proyecto: adaptar un relato breve de Guy de Maupassant sobre un hombre que descubre en su interior la pulsión por matar. Pero antes de avanzar en esa idea, otro amigo se dejó caer por la clínica Wigger. Esta vez fue Egon Jacobson, y apareció con un recorte de periódico que decía: “En el campo de refugiados de Elbe-Düwenstedt, el doctor Carl N., de cuarenta y tres años, se ha arrojado a la vía del tren. Su asistente, el químico Hannes N., ha sido hallado fatalmente herido en el estómago”.
Era una noticia llena de interrogantes que Egon había investigado hasta encontrar una fuente que identificó a aquel “Carl N.” como el Dr. Carl Rothe, de Hamburgo. Peter, que había estado escuchando en silencio la historia, alzó sus famosos ojos saltones, los del Ugarte de Casablanca, y musitó: “Esa será mi nueva película”. Quería escapar a su destino de actor encasillado como malvado, pero ansiaba otro “Vampiro de Düsseldorf” que le devolviera a lo más alto de su profesión. De modo que, contradiciendo sus lamentos contra la miopía de una industria que le había impedido manifestar todo su potencial, volvió a escoger para su primera (y última ) experiencia como director, el personaje de un asesino compulsivo. Quería demostrar a Hollywood, desde Europa, que tenía un lugar en el cine culto como autor absoluto.
Conseguirlo en Alemania añadía una emoción casi excesiva a su plan. El ascenso de Hitler y la persecución de los judíos en el mundo del incipiente cine alemán le hizo escapar en 1933, justo cuando su fama se consolidaba. Queda en el aire la fantasía (una de las muchas en la vida de Lorre) de que el propio Goebbels le habría enviado un telegrama reclamando que volviera porque “el Führer le quería conocer”, a lo que el actor, siempre según su particular versión, habría respondido: “No hay suficiente espacio en Alemania para dos asesinos tan grandes como Hitler y yo”…
En 1.949, confiaba en que Alemania ansiara su regreso y le abriera los brazos. Y al menos una persona sí reclamaba su vuelta: Bertolt Brecht, que le había lanzado este ruego en forma de poema:
Al actor P.L., en el exilio:
“Escúchanos, te estamos llamando para que regreses.
Fuiste expulsado y debes volver.
El país del que te echaron fluyó una vez con leche y miel.
Ahora te estamos llamando para que regreses a un país destruido.
Y no tenemos para ofrecerte
Sino el hecho de que te necesitamos
Pobre o rico
Enfermo o sano
Olvídalo todo
Y ven.”
Pero Peter no había vuelto a Alemania para trabajar con Brecht, sino para caminar hacia la independencia artística, para rehabilitar su nombre por sí mismo. El proyecto de su película evolucionaba con todas las taras y problemas que puedan imaginarse. En octubre de 1950, Benno Vigny entregó un primer guión al productor Arnold Pressburger, otro alemán que regresaba a casa para explorar las posibilidades de la posguerra tras una experiencia hollywoodiense. A Peter no le convenció este primer borrador, encargó otro a Helmut Käutner, y aún intervendría un tercer guionista, Axel Eggebrecht, que permaneció en la película hasta el final. Y siempre, abrumado por las dudas y sumido en la indecisión, Peter Lorre metía la mano y la tijera, cambiaba, quitaba, añadía y volvía a modificar. Sabía tal vez dónde quería llegar, pero no por dónde, y probaba constantemente nuevos enfoques.
Sobre aquella noticia del periódico que hablaba del Dr. Rothe, Peter y los sucesivos colaboradores fueron construyendo una ambiciosa trama cuyos nervios abarcaban más de lo que podían apretar. Una película histórica, casi un documental, y también un thriller psicológico que muestra la pasión del doctor por matar en determinadas circunstancias a determinadas víctimas. Una línea que bebe en las fuentes del recóndito valor seguro de Lorre, el “M” que le dio a conocer enel mundo. Esa influencia en va pasando de una inconsciente referencia a un propósito expreso, recreándose en primeros planos donde su gesto alterna la placidez con la oscuridad, el fatalismo de su vicio y lo intrascendente de lo habitual. Siempre, con su cigarrillo, porque no es que Peter Lorre fumara, sino que nunca estaba sin un cigarrillo. Mucho más tarde lo diría Jerry Lewis, que le dirigió en “The Patsy”: “El cigarrillo es el principal complemento en su actuación. Cómo lo coge, cómo lo enciende, cómo lo apaga… lo que hace con él en una escena”.
No faltan fetiches para subrayar este segmento de la película, que se va construyendo como por capas inconexas. Por ejemplo, el collar de perlas de su primera víctima. El pretexto para matar, esta vez como el doctor Carl Rothe, es conocer que su novia, además de serle infiel, filtra información de sus descubrimientos a los aliados. Rothe la estrangula, y los nazis, en lugar de castigarle por ello, ocultan lo sucedido para que pueda proseguir con unas investigaciones útiles para su causa. Pero Rothe, obsesionado con su crimen y a un tiempo “intocable”, estrangula a otra mujer y asistimos al nacimiento del monstruo que, entre el fatalismo y la impunidad merced a la cobertura de la Gestapo, ha despertado.
La película se desarrolla en dos secuencias temporales: 1.943, cuando suceden tales hechos; y 1.949, el tempus ”actual” de la película, donde se le muestra como médico en un campo de refugiados en el que reaparece, como una penosa sombra del pasado, su antiguo ayudante (y a la vez, el agente de la Gestapo que le cubrió) reclamando su protección para zafarse de la persecución aliada que le está cercando. Finalmente, el doctor Rothe dispara al chantajista que le reivindica la devolución del “favor” de haber ocultado sus crímenes pasados.
Un thriller psicológico, pero también un foco documental sobre el asesino que, a los ojos de las demás naciones, el alemán medio llevaba dentro en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. La primera película antinazi hecha en Alemania tras la guerra, que coloca al doctor Carl Rothe, (al propio Peter Lorre), como un prototipo de alemán, que mata por accidente, o por ira, y disfruta haciéndolo. Cualquier esperanza que Lorre hubiera puesto en su regreso, en la propia Alemania, se desvanece en la escena final, cuando plantado sobre las vías del tren, se tapa la cara antes de dejar que una locomotora le arrolle. En esa escena final, el rostro de Lorre refleja todo el dolor que un hombre es capaz de sentir. Angustia, arrepentimiento, soledad, hastío, impotencia, resignación.
En un oscuro período de Noviembre de 1.950, Der Verlorene (“The Lost one”) se rodó finalmente en un campo de concentración para ucranianos y rusos en Heidenau, al sudoeste de Hamburgo, la ciudad donde la RAF había descargado 8.334 toneladas de bombas tan solo siete años antes. Recordando sus orígenes en el Teatro de la Improvisación (Stegreiftheater) de Jacob Moreno, el experimento artístico-clínico donde debutó, Peter Lorre mantuvo la mente tan abierta a la idea del último momento, que los actores solo conocían su texto la misma mañana en que debían rodarlo, y aun así podían producirse nuevos cambios sobre la marcha.
Todo lo que podía salir mal, salió mal. El productor murió de una hemorragia cerebral, y su hijo, que continuó en el proyecto por amor a su padre, cree que fue por la tensión debida a los problemas de la película. Karl John, el antagonista en el papel del ayudante Hoesch (el antiguo miembro de la Gestapo), se rompió una pierna. Un rollo de la película se prendió, y la oficina de montaje quedó totalmente destruida en el incendio. La indecisión afectó incluso a su título, “Der Verlorene”, “El perdido”, que se eligió en un concurso entre las 648 sugerencias de un grupo de voluntarios al que la productora proyectó una copia. Lorre, perdido, dudaba entre llamarla “Carl Rothe, doctor en Medicina” o “El monstruo”.
Los esfuerzos de Kaaren (y del doctor Wigger) también resultaron inútiles. Su nuevo rol como director produjo en Peter Lorre una tensión que el hombre, vencido, solo superaba entregándose a su vieja amiga la morfina, cuyas “subidas” y “bajadas” afectaban al rodaje. Según un miembro del equipo técnico: “La morfina le llenaba de ideas que fluían a toda velocidad, pero cuando su efecto desaparecía, se le cerraban los ojos y hablaba en susurros”.
Volvió a dar sablazos para conseguir sus dosis, su humor era tan cambiante como el fluir o la carencia de droga en sus venas, y así, un buen día, Lorre desapareció de Hamburgo. Lleno de deudas, Otra vez.
EL 26 de Junio de1951, día de su 47 cumpleaños, Peter Lorre asistía al primer pase de su película en Munich. El 9 de septiembre una versión subtitulada se estrenaba en el Festival de Venecia.
El 18 de septiembre de 1.951, se estrenó en Frankfurt.
Los alemanes no aplaudían. Salían cabizbajos. Sencillamente, se iban del cine. “Der Verlorene” un arrítmico híbrido de cine negro americano y expresionismo alemán, se podría definir como “Lorrealismo”, pero Alemania no quería oír hablar del abrumador y reciente pasado que perseguía a cada uno de sus ciudadanos. Como Hannah Arendt había constatado, ”La huída de la realidad se ha convertido en una huida de la responsabilidad para los alemanes”. Recién terminada la Segunda Guerra Mundial, no querían saber de ella ni de su implicación en su monstruosidad. Y el inoportuno Peter Lorre les ofrecía, tras su dorado exilio en Hollywood, un espejo que no querían ver, de modo que le tacharon de opinar sobre cosas que no había vivido en carne propia.
El fracaso de “Der Verlorene” destrozó emocionalmente a Peter Lorre y le hundió en una profunda depresión.
Era el mensaje que él mismo había lanzado en la película: No se puede escapar del pasado, el verdadero monstruo que había devorado la esperanza y cerrado todas las salidas. Era tarde para soñar, lo sabía, y nunca podría aceptarlo sin la ayuda de la morfina. Los petulantes ejecutivos de Hollywood ganaban la partida y podía oirles en sus pesadillas señalándole y riendo con rostros de gigante: ”¿Pero adónde creías que ibas a llegar, enanito grotesco?”, “¡Mírate!, ¡Estás acabado, y aún llevas una bola de preso en cada pie”.
Peter Lorre permaneció en Alemania hasta Diciembre del 51, por si su “primera” película le proporcionaba algún encargo que demorara un regreso vergonzante a América. Pero la oscuridad se había cernido sobre el proyecto más querido de Laszlo Loëwenstein. Y el inmenso actor de papeles pequeños, vencido, tomó el avión de vuelta.
Sin otra compañía que la angustia, el arrepentimiento, la soledad, el hastío, la impotencia, la resignación.